La guerra civil no sólo provocó la muerte y el exilio de numerosos escritores e intelectuales españoles, sino que dejó el país en un estado tal de carencias materiales que la economía española tardaría más de una década en iniciar su recuperación. Buena parte de la industria del estado había quedado inutilizada y muchas actividades económicas, paralizadas. Así ocurrió con el sector editorial, desballestado a principios de la posguerra española por esa doble consecuencia que, apuntábamos al principio, acarreó la contienda bélica: en primer lugar, el exilio de muchos editores; y en segundo lugar, la destrucción de muchas de las tipográficas existentes o su incautación durante la guerra civil para fines propagandísticosi.
Madrid y Barcelona – esta última, especialmente – se erigen, a principios de la posguerra, en los dos focos editoriales del momento, siempre sujetos a las directrices del régimen franquista : en 1944, la Asociación del Libro Español establecía la función « educadora » que debía ostentar el editor español dentro de los principios del Movimiento Nacional; en 1946 se promulgaba la Ley de Protección del Libro Español que regulaba los cupos de papel; y la censura gubernamental, dentro de las Delegaciones de Propaganda de las diversas Gobernaciones Civiles, se encargaba de fijar los límites ideológicos dentro de los cuales debían editarse los libros españoles (MORET, 2002, 24-25).
Diversas empresas editoriales nacidas durante la guerra en Burgos, Pamplona, Valladolid o San Sebastián, pasarían a localizarse en Madrid. El ejemplo más claro es el de Ediciones Jerarquía (creada en Pamplona), que se convierte, en 1941, en la Editora Nacional (Madrid), financiada por el gobierno y dirigida a partir de 1943 por Pedro Laín Entralgo. La capital albergaría, entre otras iniciativas, firmas como Ediciones Españolas (creada en 1940), la librería Afrodisio Aguado (nacida en Pamplona, pasó a Valladolid para afincarse definitivamente en Madrid) o el gran editor Manuel Aguilar (cuya casa, fundada en 1923, sería incautada durante la guerra por el Gobierno republicano y volvería a una enorme actividad editorial durante la posguerra). En Barcelona, van a convivir durante los años cuarenta una serie de pequeñas editoriales que buscarán hacerse un lugar en el panorama literario español – editores como Josep Janés, Lara, Luis Miracle, o Luis de Caralt; y pequeñas empresas como Apolo, Tartessos, Olimpo, Yunque, La Gacela, la gran Montaner y Simón, o Ediciones Destino. Paulatinamente, irían desapareciendo las menos solventes – Lara fue comprando las editoriales en quiebra, y haciéndose con su nómina de autores –, hasta desembocar, ya en los años cincuenta, en la época de los grandes sellos editoriales capitaneados por la tríada de Destino, Seix Barral y Planeta.
Con todo, los primeros años de la posguerra española fueron muy difíciles para la industria editorial. Ante la escasez de autores, muchas entidades optaron por traducir obras extranjeras, hecho que se convirtió en un auténtico fenómeno por su proliferación descomunal. Así lo apunta el profesor Sobejano: « Leyendo las revistas literarias de aquellos años salta a la vista un hecho palmario: el público no leía apenas novelas españolas; devoraba, en cambio, con placer, largas novelas exóticas y biografías de hombres singulares » (SOBEJANO, 1975, 39).
De modo que, a causa del exilio forzado de intelectuales y escritores, la falta de materia prima y de actores del juego literario, y la escasez –por no hablar de ausencias- de autores nuevos y de calado profundo en el país, los pocos editores que habían sobrevivido a la masacre material y económica de la guerra civil se vieron obligados a tirar del hilo de las traducciones de obras extranjeras, en las que buscaron obras de literatura amable, que no creara conflictos con el sistema ideológico y moral del régimen, de autores como Baring, Benoit, Du Maurier, La Roche, Maugham, Zilahy, Cecil Roberts, Vicky Baum o Pearl S. Buck, entre otros. Y, si bien este fenómeno de las traducciones extranjeras va a ir atenuándose lentamente – al tiempo que los novelistas españoles van haciéndose un lugar en el escaparate literario –, también es cierto que todavía en la década de los 50 prevalecía entre el público una enorme demanda de este tipo de novela.
El incremento de ventas de este tipo de literatura generó un segundo fenómeno: la demanda por parte de las editoriales de la figura del traductor como pieza fundamental de su empresa. Esta cuestión señala zonas oscuras del mundo editorial de la posguerra española. En primer lugar, la enorme demanda del público provocó que las editoriales no cuidaran la profesionalidad, la rigurosidad de sus traducciones, sino que obligaran a trabajar a un ritmo tan acelerado que imposibilitaba un resultado digno. Y, en segundo lugar, muchos de estos traductores no contaron con contratos oficiales, pues escondían en algunas ocasiones un pasado de cierto compromiso republicano que les impedía acceder a un oficio regulado por el estado franquista (la colaboración en prensa, por ejemplo, estaba controlada a partir de la asignación de carnés de periodista, que sólo se concedían a la gente de pasado ideológico inmaculado). Además, como señala Marta Ortega, « la falta de libre expresión obligó a muchos hombres y mujeres de letras a abandonar las carreras que desarrollaban antes de la guerra civil y a dedicarse al oficio de la traducción » (ORTEGA, 2009, 1347), para el que, añadimos nosotros, quizá no tenían formación ni experiencia suficientes.
Todas estas circunstancias anteriormente descritas dibujan un panorama en el que el traductor podía ser un eslabón muy débil dentro de la escalera editorial y en el que la calidad de las traducciones quedaba por debajo de la rapidez con que debían realizarse las mismas. Antonio Espina, bajo el pseudónimo de « B. Ruiz Soto » (un caso muy evidente en el que el pasado republicano de Espina le impidió hacerse con un carné de prensa y, por tanto, escribió en diversos medios bajo diferentes máscaras), publicó un revelador artículo en Destino titulado « Literatura Industrial » (ESPINA, 1945, 13), en el que denunciaba la absurda proliferación de biografías « recocidas » -recordemos que Espina fue, antes de la guerra civil, uno de los más importantes escritores de prosa memorialística en España- y también la prostitución de muchos escritores ante la industria editorial.
Sin embargo, debemos también señalar que hubo algunos casos luminosos y de una heroicidad callada, como el ejemplo del editor barcelonés Josep Janésii. Son numerosas las anécdotas que revelan a Josep Janés como un mecenas que acogió en el seno de su editorial a numerosos escritores y traductores republicanos que no hubieran podido trabajar en otro lugar:
Muchos de los traductores en los que Josep Janés se apoyó habían sido hostigados por razones de ideología. Tal fue el caso de, por ejemplo, Ramón Palazón, Eduardo de Guzmán (que firmó muchas de sus traducciones con seudónimos para esquivar la represión del gobierno), la escritora y periodista María Luz Morales, el poeta Marià Manent y Juan González-Blanco de Luaces (CORNEJO, 2012).
Sería muy largo consignar aquí una caracterización global de la traducción en la España de la posguerra. Sirvan las páginas precedentes a modo de introducción y remitimos al lector a los estudios llevados a cabo hasta el momento sobre esta materia, que recogen los nombres fundamentales de la época (HURTLEY, 1983; FRIGOLA, 2004).
Pasemos ahora a atender al objetivo principal de nuestro trabajo: una primera aproximación a la figura del crítico y traductor Rafael Vázquez-Zamora. De origen onubense, pero afincado en Madrid, se tienen bien pocas noticias de este personaje, una voz fundamental para entender el panorama del mundo editorial y cultural español durante el franquismo. Colaboró en diversos medios de comunicación, como por ejemplo el periódico España de Tánger (que dirigió, entre otros, Manuel Cerezales) o la revista barcelonesa Destinoiii, en la que publicaría artículos críticos, entrevistas y reseñas desde 1942 hasta mediados de los años sesenta, hecho que le convirtió en uno de sus colaboradores más longevos y prolíficos.
Dámaso Santos apunta que Vázquez-Zamora aportó a la crítica literaria « su sensatez, rigor, transparencia y buenos modos en los periódicos y revistas para dar cuenta cabal y honesta interpretación de una clase de hechos, acontecimientos que el periodista tan difícilmente valora » (SANTOS, 1987, 148). A nuestro juicio, « clarificadora » no es el término justo. Vázquez-Zamora fue un brillante escaparate, un gran publicista de las novedades literarias españolas (fundamentalmente madrileñas). Su mirada casi paternal recorrió las últimas publicaciones de las librerías nacionales y dedicaba una especial atención a la literatura forjada en su Andalucía natal. Sobre esta cuestión, comentaba Antonio Burgos:
El crítico onubense, afincado en Madrid, fue el que inventó el « tremendismo literario » cuando Cela publicó La familia de Pascual Duarte y fue el primero que habló de la « nueva narrativa andaluza », deslumbrado por los cuentos de Alfonso Grosso que había leído como jurado del premio Sésamo, por las novelas de Manuel Barrios que había votado como jurado en el Nadal, El crimen o La espuela. No había hecho literario en la Andalucía de los 50 y los 60 que Vázquez Zamora no consignara puntualmente en su página del España Semanal. Reseña hizo de todas las revistas poéticas y los libros de versos de los autores de Granada (Veleta al Sur), de Sevilla (Guadalquivir, Rocío, Aljibe), de Córdoba (Arcángel), de Cádiz (Platero, Caleta), de Arcos (Alcaraván, Liza) (BURGOS, 1997).
Vázquez-Zamora fue, como anuncia Burgos en la cita anterior, miembro de numerosos jurados de premios literarios de novela, poesía y relato breve a lo largo y ancho de la geografía española y, en especial, durante las dos primeras décadas del franquismo. En este sentido, estuvo siempre en contacto con las voces más jóvenes y, además, en relación con muchos de los escritores consagrados. A grandes líneas, podemos aseverar que desempeñó un modelo de crítica divulgativa, casi trivializadora, que pretendía acercar las novedades literarias a los lectores. Apuntan Gràcia i Ruiz Carnicer:
[…] Rafael Vázquez-Zamora, con su nombre o con seudónimo, escribe en el semanario barcelonés como correo de lo que sucede en Madrid. Su proximidad personal a los nuevos narradores, su complicidad con ellos y la frecuentación de las mismas tertulias y locales, o el hecho de ser jurado de numerosos premios, empezando por el Nadal, hicieron de él una mina de información interesante sobre los nuevos escritores (GRÀCIA / RUIZ CARNICER, 2001, 249).
Pero adentrémonos algo más en su faceta como traductor. Su gran dominio de la lengua inglesa le permitió traducir obras fundamentales de Virginia Woolf, Victoria Holt, T. Lobsang Rampa, George Orwell, Czeslaw Milosz, Saul Bellow, Richard Hughes, Joseph Conrad, Joyce Cary, William Thackeray, Vintila Horia, Sinclair Lewis o Walter Scottiv. Muchas de estas traducciones se publicaban en las mismas prensas de Ediciones Destino y, a su vez, la revista homónima incluía algunos fragmentos a modo de cuento ilustrado. En la presencia de estos relatos, con cuidadas ilustraciones, se reflejaba de un modo evidente el modelo de la revista barcelonesa de preguerra Mirador, de Amadeu Hurtado, publicación que siempre se caracterizó por anticipar a los lectores españoles las novedades literarias extranjeras. Que el semanario Destino incluyera traducciones de obras europeas o norteamericanas fue algo inusual dentro del período autárquico de la primera posguerra española y contribuyó enormemente a acercar la nueva literatura extranjera al lector medio barcelonésv.
Sin adentrarnos en el análisis riguroso de su quehacer como traductor, sí hemos querido aportar un último apunte. Aprovechando la plataforma de difusión del semanario Destino, Rafael Vázquez-Zamora respondió a los numerosos ataques que cada fin de año recibía el mundo de la traducción en la prensa cultural de la época, en el artículo « Traducir o no traducir, este es el dilema », a finales del mes de enero de 1944. Además de citar artículos sin mencionar su autor ni el medio de comunicación en que aparecía, Vázquez-Zamora aprovecha ciertas aseveraciones publicabas por Cristóbal de Castro en el artículo « Traducciones » (ABC) para exponer su punto de vista al respecto, como traductor profesional que era.
En su artículo, Castro hace gala de una visión quizá excesivamente proteccionista de la literatura española y también partícipe del concepto autárquico de la cultura nacional que el régimen franquista defendía por entonces. No obstante, declara, con no poca autoridad, pues Castro también era traductor, algo que la crítica posterior ha demostrado con creces:
Se editan libros extranjeros de dominio público o con parvos derechos de traducción, ofrecida ya en rival competencia. Se escogen traductores oscuros, de corto salario, en mayor competencia aún. Y se venden las traducciones como pan bendito, cual si los libros fuesen obras maestras y los traductores polígrafos políglotas (CASTRO, 1944, 3).
Después de elogiar el catálogo de traducciones de editoriales extranjeras, como Tauchnitz de Leipzig, Appleton de Londres o Garnier de París, Castro pone como modelo de rigor y calidad los proyectos de traducción de Menéndez Pelayo con la Biblioteca Universal o la Biblioteca Clásica. Así pues, el problema real no es, quizá, la cantidad, sino la mala calidad de las traducciones que se venden, además, con el formato de novela popular de « a duro ».
Vázquez-Zamora, adoptando su tono irónico habitual en las críticas negativas, reivindicará en su artículo de Destino la necesidad de que se publiquen, ergo se traduzcan, en España obras de literatura extranjera, si bien el argumento sea de la tibieza del que sigue: « Cuando entre nosotros hay un auténtico valor literario, se le traduce abundantemente en el extranjero. ¿Por qué, pues, hemos de cerrar nuestras puertas a quienes nos abren las suyas? » (VÁZQUEZ-ZAMORA, 1944, 10) El traductor andaluz pide que se relajen unas exageradas críticas a las traducciones de obras extranjeras, pues « cuando un incapaz escribe un libro insulso y, además, lo publica, la gente no lo compra, ni lo compraría aunque desaparecieran de repente todos los libros extranjeros » (VÁZQUEZ-ZAMORA, 1944, 10). Y concluye:
En fin, todo se reduce a esto: Que cada autor escriba su libro, lo publique y trate de venderlo. Si el libro es bueno, desplazará a una traducción mala o innecesaria. Si es malo, no la desplazará (VÁZQUEZ-ZAMORA, 1944, 10).
El propósito fundamental de este breve trabajo ha sido ofrecer a los investigadores una nutrida nómina de traducciones realizadas por un personaje muy citado y muy desconocido de la época de la posguerra española como Rafael Vázquez-Zamora. Esperamos haber iluminado ciertas sombras y haber propuesto diversos hilos, cabos sueltos, de los que tirar.