En torno al barroco histórico como categoría estética: terminología y concepto

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Parece más que propicia la ocasión para volver sobre cuestiones atinentes al Barroco como categoría estética1. Empecemos recordando que el término Barroco, y su concepto, no es comparable al que por metodología académica muy extendida y consideración estética críticamente asentada han recibido otras categorías periodológicas de la Literatura y del Arte taxonómica y conceptualmente con mejor fortuna como, por ejemplo, las de Renacimiento, Romanticismo e, incluso, Vanguardia. Y es que el Barroco o, por mejor decir, el que según extendido uso cabe designar barroco histórico, aun siendo un período artístico-cultural de común excelencia en Occidente, tuvo un retardado reconocimiento que duele a la historiografía literaria, en el que mucho tuvo que ver la dilatada connotación peyorativa de la terminología desde su origen. Téngase presente que, en palabras del teórico de la Literatura y pensador estético Pedro Aullón de Haro, a quien debemos la edición de la mejor monografía sobre Barroco que hasta la fecha disponemos, la categoría de barroco comprende "una serie de realizaciones histórico-estilísticas de la literatura y el arte europeos con centro en el siglo XVII" y lejos de ser una corriente artística de gran homogeneidad ha de considerarse como un conjunto de corrientes y variedades de cierta cohesión, de unidad cultural, europea2.

Desde luego, a la clarificación, reparación y subsiguiente normalización del concepto no contribuyeron especialmente algunos críticos que, en un alarde de autocomplacencia y provistos de las correspondientes anteojeras, afearon sus análisis con perspectivas sesgadas, de notoria incompletez u orientadas hacia un supuesto interés patrio, o nacionalista. De modo que, por ejemplo, lo que en un principio fue concepto censurado por la mayoría intelectual —es el caso de Francia—, su posterior rehabilitación para la historia de la cultura llega a asumirse paradójicamente como propia. Abundando en este asunto, podrá extrañar que por reticencias sin duda alguna obsoletas, cierto sector del hispanismo francés le haya negado al Barroco su esencial categorización y excomulgara el término por demasiado impreciso. Y esto, cuando resultaba indiscutible aplicado a las manifestaciones artísticas que discurren en tiempos de decadencia política y social generalizada, pero también de mayor relieve cultural sobre el que tanto, y no pocas veces logradamente, se han centrado las investigaciones hispanísticas galas, mediocridades de los últimos años al margen. Estas reticencias responden, como veremos, a simplificaciones o maximalismos y acaso a la voluntad de eludir el marbete barroco en una breve producción propia, nacional, escasamente representativa de la estética que lo define. De ahí que nada sorprenda que dicho hispanismo se haya inclinado mejor por otras formulaciones taxonómicas de menor rigor periodológico y alusivas al esplendor siglodorista. La singular paradoja de todo esto es que la decisiva rehabilitación del barroco español se debiera ya en época contemporánea a poetas e hispanistas franceses y que Jean Rousset marcara la senda vindicativa de la literatura barroca en 1953 con su La Littérature de l'âge baroque en France.

Acerca de la cuestión terminológica

El problema terminológico del Barroco comienza siendo un problema léxico. Porque, además, sucede que el diccionario normativo de la lengua española ha venido extraviando el rigor necesario en la entrada barroco sin llegar a dotarla de un fundamento definitorio de cierta coherencia conceptual. Convengamos que es necesario advertir las variadas cuestiones que el término suscita: por un lado, aquellas referidas a su origen, que fueron objeto de extensa conjetura durante los siglos XVII y, especialmente, XVIII; por otro, los aspectos que determinan el heteróclito proceso de fijación del Barroco como categoría periodológica, además de su especificidad y realizaciones dentro del Arte y de la Literatura... Aquella inoperancia de Academia, mitigada un tanto durante estos últimos años, aunque sin suficiencia, no deja de sorprender si tenemos en cuenta la abundante bibliografía que con distinta fortuna y variado detalle recoge la cuestión terminológica y otras reflexiones en torno al Barroco y lo barroco.

Parece fuera de toda duda la ascendencia portuguesa de la palabra y el hecho de que, como préstamo lingüístico, se extendió a las lenguas románicas designando preferentemente las manifestaciones artísticas posrenacentistas y de la primera mitad del XVIII, si bien con el transcurso del tiempo el término se vio contaminado con otras acepciones presuntamente más cultas y figuradas que convergieron en la noción peyorativa mediante la cual se dio carta de naturaleza a un error que hubo de perdurar desde la época neoclásica hasta el segundo decenio del siglo pasado.

Para empezar convendría afrontar que existe un problema léxico y que incluso permanece preservado hasta hoy en el lugar que menos debiera. La Real Academia Española, sin mudar un ápice de lo dicho desde 1984 en las versiones usuales y manuales de su Diccionario y copiando casi literalmente sin rubor alguno lo dicho en el Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana por Joan Corominas3, informa de la procedencia francesa del término para seguidamente abrillantar un supuesto etimológico haciendo resultar baroque de la fusión “en un vocablo Baroco, figura del silogismo, y el portugués barroco, perla irregular”, hipótesis por la que de modo obsesivo se decanta en la actualidad, y ello en detrimento de la que desde 1925 a 1970 planteaba el posible mismo origen de barroco —voz alojada por vez primera en el repertorio académico en 1914—, que el de barrueco (o berrueco), es decir, del étimo latino verruca, ‘verruga’. Si atendemos a la definición que en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611) reserva Sebastián de Covarrubias a la lexía ‘berruga’ podrá concluirse que derivada del latín “propiamente sinifica la cumbre levantada de algún monte o peñasco” y cuya variante figurada o metafórica no es otra que aquella que “por similitud se toma por la que sale al hombre en la cara o en otra parte del cuerpo”4, y que, a su vez, originó al sentido mediante el cual se aludía figuradamente a una imperfección de algo o el desánimo. Como voz culta ha llegado hasta nosotros para definir una protuberancia cutánea, mientras que del significado connotado por lo defectuoso origina el vulgar de ‘verruga’, que ya Plinio identificó —“maculae et verrucae gemmarum”— con el defecto de las gemas o piedras preciosas5, y que se convertirá en las acepciones propias del portugués barroco y del español barrueco referentes a una especie de perla irregular. Así se documenta en Coloquios dos Simples e Drogas da India de García da Orta (1563): “Huns barrocos mal afeiçoados e não redondos, e com aguas mortas”6; sentido idéntico al que Sebastián de Covarrubias atribuye a las voces ‘barrueco’ (perla “desigual” > verruga > verruca) y ‘berrueco’ (perla “mal proporcionada” > peñascal > verruga > verruca)7.

A partir de los datos recogidos por Philip Butler8 y Marcel Bataillon, el romanista Helmut Hatzzeld pudo reconstruir hace algunos años el origen supuesto del término barroco, relacionado con un tipo de perla de las Indias y, en concreto, con un lugar descubierto por los portugueses cuyo posterior nombre debió al comercio de dichas joyas:

Los portugueses desembarcaron en Goa en 1510. En 1530 establecieron en Broakti un mercado de perlas. Broakti no era sino la antigua Barygaza, ciudad situada en la provincia india de Gujarat. Por una simple transposición, a la vez de sonido y de significado, no tardaron en dar el nombre de Baroquia a la ciudad donde se verificaba el comercio de las pérolas barrocas. Estas perlas, más baratas que las pérolas redondas, se ven pronto mencionadas en diversos documentos: en 1531, en un inventario del emperador Carlos V; en 1552, en la Historia General de las Indias de Gómara; en 1555, en un inventario del Rey de Túnez. Pero en todos estos casos el adjetivo sólo se empleaba para señalar su irregularidad, no su rareza9.

En cuanto a la palabra ‘barrueco’, fue adoptada por el Diccionario de Autoridades (1726) y el Diccionario histórico (1936) basándose en el uso que de ella hiciera en la Histórica Relación del Reyno de Chile (1646) el sacerdote, profesor de Filosofía y procurador de Chile, Alonso de Ovalle (1603-1651): “Y de esta manéra volviesse la armada del Occidente con las madéras, perlas, margaritas y barruécos”. A principios del siglo XVII el francés Cesar Oudin conocía la palabra ‘barrueco’10; y en su forma plural —barruecos y berruecos— el lexicógrafo Esteban de Terreros la incorporará un siglo después a su vocabulario técnico y científico para describir lo que en latín se comprendía como gemmae rudes y en francés baroque11, término éste aplicado sólamente a las “perles qui sont d'une rondeur fort imparfaite” en el habla de los joyeros, como correctamente explicitó en 1690 Antoine Furetière (1619-1688), primero en documentar el vocablo en lengua francesa12, y posteriormente el Dictionnaire de l’Académie française (1694)13 y el Dictionaire critique de la langue française (1787-1788), de Jean-François Féraud.

Debido a la irregularidad en la superficie de la perla barroca y del barrueco/berrueco, portuguesa y castellano respectivamente, surgió la primera connotación que ensució el término. Si en la cuarta edición de su diccionario la Academia francesa (1762) incorporaba el sentido que proporcionaban los adjetivos de “irrégulier, bizarre, inégal” aplicados a la naturaleza del objeto designado, en las ediciones siguientes serán mantenidos los dos primeros y sustituirá definitiva y significativamente el tercero por “étrange” con el fin de subrayar su singular rareza; y ello, una vez desplazada a un segundo lugar —a partir de la impresión de 1832— la acepción primera relativa al origen y estatuida la doble dimensión, física y moral, de las posibles representaciones adjetivadas mediante el término:

BAROQUE. adj. des deux genres Irrégulier, bizarre, étrange. Il se dit des choses physiques et des choses morales. Voilà un meuble d'une forme bien baroque. Elle avait un accoutrement des plus baroques. Cet homme a une figure baroque. Avoir des goûts baroques. Un esprit baroque. Un caractère baroque. Expression baroque. Style baroque. Musique baroque.

En Joaillerie, Perles baroques, Perles qui ne sont pas bien rondes, et qui, à cause de ce défaut, sont moins estimées.

En torno a estos conceptos de rareza, de deformidad e irregularidad14, y aun de extravagancia, inherentes al préstamo lusitano y que, como se verá, fueron aplicados consecuentemente por el pensamiento neoclásico al objeto barroco y a su dimensión artística, vino a centrarse otro posible origen del vocablo. Se trata, como es sabido, de su presumible identificación con un tipo de silogismo de curso común en la Escolástica, tramitada eficazmente a través de quienes vieron una similitud conceptual entre el razonamiento absurdo e inútil de la figura silogística, que Pedro Hispano denominó con finalidad mnemotécnica bArOcO en el Tratado IV de Summule Logicales15, y la excrecencia de la perola dos mares da India. Esto llevó a concluir que el término debe su existencia a la amalgama o “fusión” de ambos antecedentes etimológicos. La exégesis encontró el eco entre algunos eruditos y, como era de esperar, el lustre de la paráfrasis en el panteón de ciertos diccionarios. El de la Academia Española acogió en este sentido tal procedencia en 1984 basándose, como ya dije, en la definición lexicográfica de Corominas. De hecho, el extenso contenido del artículo del Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico es prolijo en detalles, alusiones bibliográficas (Américo Castro, Ludwig Pfandl, Ernst Bloch) y “testimonios aducidos por el diccionario de la Crusca, de Aníbal Caro y Magalotti, donde barocco se presenta humorísticamente como símbolo del mal raciocinio”, antes de concluir:

Con el nuevo significado de ‘extravagante’ surge baroque en Francia a fines del S. XVII. De todos modos es seguro que este uso se fundió con el ya existente de perle baroque [1599], procedente de otro origen. El Prof. Marcel Bataillon me habla de un trabajo suyo en prensa, donde hace hincapié en esta otra etimología. Me parece segura la amalgama de las dos palabras en francés. La aplicación de baroque ‘extravagante’ al estilo arquitectónico se produjo más tardíamente, en Francia, de aquí paso al español y, como indica Tommaseo, al italiano, donde no existe la ac. general...

La autoría de este supuesto se ha atribuido a los franceses. Sin embargo, la semejanza fonética u homonimia del préstamo portugués y el nombre del silogismo escolástico difícilmente justifica la “fusión” conceptual de lo que, a lo sumo, cabría admitir como mera confluencia nominal. Por otra parte, tampoco cabe comprender que eran coincidentes la connotación de la palabra, adulterada por extensión o sentido figurado, y la complejidad que supuesta y exclusivamente se arguye inherente a aquel modo de la segunda figura establecido por la teoría silogística aristotélica16. En el Libro I de Primeros Analíticos, el filósofo estagirita pretendió determinar, por una parte, la conclusión que puede inferirse de dos premisas dadas a fin de obtener un silogismo y, por otra, en el caso inverso, las premisas que impiden deducir una conclusión y que consecuentemente imposibilitan el razonamiento silogístico. En el primer caso, como condición necesaria, si bien no suficiente, las premisas han de tener un término en común —o término medio— con distinta función: sujeto de una premisa y predicado de la otra (primera figura), predicado respecto de ambas premisas (segunda figura) o, en última instancia, sujeto de ellas (tercera figura). La formulación combinatoria sujeto-predicado podía ser tanto afirmativa o negativa como universal o particular, resultando de ella cuatro maneras representadas por las vocales A, E, I, O. Puesto que cada premisa correspondía a una de esas cuatro maneras, en cada figura había que considerar dieciséis (cuatro por cuatro) premisas posibles. En el caso que nos concierne, de una afirmativa y universal —Todo hombre es animal (A)— y de otra negativa particular —Algún árbol no es animal (O)— se inferiría silogísticamente una conclusión negativa particular: Algún árbol no es hombre (O). Esto es, todo P es M, algún S no es M, consiguientemente algún S no es P. En el empeño de resolver el problema de la teoría silogística, en cuanto teoría lógica, Aristóteles procuró determinar la existencia o no del silogismo dentro de los dieciséis modos posibles por figura. Para ello procedió examinando, en primer lugar, los cuatro modos de la primera —bArbArA, cElArEnt, dArII, y fErIO— mediante un procedimiento “directo” que le hizo concluir que sólo en ellos se produce el silogismo. Una vez establecidos los modos de esta primera figura, intentó reducir a ella los de la segunda y tercera analizando la forma en que el sujeto y el predicado podían intercambiar sus funciones. Así, hizo notar que el modo de la segunda figura cEsArE, compuesto por una premisa negativa universal —Ningún caballo es hombre (E)— y otra afirmativa universal —Todo griego es hombre (A)—, permitía la transformación mediante “conversión simple” de la primera premisa —Ningún hombre es caballo (E)— y, por consiguiente, llegar silogísticamente a la conclusión del modo cElArEnt (primera figura). En cEsArE, la consonante inicial (c) indica que se obtiene su resolución mediante el modo silogístico de la primera figura (cElArEnt) y la siguiente, (s), que, para reducirlo a un modo de la primera figura, su primera premisa debe ser transformada por medio de la conversión simple.

Dicho esto, interesa precisar que el modo bArOcO no admite este procedimiento de conversión. Ante la premisa afirmativa universal Todo hombre es animal (A) y la negativa particular Algún árbol no es animal (O) no cabe la transformación *Todo animal es hombre, puesto que no afirman lo mismo, como tampoco niegan lo mismo Algún árbol no es animal y *Algún animal no es árbol, lo cual en consecuencia impide la conversión. Aristóteles recurrió entonces a un nuevo procedimiento, que puede parecer sumamente enrevesado: examinar si de las premisas Todo hombre es animal (A, afirmativa, universal) y Algún árbol no es animal (O, negativa, particular) se puede o no determinar la conclusión: Algún árbol no es hombre. A premisas verdaderas subsigue una conclusión asimismo verdadera. Y para ver si una conclusión se puede inferir o no a partir de unas determinadas premisas, basta ver si ésta puede ser falsa o no, cuando las premisas sean verdaderas. Si fuese falsa la conclusión Algún árbol no es hombre cuando las premisas son verdaderas, su contradictoria Todo árbol es hombre sería verdadera cuando las premisas son verdaderas. Llegado a este punto, Aristóteles advierte que ante la contradictoria verdadera Todo árbol es hombre y la primera premisa Todo hombre es animal, puede alcanzarse el silogismo bArbArA de la primera figura: Todo hombre es animal / Todo árbol es hombre —la consonante inicial b de bArOcO indica esta relación con bArbArA, y la c, en posición no inicial, la sustitución de la premisa por la contradictoria de la conclusión—, por lo tanto Todo árbol es animal, conclusión que contradice a la premisa original sustituida Algún árbol no es animal, la cual se supuso verdadera. Según la hipótesis de Aristóteles, basada en el hecho de que la conclusión de bArOcO pudiese ser falsa cuando las premisas son verdaderas, supondría una contradicción, por lo que no puede ser falsa, y tiene que ser verdadera. Y esto lo hace recurriendo al silogismo bArbArA, pero no por conversión —o, lo que es igual, intercambiando las funciones de sujeto y predicado en las premisas—, sino mediante un mecanismo bastante más complejo, que entraña, primero, el cambio de la conclusión por su contradictoria; después, la sustitución de una de las premisas, por esa contradictoria de la conclusión, para, por último, concluir la contradictoria de la premisa sustituida (procedimiento denominado "reducción por imposible").

Todo lo anterior hizo presuponer la complejidad silogística, y a lo que en particular el modo de la segunda figura se refiere, fue razón suficiente de las argumentaciones sostenidas e incontestablemente asentadas durante largo tiempo en torno a la invención terminológica. Esto es, una suposición de identidad de aquella modalidad del silogismo y lo que el símbolo de lo barroco representaba: expresión ridícula, confusa, alambicada, estrambótica, etc. A ello se refiere Croce cuando en 1929 recuerda la argumentación escolástica “in barocco” y así lo explicaron, ya mediado el siglo, Carlo Calcaterra y el profesor de la Universidad de Torino, Giovanni Getto17. Ahora bien, si probablemente la complejidad del procedimiento empleado para la justificación del silogismo bArOcO pudo adquirir un cierto valor de símbolo de aquellos raciocinios silogísticos, si acaso contribuyó a la connotación peyorativa del término y, en consecuencia, de la categoría estética que designaba, lo hizo más bien en cuanto símbolo de la teoría silogística en su conjunto, de una doctrina que, a la luz de la crítica de los humanistas a la tradición escolástica, fue considerada incapaz de servir al descubrimiento de nuevas verdades 18. La especial incidencia en el ámbito romanístico de esta presumible génesis, tuvo en la práctica un considerable volumen de ineficacia basada en la carencia de un soporte teórico convincente y, por lo general, reducida al propósito de reconstrucción histórica a través de la repetición anatematizada de lo ya dicho sin reparar en los prejuicios resultantes de identificar a lo barroco una entidad connotada peyorativamente. Porque lo cierto es que no existe inconsistencia alguna en el proceder silogístico y que la complejidad, común a todos los silogismos, en absoluto es característica propia del modo bArOcO —si exceptuamos el hecho de que a éste no se le puedan aplicar procedimientos más simples contrariamente a lo que ocurrre en otros modos—, ni exclusivo es el problema que en él se plantea, desde luego idéntico a la fórmula bOcArdO, que Aristóteles abordó entre los casos de la tercera figura; como tampoco representa bastardía, ridiculez e imperfección mental. Otra cosa muy distinta es que el uso por derivación del término se extendiera irremediablemente a algunas expresiones de sesgo mordaz que censuraban posturas diletantes y extremadamente formalistas en el juicio, o que aludían a situaciones de extrañeza y en cierta manera sorprendentes19.

Si la acepción de barroco en sentido figurado la asumió la Academie Française, según vimos, con el fin de calificar una materia de irregular, extravagante y extraña, muy pronto estas adjetivaciones se concentraron en la noción de ‘extravagancia’, aplicada a la arquitectura. De ahí, la palabra francesa bizarre —documentada con referencia a la arquitectura en la Encyclopédie méthodique (1788) y en el Dictionnaire historique d’architecture (1832), ambos de Quatremère de Quincy— y la italiana stravaganza, a las cuales vino a sumarse el significado de ‘extrañeza’ que contienen las españolas bizarro y bizarría: en su dimensión hiperbólica todas ellas traducían lo barroco. En Italia adopta esta noción “francesa” en la segunda mitad del siglo XVIII; de hecho, se encuentra en el Dizionario delle belle arti del disegno (1797), de Francesco Milizia, como “il superlativo de bizarre, l’ecceso del ridicolo” aduciendo como prueba representativa las producciones de Borromini, Guarini y Andrea da Pozzo. Anteriormente, en 1752, a partir de un estudio de los estilos musicales de los violinistas Jean-Baptiste Anet (1676-1755) y Jean Pierre Guignon (1702-1774), el filósofo francés Noël-Antoine Pluche (1688-1761) había observado el contraste entre la música melodiosa del primero, cargada de un lirismo natural y ajena al artificio, y la musique barroque, a través de la cual el segundo transmitía una estridente sorpresa y sonoridad, comparable al laborioso empeño de arrancar las perlas barrocas de las profundidades marinas, cuando más sencillo resultaría buscar diamantes en la tierra. Años más tarde, después de haber atendido el encargo de Diderot para que completase en la Encyclopedie los artículos referentes a la música, Jean-Jacques Rousseau decidió revisarlos y ordenarlos en su Dictionnaire de musique (1767). Allí bajo el lema ‘Baroque’, define la música de tal manera caracterizada como aquella “dont l'Harmonie est confuse, chargée de Modulations & Dissonances, le Chant dur & peu naturel, l'Intonation difficile, le Mouvement contraint”; y, después de atribuir supuestamente la paternidad del término a los lógicos, añade: “Il y a dans chaque Nation des tours de Chant triviaux & usés, dans lesquels les mauvais Musiciens retombent sans cessé ; il y en a de baroques qu'on n'use jamais, parce que le Public les rebute toujours”20.

En cuanto a España se refiere, en 1960 Sánchez Cantón atribuyó el primer uso de los adjetivos barroco y barroquismo al tratadista de arte José Poveda (Memoria para la historia de la Real Academia de Bellas Artes en España, 1867), uso idéntico, aplicado concretamente al mal gusto, que hace el salmantino Modesto Falcón (Salamanca artística y monumental o descripción de sus principales monumentos, 1867)21. A finales del siglo XIX parece ser que hubo un desplazamiento del sentido negativo que encerraba la noción de lo barroco, —aunque sigue manteniéndose en el ámbito de la crítica de arte y excepcionalmente librado de su connotación primera (así Pedro de Madrazo, 1884) —, para concentrar el significado despectivo en el marbete churrigueresco, por alusión a Churriguera, palabra mediante la cual se pretendía traducir mejor el carácter hiperbólico del barroquismo. A lo largo de la época decimonónica persistió, cierto es, la apreciación normalizada del pésimo gusto barroquizante, si bien, como ha señalado Emilio Orozco, algunos novelistas de entonces se permitieron excepcionalmente contravenirla mediante “salvedades y elogios en concreto de algunas obras o de determinados rasgos y manifestaciones de estilo”22.

De lo expuesto hasta aquí, se podrá observar, entre otras cosas, que la génesis del término fue objeto de una amplia indagación, constreñida, por lo general, a conjeturas y dataciones dudosas sobre las que se construyó un legado de opiniones más o menos eruditas que se arrogaron la primera normalización conceptual de lo barroco. Incluso, a la luz de los documentos aducibles, pudiera cuestionarse la muy difundida precedencia de la palabra lusitana respecto de la que la escolástica medieval empleó para dar nombre a un modo de silogismo. En realidad, seguramente en el origen y desarrollo terminológico se produjo un entramado de significaciones próximas, de acepciones que, en sentido propio o figurado, designaban un mismo concepto peyorativamente connotado. Así y por diversas razones —contaminación semántica, homonimia o proximidad eufónica de las respectivas lexías en las lenguas románicas (Barroco, Barocco, Baroque, Barock...)—, el término fue afianzándose a través de la adjetivación, hoy bastarda, en la que confluyeron progresivamente la imperfección de la perla de ultramar y la complejidad del silogismo, lo raro o bizarre en cualquier materia y la docta apreciación que mediante el vocablo identificaba la corrupción del gusto en el arte figurativo23. Si los responsables directamente concernidos no tuvieron conciencia de que sus manifestaciones barrocas estaban definiendo una época transgresora del equilibrio renacentista hasta entonces imperante, tampoco atentaron contra el clasicismo ni plantearon la tradicional querella entre antiguos y modernos que los hubiera situado en una radical posición reivindicadora de su propio pensamiento; por contra, algunos críticos que subsiguieron al período reconocido como Barroco redundaron un siglo después en la noción denigrante referida específicamente a la expresión artística.

Hacia la ideación del barroco. El eon d'Orsiano.

Entre los primeros teóricos en acercarse al estilo arquitectónico cuya preponderancia progresiva era constatable en Occidente desde finales del XVI, el alemán Jacob Burckhardt, en su obra Cicerone (1855), caracterizó el Barock como un dialecto renacentista vuelto al estado silvestre —“Verwilderter Dialekt der Renaissance”—; con ello, no sólo atrajo la atención sobre un estilo desprestigiado por los neoclásicos y que él mismo denostaba conceptuándolo en tanto que expresión decadente y pervertida del Renacimiento, sino que además —y en esto el estudio de Burckhardt tiene capital importancia— abonó el terreno de la polémica acerca de las relaciones entre Renacimiento y Barroco. El estigmatizado término alcanzaba de tal modo una nueva dimensión, que hizo observar Nietzche percibiendo sagazmente, por lo demás, que se producía un cambio de mentalidad al respecto en su época. Otra perspectiva comparatista, pero con conclusiones que prefiguraron la primera reivindicación del barroco artístico, fue desarrollada por Heinrich Wölfflin en Renacimiento y Barroco (Renaissance und Barock, 1888) y asumida, años después, en Conceptos fundamentales en la historia del Arte (Kunstgeschichtliche Grundbegriffe, 1915) dentro de un proyecto centrado fundamentalmente en la literatura y tendente a establecer la diferencia por contraste entre aquellos dos estilos, Renacimiento y Barroco. En Wölfflin comenzaba, en efecto, la deuda del Barroco con la filología moderna alemana —como deuda fue la contraída concretamente por el barroco español, entre otros asuntos filológicos, sobreentendida pero nunca suficientemente expresa—, y también llegaba a término el problema terminológico mediante la acuñación técnica definitiva entre los romanistas germanos y los demás que la difundieron24. La preocupación de los estudios literarios de base comparatista supuso, de hecho, que se planteara de manera eficiente las relaciones existentes entre el Renacimiento y el estilo que, surgido en el período de la Contrarreforma, vino a comprenderse en su apropiada significación de ideal contrario a aquél y alejado de cualquier aspecto de degradación decadente o corrupción patológica del canon clasicista. Subsidariamente, procedía entonces responder al problema cronológico de su vigencia y a caracterizarlo dentro de la historia de la cultura en tanto que categoría periodológica, configurada mediante el desarrollo de sucesivas subcategorías estéticas que, en su particularidad artística y nacional —e incluso terminológica—, fueron asunto de un dilatado debate igualmente no exento de controversia.

Es suficiente sabido que Wölfflin orientó su reflexión hacia la respectiva especificidad de ambos estilos confrontando sus rasgos formales —esencialmente a partir del estudio contrastivo entre el Orlando furioso (1536), de Ludovico Ariosto, y la Gerusalemme liberata, (1575), de Torquato Tasso—, y pudo determinar, como conclusión más general, unos principios reguladores de la historia del arte. Desde entonces fue cobrando consistencia la interpretación de lo barroco como un estilo de época y como constante histórica, si bien ambos presupuestos estuvieron fundamentados en concepciones muy distintas. Indudablemente es Benedetto Croce el primer pensador en admitir de manera explícita merced a una visión comparatista entre las artes la pertinencia de una época seiscentesca en Italia, definida como categoría estética periodológica —età barocca— y que cabía comprenderse recurrente a lo largo del tiempo y en todos los lugares. En Storia della età Barocca in Italia. Pensiero, Poesia e letteratura. Vita morale persiste, empero, la apreciación condenatoria del Barroco, arguyendo su desmedida contorsión y decadencia expresiva, llegando incluso a negarle su condición de arte.

De notoria influencia posterior y ciertamente asumibles en lo esencial son, en cambio, las tesis de Eugeni d’Ors, expuestas en diversas ocasiones antes de su conocido y logrado ensayo “La querella de lo barroco en Pontigny”, recogido en Du baroque (1935). Este trabajo, de cuya idea central ha querido verse precedencia en el pensamiento wölffliniano y en “un artículo de Arthur Hübscher referente al barroco como expresión de un sentimiento contrastado de la vida (Euphorion, t. XXIV, 1922)”25, supuso el corolario de la inquietud europea que suscitaba el Barroco en los primeros decenios del siglo XX26. De ello dejó constancia el propio D’Ors27:

El teatro de su manifestación primera fue la vieja Abadía cisterciense de Pontigny, donde entre 1920 y 1930, se continuó la institución de unas “Décadas” coloquiales, que reunían, para la discusión de temas ideológicos a personalidades internacionales estudiosas. La discusión acerca de lo Barroco fue viva. Lo que sorprendió a muchos fue el nuevo tratamiento del problema basado, no en una historia empírica, en que los acontecimientos humanos son tomados como sucesivos fenómenos fortuitos, sino en una concepción en que, entre los fenómenos, o por debajo de ellos, estudia la historia unas “constantes”, a las cuales un criterio realista, no ya nominalista, considera como dotadas de objetiva entidad.

Atrás quedaban las nociones despectivamente negativas del término: aunque en España todavía tendrían que transcurrir algunos años hasta que la rehabilitación de las manifestaciones barrocas fuera un hecho generalizado, comenzaba a carecer de sentido atribuir un componente peyorativo al exceso ornamental del estilo arquitectónico denominado borrominesco y churrigueresco, del mismo modo que, por ejemplo, el Góngora y el Gongorismo, vilependiados antes por Menéndez Pelayo y Unamuno28, se erigirán como estandarte de la recuperación de lo barroco. Si, a diferencia de toda la romanística alemana, el crítico René Wellek fue incapaz de ocultar el odio personal contra España para ponerse en evidencia a través de su propósito de eliminar premeditadamente la invención del pensamiento español en el Barroco —el silencio suyo en torno a Gracián es especialmente significativo—, no extraña que pretendiera descalificar la obra de D’Ors dejándola huérfana de comentario y tachándola precisamente con el tópico anacrónico de las artes figurativas barrocas: “extravagante”29.

Aunque es sobradamente conocida, no será inoportuno recordar aquí de manera breve la original teoría histórico-artística que construyó el filósofo catalán30: de sus observaciones sobre el Barroco y el barroquismo concluyó, en primer lugar, que un momento del renacimiento italiano se había producido un cambio de valores estéticos en el Arte, coincidente cronológicamente con la violentación de los moldes y preceptivas bien aquilatadas en la España renacentista; por otro lado, advirtió que frente a la extendida idea de la decadencia artística debida a la fractura del equilibrio, ponderación de las formas y disciplina clásicas, el barroco histórico había subrayado la conciencia del individalismo y en modo alguno cabía interpretarlo como prolongación del Renacimiento; por último, desarrollando los argumentos wölfflinianos definidores de las categorías conceptuales renacentistas y barrocas, D’Ors fue más lejos al proponer que esa dualidad de respectivas particularidades podía aplicarse traslaticiamente, de modo “sobretemporal”, a otros momentos de la historia. Y ello, porque, en realidad, el barroquismo, en tanto que estilo y espíritu de lo disperso frente a la unidad del Clasicismo, era para él una constante humana, una categoría estética recurrente a lo largo del tiempo histórico-artístico, un eón. Para el pensador catalán la reformulación de la categoría de lo barroco ha de ser juzgada en tanto que proceso creativo que se manifiesta a través de múltiples variedades. Estaba persuadido de la capacidad de ese estilo de cultura para “renacer y traducir la misma inspiración en formas nuevas, sin necesidad de copiarse a sí mismo servilmente”31.

Desde este supuesto, y en el caso que aquí directamente nos concierne, elaboró un amplio entramado de modalidades barrocas procediendo a la distinción dicotómica entre el “género común a series variadas de conocimientos históricos, más o menos alejados cronológicamente entre sí” (el eón), y la especie, que constituye las especificidades de aquél32. De manera que al género Barocchus pertenece una serie de especies, que D’Ors clasifica y describe, no sin antes precisar, primero, la imposibilidad de repertoriar íntegramente dichas especialidades y su factible ampliación futura; segundo, que a algunas cabría juzgarlas como variedades de una especie concreta y a otras dentro de la categoría del subgénero; y, por último, que la nómina se presenta independientemente de si unas generaron otras mediante evolución. Así pues, comienza distinguiendo los marbetes de Barocchus pristinus y archaicus, con los cuales han de comprenderse respectivamente la época prehistórica y la de las civilizaciones cretenses y micénicas —cuya expresión recuerda cierto parentesco con la arquitectura gótica y la decoración fin de siècle—, además de la del Oriente antiguo. El Barocchus macedonicus remite cronológicamente al tiempo anterior a Alejandro, tras el cual se manifiesta el Barocchus alexandrinus, “una de las horas en la historia de la humanidad más análogas, tanto por la idea como por el estilo, a la dibujada en la cultura por los siglos XVII y XVIII”, y que es estilo ligado al Barocchus romanus, el cual se extendió por Oriente hasta confundirse con el buddhicchus. Entre ambas manifestaciones, aquella de la Roma imperial y ésta, más lejana, existió una corriente en contingencia con el pelagianismo, Barocchus pelagianus, antedecente del modelo cultural del estilo jesuita. Un segundo bloque de la distinción d’orsiana lo conforman las especies del Barocchus franciscanus, evocador del búdico, el Manuelinus portugués y el gothicus. Este último no es otro que el del gótico florido, de ornamentacion sobrecargada como la de sutil brocado del estilo plateresco, Barocchus orificensis, que en absoluto debe considerarse como “una variedad local del estilo clásico renacentista”, del mismo modo que, según explicita D’Ors, tampoco es nacional y único el Manuelino, contrariamente a la extendida idea que suele explicarlo. Más complejo resulta el discernimiento del Barocchus nordicus mediante el cual pretende insertar contiguamente dentro del género “una inspiración oceánica y extremo-orientalizante” y la “corriente espiritual luterana”, que tuvo en Rembrandt su máximo exponente. Prosiguiendo en su propósito totalizador, da cuenta del Barocchus palladinus, propio de la arquitectura de Palladio, particularidad mezclada y confundida con el rupestris: “estilo ‘grotesco’ (de grotta, la gruta) o ‘rocoso’ (rocailleux), especie muy curiosa, caracterizada por una fuerte dosis de naturalismo rústico y literal”, que caracterizó la Italia y la Francia de María de Médicis. Apostilla D’Ors que la crítica alemana ha calificado de manieristas sus representaciones, lo cual permite incoporar la particularidad del Barocchus Maniera. A este sucede en el tiempo el Barocchus Rococó: “al mismo pertenece, en primer lugar, el ‘estilo Luis XV’ francés”. A partir de la pintura de Caravaggio y por medio de la original obra tanto de Borromini, Della Porta y Bernini, como de la arquitectura hispana de Churriguera, hasta alcanzar su momento final en los lienzos venecianos (verbigracia, Tiépolo), se desarrolló el Barocchus tridentinus del estilo jesuita, por medio del cual se quiso comprender impropiamente la generalidad barroca. Una variedad de este barroquismo se constituye en el llamado “arte colonial” americano, que, a su vez cabe entroncarse con las especies autóctonas antiguas, del priscinus o del archaicus. En la especie tridentina pueden observarse determinados antecedentes del posterior Barocchus romanticus, al que siguen la considerada expresión modernista o decadente, el finisaecularis, representada por Wagner, Rodin, Rimbaud, Bergson, Lautréamont, etc., y el posteabellicus de principios del siglo XX cuya agonía detecta D’Ors en el tiempo cuando escribe su ensayo. Para terminar, el crítico toma en consideración dos últimas especies barrocas de gran amplitud: la primera, Barocchus vulgaris, comprendería aquellos fenómenos del arte popular y del folclore, no sólo circunscritos a los siglos XVII y XVIII y cuyos ejemplos se extienden desde la música a las costumbres y tradiciones vernáculas, sino que también “responde por lo menos a las formas de ese paganismo incorregible que prolonga y perpetúa la inspiración de la naturaleza y de la Prehistoria, a través de cuanto lleva el sello de lo Barroco”; la segunda variedad la representaría el Barocchus officinalis, identificado con las expresiones localistas y pintorescas, o que encuentran en ellas un objeto de referencia, desarrolladas con posterioridad al romanticismo.

En coetaneidad con Eugeni D’Ors, el francés Henri Focillon procedió a un nuevo acercamiento al Barroco partiendo de una definición biologista de los estilos. En Vie des formes (1934) hizo notar que las formas plásticas son equiparables al movimiento de la vida en su constante renovación o metamorfosis. Con sus características formales el estilo puede coexistir con otros estilos, independientemente del lugar en el que se configuren33, y describe en sí mismo el desarrollo de un conjunto de formas donde la armonía mantiene una evolución de preponderancia o decadencia. El teórico francés advirtió en todos los estilos tres fases sucesivas: la barroca supondría un momento final resuelto en la exuberancia y lo sobrecargado, después de un período experimental o arcaico —al margen de la acepción positiva o negativa del término— en el cual el estilo busca su propia definición, es decir, regenerarse a partir del modelo precedente, y otro de superación y asentamiento. De tal modo, lo barroco afectaría a toda las épocas o, lo que es lo mismo, cada estilo tiene su propia expresión barroca y, en tanto que evolución natural del clasicismo renacentista, el Barroco histórico no la representa consiguientemente en exclusividad, aunque el término se emplee de manera preferente para designarlo.

La noción crítica del Barroco se prolongó dialécticamente a través de un dilatado interés por sus formas y manifestaciones artísticas, en cuyo extremo conceptual negativo cabe señalar la teoría de Croce, según se ha visto, y que, en el lado opuesto, rehabilitaron las especulaciones metahistóricas anteriormente mencionadas, además de los estudios de historiadores del arte alemanes —entre otros, el temprano de Otto Schubert (Historia del Barroco en España, 1909)—, y otros de gran mérito acerca de variadas cuestiones culturales y literarias relacionadas con aquella estética nueva hasta entonces tan denigrada. En un brillante trabajo a propósito del creciente interés europeo con posterioridad a la animadversión neoclásica concluyó Luciano Anceschi 34:

Conscientemente, en toda Europa hubo una serie de investigaciones paralelas, y dados los numerosos contactos entre las diversas culturas nacionales, contactos amplios y fecundos, se puede incluso hablar de una serie de búsquedas comunes, tanto en la literatura como en las artes, pudiendo observarse que tal conjunto de búsquedas mantuvo una actividad destacadísima tanto en la poesía como en el arte: pensemos en Inglaterra, en España, en Francia, en su entusiasmo cultural en este siglo; en Italia (sobre todo en la música, las artes figurativas, la ciencia, la filosofía); en Alemania (especialmente en la música), en los Países Bajos; incluso en América del Sur, sobre todo en Brasil.

Ciertamente, el uso crítico se aplicó al examen de la variada problemática que presentaba el Barroco histórico en tanto que período de transformación muy relevante en el pensamiento y en la práctica artísticos: su delimitación cronológica con dependencia del espacio geográfico en el que se desarrolló35, sus particularidades estilísticas, las razones histórico-culturales que lo identificaron como arte de la Contrarreforma y como impulso artístico por influencia jesuítica, la búsqueda de las relaciones existentes entre las artes, su articulación periodológica interna y las concretas resoluciones artísticas que en su conjunto lo caracterizan, etc.

Concreciones europeas del barroco

No es éste lugar, naturalmente, para realizar una exposición detallada de todos estos asuntos; conforme al propósito de estas páginas, me limitaré a una síntesis de las cuestiones terminológicas relativas a determinadas corrientes u orientaciones estéticas del Barroco europeo. En este sentido, al margen de las concreciones nacionales específicas y de los múltiples factores de carácter histórico y cultural que determinan la originalidad barroca, convendrá hacer constar, en primer lugar, cómo las doctrinas y poéticas de aquel tiempo (Culteranismo, Gongorismo, Conceptismo en España; el Eufuismo inglés, el Marinismo italiano...) presentan elementos comunes en todos los países. En segundo lugar, ha de tenerse en cuenta que algunas de estas poéticas tuvieron en su origen una valoración despreciativa, al igual que la noción general del Barroco, si bien en su época dicha apreciación fue contrarrestada por algunos defensores —el caso del Gongorismo es especialmente significativo y revelador de la controversia, según se verá—, y aquéllas hubieron de esperar su reivindicación definitiva hasta el primer tercio del siglo XX.

La controversia acerca de los valores barrocos, interpretables como innovación radicalmente rupturista o, por el contrario, de decadencia respecto del equilibrio clasicista del precedente Renacimiento, dio origen a las suposiciones en torno a la acotación cronológica del Barroco histórico y sobre cuál fue la implantación del barroquismo en Europa. Dejando a un lado los argumentos a favor de establecer el saqueo de Roma (1527) como fecha de su comienzo y el de su fin coincidente con la expresión agónicamente barroca que representa, en idea y terminología muy extendidas, el Rococó (1760-1770), interesa recordar el empleo de la palabra Manierismo para designar periodológicamente, y sin oculta utilidad historiográfica aplicado en su génesis a las artes figurativas italianas, el tiempo de transición entre el Renacimiento y el Barroco. En su primera acepción tampoco escapó este marbete al juicio peyorativo. En la diversidad de la manera convergían las inéditas voluntades individualistas de un nuevo experimentalismo artístico sustentado especialmente en el refinamiento extremo, el decoro y la atrevida elegancia ornamental. Otra cosa muy distinta es que el término pueda extrapolarse a otros países occidentales, que, por otra parte, encontraron rótulos más acordes con su espíritu nacional —éste será el caso, por ejemplo, del arte manuelino portugués— a fin de acotar aquel período ecléctico; o que incluso, como hiciera Curtius36, se proponga como rótulo sustitutorio al de Barroco. En el otro extremo, el Rococó —cuya etimología remite al francés rocaille: en la jerga de los talleres se aplicó al arte decorativo— presenta asimismo problemas terminológicos insoslayables. Mientras que en Francia a su rechazo contribuyó la fonética de una palabra que en el siglo XIX se fue acomodando al registro familiar o vulgar y que mantiene todavía las connotaciones de anacronismo y ridiculez, en Alemania, desde luego para mayor complejidad, llegan a emplearse como sinónimos los nombres Barockzeit  y Rokokozeit. En efecto, los alemanes fueron los primeros en introducir el término en la historia del arte: aunque ni Wölfflin (1888) ni Gurlitt (Die Geschichte des Barockstiles, des Rokoko und des Klassizismus, 1889) lo diferencian del Barroco, Lieb y Hager, por el contrario, lo adoptan a principios del siglo XX identificándolo con el Spätbarock, iniciado con posterioridad a 1730; pero no es hasta mediados del pasado siglo cuando Hans Sedlmayr (Epochen und Werke. Gesammelte Schriften zur Kunstgeschichte, 1959) establece las bases para considerarlo categorialmente como un estilo autónomo desarrollado entre el Barroco y el Neoclasicismo. Un estilo que, si perteneciente en su origen al ámbito de las artes figurativas del barroquismo tardío, no es ajeno tampoco al de la música que se desarrolló entre la expresión barroca de Bach y el clasicismo de Mozart a través del llamado estilo galante y el rococo sensible. No deja de ser curiosamente significativo que años después recurran al término Tchaïkovski (Variations sur un thème rococo, 1876) y, a modo de homenaje, Florent Schmitt (Suite en rocaille, 1934). 

Los intentos de reconstrucción y resolución del problema terminológico relativo al Barroco y a sus diversas expresiones especiales, pone en evidencia la complejidad del análisis de un objeto adscrito indistintamente al Arte y a la Literatura. Por otra parte, la dificultad no es menor cuando, considerando que el Barroco fue un fundamento estético generalizado en Europa, se trata de examinar la recepción que, referido a la literatura, tuvo el término en los distintos países y la poética o poéticas que determinan ese particular barroquismo en cada uno de ellos. Sabemos que la traslación primera del término barroco a la literatura correspondió a la romanística germana y como tal ya se documenta perfectamente asentado a principios de los años veinte37, antes de ser transferido con diversa fortuna a otros países38. Contrariamente a lo que en un principio expuso R. Wellek, Francia no rechazó la utilización del adjetivo barroque en la literatura. Más cierto es que mostró una cierta reticencia a emplearlo, cautela o prejuicio nominalista que han persistido circunstancialmente hasta nuestros días. Sin duda bajo esta actitud subyacía un sólido anclaje en la tradición clasicista, en los intocables modelos del siglo de Louis XIV, ligado al espíritu racionalista y a la preceptiva de la clarté. No obstante, la mirada recelosa ante el barroquismo ampliamente extendido por Europa, de cuya práctica literaria tampoco estuvo ausente la misma Francia, fue convirtiéndose en guiño cómplice ante el descubrimiento de lo barroco o por la necesidad de atender a través de su noción “una nueva situación de la cultura francesa contemporánea, que exige una literatura distinta de la tradicional, que descubre en el pasado nuevos valores, pero que evidencia también una riqueza imprevista en tal pasado, que garantiza y sostiene la novedad de una lectura distinta rica de hallazgos”39. Se hizo notar consecuentemente un hibridismo de las formas clásicas y barrocas, lo cual vendría a significar, cuando menos, la no restricción del barroque francés a la préciosité. La poética barroca francesa, que sustancialmente basó su razón de ser en la ingeniosidad verbal, en las posibilidades de la ironía, en el enriquecimiento del lenguaje mediante la asunción del legado grecolatino y el de su propia tradición, en la renovación de los géneros y de los patrones métricos, en el esprit de finesse, en un discurso elaborado convergente con la música, etc., encontró el soporte teórico necesario, de índole programática, mediado el siglo XVI —entre las controversias sobre el modelo que debía orientar al trabajo poético: así Thomas Sébillet (1512-1583), autor de la preceptiva L’Art poétique français (1548), de la que partió Joachim du Bellay (1522-1560) para escribir su Défense de la langue Française (1549)—, y tuvo en Pierre de Ronsard (Abrégé, 1565) el mentor de una doctrina que contó con la fidelidad práctica de los poetas de la Pléiade 40.

En lo que concierne a Inglaterra, la noción del wit —equiparable a las españolas “agudeza” e “ingenio”— remite a un concepto estético que reagrupa sustancialmente las poéticas barrocas del Eufuismo (Euphuism) y de la poesía metafísica. El profesor de la Universidad de Bolonia, Luciano Anceschi, que ha dedicado un extenso ensayo a la relevantísima significación del wit inglés (Da Bacone a Kant, 1972), escribe a propósito del origen de este término: “la palabra wit (señalemos el alemán Witz y la forma húngara wicc, de evidente influencia alemana) es ciertamente de origen germánico. Todos los más autorizados repertorios etimológicos dan un originario gótico Witan = conocer, que tendría raíz común con el latino videre y el griego οίδα; para la oscilación semántica de wit entre prudencia, ingenio, intelecto, fantasía, sentido, véase la voz wit en el New English Dictionary of Historical Principles41. La concreción de la poética barroca inglesa se resolverá en un primer momento a través de las novelas de John Lyly (1554-1606), Euphues. The Anatomy of wit (1978) y Euphues and his England (1580), compuestas mediante un proceso de hibridismo en el que concurren la prosa narrativa de marcada elaboración retórica y el ensayismo teórico-doctrinal donde especialmente se pondera la facultad beneficiosa del ingenio, así como a través del ensayo Apologie for Poetrie (1595) —escrito probablemente en 1581—, de Philip Sidney (1554-1586). Después de las reflexiones estéticas de los empiristas Bacon, Locke y Hobbes, la poetas metafísicos, especialmente John Donne (1572-1631) —autor, entre otras obras, de Poemas divinos (1607) y Sonetos sagrados (1618)—, Richard Crashaw (1613-1649) y Andrew Marvell (1621-1678), reflejaron en el verso las posibilidades expresivas del conceit, de la agudeza, del sugerente entramado de metáforas, que, en definitiva, hicieron de la poesía metaphysical en la Inglaterra del siglo XVII una escuela de notable influjo posterior.

Los críticos que se han ocupado de la significación que adquirió el barroco literario en Alemania coinciden en señalar, por una parte, su convergencia o analogía con las especificidades que en los países vecinos se resolvieron mediante las nuevas concepciones artísticas —y preceptivas— posrenacentistas; por otra, aquella transformación estética y de su desarrollo, circunscrito cronológicamente al siglo XVII y la primera mitad del XVIII, se vieron limitados por la fragmentación política del territorio. Situación que compartía con Italia, pero Alemania no pudo contar con un centro de la importancia de Florencia. Esta particularidad, acentuada por el absolutismo, dificultó notablemente la implantación del idioma alemán como lengua poética. Hasta fines del siglo XVII, era frecuente el uso del latín, y un autor como Leibniz redactó sus obras en francés. Martin Opitz (1597-1639) publica en 1624 su Buch von der deutschen poeterey. In welchem alle ihre eigenschafft vnd zuegehoer gruendtlich erzehlet vnd mit exempeln außgeführet wird (Libro de la poesía alemana, que cuenta todas sus características con numerosos ejemplos), principal obra poetológica en vigor hasta los principios del clasicismo a mediados del siglo XVIII, cuando Gottsched renueva el marco reflexivo del pensamiento estético. La particularidad del proceso barroco alemán radicó en la capacidad de asumir los influjos extranjeros y de incardinarlos en el sustrato que conformaba la asentada tradición mística propia. Su representante mayor fue Jakob Böhme (1575-1624), cuyos textos influyeron hasta en la filosofía y poética románticas42. Otro autor místico fue Johannes Scheffler (1624-1677), conocido como Angelus Silesius —nombre del que procede el término Silesianismo—, igualmente apreciado por los románticos, que influyó mucho en el pietismo protestante. Su obra más conocida es Der Cherubinische Wandersmann (El querubín peregrino), publicada en 167443. Aquí se oye sin duda el eco del traumatismo que provocó en Alemania la Guerra de los Treinta años. Cuando Walter Benjamín analiza en 1928 el drama barroco en su célebre estudio sobre el origen del “drama triste” alemán el Trauerspiel, diferenciable de la tragediatiene en mente esta experiencia histórica cuando discute a los autores mayores de esta corriente cuya temática principal es la Historia, en ruptura absoluta con la historia de la redención de estirpe cristiana44. Mención especial merecen Andreas Gryphius (1616-1664), autor también de varias comedias satíricas, y las tragedias sanguinarias no exentas de lujuria de Daniel Casper von Lohenstein (1635-1683), traductor de Gracián y, a su vez, novelista estimable (Arminius und Thusnelda). Sobre estas obras, definitivamente muy esquemáticas destaca, sin duda alguna, la novela picaresca de Jacob Christoffel von Grimmelshausen (1622-1676), Der abentheurliche Simplicissimus teutsch el Simplicissimus (El aventurero Simplicissimus alemán, 1668), otra obra redescubierta por Tieck, que ubica su relato precisamente en las circunstancias dramáticas de la Guerra de los Treinta años.

Si Croce estatuyó lo barroco como categoría estética del mal gusto, probablemente haya que buscar entre las razones primeras de su juicio el descrédito en el que tuvo a la poesía del Seicento italiano. De hecho, partiendo de la conocida concepción periodológica mediante la cual en Italia tradicionalmente se vertebra la historiografía en períodos temporales coincidentes con los de los siglos, el seicentismo literario fue definido por sus detractores como la tendencia al artificio, al preziosismo y a la bizzarria del siglo XVII, como la degenaración renacentista que encarnaron esencialmente el napolitano Giambattiste Marino (1569-1625) —autor, entre otras composiciones, de los veinte cantos del poema mitológico Adone (1623)— y sus seguidores, que la crítica reconoció como Marinismo. Así, De Sanctis escribe en el último tercio del siglo XIX refiriéndose al Seicento y a su poeta más representativo: “Il re del secolo, il gran maestro della parola, fu il cavalier Marino, onorato, festeggiato, pensionato, tenuto principe de poeti antichi e moderni, e non da plebe, ma de più chiari uomini di quel tempo. Dicesi che fu il corruttore del suo secolo. Piuttosto è lecito di dire che il secolo corruppe lui, o, per dire con più esattezza, non ci fu corrotti, nè corruttori. Il secolo era quello, e non potea esser altro, era una conseguenza necessaria di non meno necessarie premesse”45. De hecho, esta noción despreciativa quiso fundamentarse en la presumible decadencia artística de la Italia del Seicento, dilatada hasta la creación de la Academia romana de la Arcadia en 1690.

No le falta razón a Christophe Gonzalez cuando en su lograda síntesis del Barroco en Portugal recuerda que, si bien "entre 1630 y 1640 sus manifestaciones literarias se encuentran perfectamente arraigadas, no puede decirse lo mismo de las demás expresiones artísticas" 46. Qué duda cabe que la historia portuguesa coincide e incide sobremanera en el desarrollo artístico-literario del Barroco lusitano. En cuanto a lo que se refiere a las prácticas literarias, en un primer momento resulta imprescindible situar en lugar destacado a Rodríguez Lobo —autor ecléctico pues "estableció el enlace entre la lejana herencia del Renacimiento, el último Manierismo y los balbuceos del Barroco"47—, y al poeta de Idilios marítimos y rimas varias, publicadas en Lisboa en 1617, y del poema épico Herculeida, António Gómes de Oliveira. Al género poético de ese momento inicial barroco convendrá inscribir a António Alvares Soares con sus Rimas varias. La ortodoxia más singular propiamente barroca la encarnarán durante la tercera década del siglo el lisboeta António Barbosa Bacelar, Violante do Céu, António Fonseca Soares. Al jesuita António Viera, gran e influyente orador que compuso una copiosa y variada obra, y al militar de alta alcurnia Francisco Manuel de Melo, excelente poeta bilingüe en portugués y español, amigo epistolar de Quevedo y autor de Obras métricas, les corresponderá ocupar el frontispicio del Barroco lusitano por cuanto en sus producciones se adelantan y maceran de original manera los constituyentes estéticos específicamente barrocos. Al género poético se sumará como nueva muestra barroca la considerada "prosa de ideas", las modalidades prosísticas tanto la historiográfica como la religiosa y dentro de ésta los sermones, en especial los de António Vieira48.

Antes de detenernos en el Barroco histórico español en sus expresiones literarias de máxima significación, convendremos con el profesor Aullón de Haro que, al lado de "las proyecciones históricas occidentales y sus particularidades realizaciones" tendríamos que incluir la proyección eslava: "la consideración del barroco literario en los Países Eslavos constituye un elemento necesario a fin de poder hablar de Barroco europeo con pleno sentido"49, conforme demuestran los estudios compilados por la profesora de la Universidad de Milán Giovanna Brogi Bercoff en el volumen Il Barocco letterarionei Paesi Slavi 50.

El caso español: del sinsentido crítico a la rehabilitación

En lo que se refiere España, las manifestaciones barrocas en el ámbito del arte y de la literatura configuraron la influyente cultura de un país que se esforzó vanamente por mantener la hegemonía imperial y que en medio de una situación económica de grandes carencias y el final de la preponderancia internacional asistiría con el reinado del último de los Austrias a la decadencia y desintegración del imperio. Paradójicamente, este declive de las estructuras socio-políticas coincide con un momento extraordinariamente brillante de la letras españolas, despreciado con especial desinterés hasta el siglo pasado, y significativamente representativo de la categoría estética del Barroco a la cual, en su conjunto, se hizo responsable de la transmisión en Europa del pésimo gusto artístico. Si bien observamos el desarrollo de las concepciones desestimadoras y vindicativas de las modalidades literarias barrocas, convendrá discernir, por un lado, el amplio conjunto textual producido por la crítica y poética en su tiempo y, por otro, las inconsistentes reflexiones sobre las que se fundamentó en fechas contemporáneas la aptitud contraria a las doctrinas del llamado Siglo de Oro y se hizo, mediante distinciones impropias o confusa amalgama, el análisis de la variada expresión barroca; y ello, antes de alcanzar de manera progresiva su rehabilitación esencialmente de signo filológico.

La poética española del ingenio y su doctrina se articuló alrededor de las modalidades estilísticas representadas por el Conceptismo, el Culteranismo —o Cultismo— y, en referencia terminológica expresa a Luis de Góngora y a sus seguidores, por el Gongorismo. Estas denominaciones tampoco escaparon a los juicios viciados tan pronto como se acuñaron como manifestaciones del barroquismo literario. A las primeras erradas objeciones se incorporó la no menos inexacta de comprender el Conceptismo frente al Culteranismo llegando al extremo del despropósito al identificar aquél con Quevedo y éste con Góngora, o, peor aún, justificando una cuestión estética en razón de dos personalidades antagónicas.

El reduccionismo crítico consideró entonces la complejidad y la sutilidad refinada del pensamiento propias de la estética conceptista, atribuyéndolas a la prosa, y —retomando el tópico que durante largo tiempo encubrió lo verdadera significación de lo barroco— el artificio exageradamente recargado en la forma como especificidad de la culterana, que se entendía fenómeno exclusivo de la poesía. La falacia quedará suficientemente probada en varios estudios, entre los que sobresale el que precede a la edición de la Fábula de Polifemo y Galatea, de Alexander A. Parker (1977). El término culterano fue equiparado en su origen por Ximénez Patón a la herejía luterana y no exento de connotaciones de heterodoxia y extranjería quiso verse opuesto a la claridad conceptista del castellanismo tradicional, casticista. Estas posiciones despectivas, reacias a los neologismos y al sesgo latinizante de la poesía, se extendieron a la consideración del Gongorismo y a través de insultos o ingeniosas expresiones —“jerigóngora”, “gongorizar”...— con las que sectariamente se trataba de identificar.

En lo que concierne a la preceptiva literaria sobre el concepto, cuyo máximo y primer teorizador fue Baltasar Gracián —en Agudeza y arte de ingenio (1648): “un acto del entendimiento, que exprime las correspondencias entre los objetos”; es decir, el resultado de trazar un puente ingenioso entre dos realidades no sentidas como contiguas—, su fijación definitiva lo asoció a la agudeza verbal y a la conceptual, lo cual consecuentemente desterró la vieja idea que, entre otras consideraciones, oponía la oscuridad culterana, y gongorina, a la claridad conceptista; por otra parte, el particular hermetismo que se advirtió en los poetas “culteranos”, concretamente en Góngora, no radicaba en recuperar los recursos “oscuros” debidamente asentados en la clasicidad latina, en la tradición española y, como dije, en la literatura coetánea de otros países, sino en acumularlos51.

Uno de los componentes que permite relacionar las poéticas europeas del Barroco es, sin duda, el cultismo, con el que vino a sustituirse esencialmente al mal connotado Culteranismo. Su correcta y definitiva explicación referida a Luis de Góngora —en lo que concierne a sus modalidades léxicas y gramaticales— se debe a Dámaso Alonso52, completada años después por Robert Jammes con oportunas observaciones acerca de “lo más propiamente literario de la lengua gongorina”53, y hoy no tiene otra significación sino aquella que remite a “un movimiento de cultura poética extraordinariamente abierto, que ofrece una personal interpretación coherente de la realidad literaria desde la antigüedad hasta la época contemporánea. Hoy no se sabría reducirlo ya dentro de los límites de un juicio negativo, que encierra su sentido en rasgos de gratuita involución estilística, de tensión sintáctica artificiosa y abstracta, de sonoridad vacía en su alejamiento de la realidad, de preciosismos resueltos con violentas e injustificadas inserciones de latinismos”54.

No existe en la literatura un autor que haya provocado tanta controversia en torno a su obra como Góngora. Ya en su tiempo contribuyeron a una encendida polémica detractores y apologistas centrándose esencialmente en aspectos de inteligibilidad e innovación de sus poemas emblemáticos, las Soledades y la Fábula de Polifemo y Galatea, lo cual vino a probar, cuando menos, el estado del pensamiento del siglo XVII acerca del poeta, basado en un ideal estético que se presentó en radical oposición dialéctica, además del notorio desconcierto que supuso el verso del cordobés entre sus coetáneos. Hoy sabemos que el propio Góngora, consciente de su capacidad innovadoramente creativa y seguramente inducido por la prudencia, sometió en 1613 aquellas obras al “parecer” del helenista amigo suyo Pedro de Valencia, quien respondió censurándolas y provocando cierta contrariedad en el poeta, beneficiosa en definitiva, si de ella deducimos las posteriores correcciones realizadas por el autor55. Con posterioridad fueron apareciendo diversos escritos, advertencias y comentarios en defensa de las Soledades, que contribuyeron a radicalizar en cierta medida el sentimiento antigongorino subsiguiente y éste, a su vez, el de respuesta apologética. Los extremos de la polémica, —dejada a un lado la epistolar entre Lope de Vega y Góngora, estudiada con el rigor necesario por Emilio Orozco56—, se centraron esencialmente en las tesis vejatorias del muy difundido Antídoto, del sevillano Juan de Jáuregui, y en las de su réplica, Examen del Antídoto, de Francisco Fernández de Córdoba, Abad de Rute, ambos presumiblemente de 1616. Después se sumaron a la querella el Discurso poético (1624), del mismo Jáuregui, y de manera más tangencial y tardía el trabajo sobre Os Lusiadas de Camõens (1639), del portugués Manuel de Faria i Sousa; y en sentido inverso, los escritos de los comentaristas gongorinos: Pedro Díaz de Ribas (Discursos apologéticos), José de Pellicer (Lecciones solemnes..., 1630) y Salcedo Coronel (sucesivos comentarios de las Soledades, 1636, 1644, 1648). Indudablemente, a través de las objeciones críticas de sus detractores y las apologías de los comentaristas, el Gongorismo se convirtió en una poética innovadora para su tiempo, que fue capaz de trazar con gran amplitud una estética nueva en gran medida arraigada en la antigüedad clásica y cuyo componente esencial, el cultismo, formaba parte del importante sustrato de la tradición española.

Se recordará que Góngora llega a la centuria pasada, después de haber sido marginado al olvido, denostado y, en casos señalados, con gran déficit de valoración positiva. Téngase presente que la crítica romántica y la positivista decimonónica transmitieron la apreciación recelosamente desfavorable de los escritores áureos. Suele aludirse a Marcelino Menéndez Pelayo como paradigma de esta consideración negativa y, ciertamente, los juicios que reserva al autor de las Soledades en Historia de las ideas estéticas en España (1886) son tan extensos como de sesgado radicalismo. Pero en este parecer no fue único el filólogo santanderino. En el lector Valle-Inclán de 1927 se resquebrajaba el verso gongorino por causa de “un efecto desola­dor, lo más alejado de todo respeto literario. ¡Inaguantable! De una frialdad, de un rebuscamiento de precep­to”; en aquella misma fecha, Ortega y Gasset invitaba a “definir la gracia de Góngora, pero, a la vez su horror. Es maravilloso y es insoportable, titán y monstruo de feria: Polifemo y a veces sólo tuerto”; para el Luis Buñuel del despertar surrea­lis­ta el cordobés era “la bestia más inmunda que ha parido madre”; y , más próximo a nosotros, José María Valverde lo tilda de “gran poeta menor”57. En su trabajo sobre el resurgimiento de Góngora en el siglo XX, Elsa Dehennin atribuía el mérito del mismo a los críticos58, opinión corregida en la reseña al libro de la hispanista belga por la francesa Marie Laffran­que, quien, siguiendo seguramente un postula­do anterior de Gerardo Diego, lo consideraba debido a los poetas. Así las cosas, será preciso reconstruir brevemente la historia interna de la rehabilitación de Góngora, del Gongorismo y, en consecuencia, del Barroco histórico español.

La primera aproximación a Góngora singularmente significativa se debe a los hispanistas franceses de principios de siglo. Ocurrió una vez descubierto el manuscrito Chacón y gracias a las escuetas notas académicas de E. Mérimée en 1902, a los empeños de Lucien Paul Thomas por distinguir Gongorismo y Marinismo (1908-1912) y al repertorio bibliográ­fico gongorino realizado por R. Foulché-Delbosc en 1908. Sin embargo, estas críticas eruditas habían sido precedidas por el manifiesto interés de dos poetas posrománticos, Théophile Gautier y Paul Verlaine. Si existen dudas sobre si el primero pudo conocer el verso de Góngora —hecho, por lo demás poco extraño si consideramos su relación con Prosper Mérimée, su trabajo España (1845) y su estancia durante seis meses en el país—, lo cierto es que un texto de La Nature chez elle (1891) guarda ciertas similitudes con la escena final de la Segunda Soledad, y que el formalismo parnasiano, ­reaccionando contra el Hugo de Odes y el espíritu de Lamartine, estatuyó la autonomía de un arte sensorial mediante la complejidad técnica y la preeminencia del componente ­descriptivo, reservado a una minoría selecta, aspectos en absoluto contradictorios con el Gongorismo. En cuanto a Verlaine, hispanófilo de animo59 hasta el punto de firmar su primera obra con el seudónimo Pablo de Herlanes, supo del cordobés probablemente a través de José María de Heredia, se sintió atraido por la rareza de su lengua poética, antepuso significativamente al soneto “Lassitude”, de Poèmes saturniens, el conocido verso gongorino que cierra la Soledad primera —“a batallas de amor campo de plumas”—, y conservaba un libro de Góngora en su biblioteca personal.

Ningún escritor de lengua española sintió la necesidad de reivindi­car la obra de Góngora, tan sólo atrajo su poética. Ni siquiera Rubén Darío, menos exégeta gongorino que gongorista por vía fundamen­tal­mente intuitiva, pues fue la suya una reivindicación de simpatía o de adelantado homenaje al evocarlo en El canto errante (1907) , en la dedicatoria de un soneto y, unido a Verlaine, en un poema de Cantos de vida y esperanza (1905). Los simbolistas y modernistas vieron en el poeta cordobés el modelo de ser original, entre otras particularidades, la búsqueda de nuevos modos expresivos, el brillo de la ornamentación, las referencias estético-mitológicas. No extraña, por consigiente, que pronto se invocaran juntos los nombres de Góngora y Stéphane Mallarmé en estudios de diversa factura —Rémy de Gourmont (Promenades littéraires, 1912), Francis de Miomandre (1918) y Zdislas Milner (1920)—, e incluso en posteriores trabajos de orientación comparatista y notable mérito, entre los cuales conviene situar las aportaciones de Alfonso Reyes en lugar preferente60.

La primera tentativa reivindicadora española correspon­dió a la revista modernista Helios al interrogarse en 1903 sobre la vigencia del poeta proscrito, maldito —conforme apreciara Verlaine—, hasta entonces pésimamente editado por Rivadeneyra y ejemplo del mal gusto para manuales decimonónicos y críticos de cortas luces que identificaba al poeta con una "peste divina de la que conviene alejarse con respeto”61. Consistió el número de Helios en un modesto propósito de recuperación del poeta para la historiografía literaria y el pensamiento español. De la persecución teórica posterior en torno a Góngora puede hoy constatarse que la filología hispánica desempeñó un relevante papel tras las aportaciones de Dámaso Alonso: la edición de las Soledades (1927), aprovechando las anotaciones de los comentaristas Pellicer y Salcedo Coronel, y los libros, entre otros trabajos, La lengua poética de Góngora (1935) y Estudios y ensayos gongorinos (1955).

Sin embargo, la precedencia reevaluadora corresponde, sin la menor duda, a Alfonso Reyes, temprano estudioso de los comentaristas gongorinos, autor de Cuestiones gongorinas (1927) y editor del Polifemo (1923). Entre los precursores se encuentra asimismo Miguel Artigas, primer biógrafo del poeta (1925) y descubridor de nueva materia documental. Los filólogos de aquella primera época se convirtieron en comenta­ris­tas a la manera de los del siglo XVII, esencial­mente empeñados en explicar la urdimbre del estilo gongorino subrayando su originalidad, lejos de la obsesión que los exégetas coétaneos del autor traducían como búsqueda y refrendo de autoridad. Si en un primer momento se procuró editarlo dignamente desde la óptica filológica62, fueron los poetas quienes durante el que pudiéramos llamar bienio gongorino (1926-1927) enarbolaron la reivindicación desde distintos ángulos63, encubriendo en cierto modo el premeditado fin de notoriedad pública de su propia “generación” con ocasión del tricentenario de la muerte del poeta barroco por excelencia64. Desde entonces ha sido creciente y desigual el correctamente acuñado gongorismo crítico: en abundante número, los gongoristas del último tercio del siglo XX contribuyeron a la reevaluación definitiva del poeta, después de un breve período en el que quiso atenuarse la relevancia cobrada del cordobés, amparándose en interpretaciones tendentes a censurar la supuesta carencia en su obra de compromiso “humano”. Aunque no es éste lugar para reconstruir la trayectoria de la crítica gongorina —cosa, por otra parte, ya realizada por Emilio Orozco65 y, más recientemente, por Antonio Carreira en dos documentados y excelentes trabajos66—, subrayaré, no obstante, la importancia de los estudios centrados en problemas de ecdótica y, sobre todo, por ser aspecto significativo de la recuperación de Góngora, la de las ediciones españolas al cuidado de hispanistas extranjeros —el caso de Robert Jammes es paradigmático67— que, en definitiva, convierten al autor de las Soledades en autoridad textual.

Una última cuestión terminológica relacionada con la del Barroco surge a propósito del marbete Siglo de Oro. El sintagma, que en España es de uso frecuente y no ofrece ningún inconveniente en sinonimia con lo que se reconoce como Barroco histórico, a algún sector muy representativo del hispanismo francés de nuestros días le permite desembarazarse del incómodo barroco, noción ésta que dicho hispanismo suele invocar inoperante debido a las sistematizaciones abusivas —incluida la reprobada teoría d’orsiana— y a los paralelismos excesivamente aproximados que se han realizado entre la artes figurativas y la literatura que mediante ese término se designan. Hoy, cuando de explicitar una noción de estética general se trata, “il vaudrait mieux parler de barroquisme, et laisser baroque sa détermination historique”68.

Junto a la pretendida vaguedad terminológica del Barroco se ha pretextado, además, el hecho de que ningún escritor emplease ni el término ni otro sinónimo de éste para designarse de tal modo o para caracterizar su obra69. Un historiador de cierto prestigio en Francia, Bartolomé Benassar, abunda en esta idea a propósito del concepto de Siglo de Oro. En uno de sus trabajos (Un Siècle d’Or espagnol (Vers 1525-Vers 1648), 1982) mantiene que los contemporáneos no tuvieron conciencia de estar viviendo un siglo de oro, para seguidamente dilucidar el término sin originalidad mayor —si exceptuamos su alusión a la hegemonía de España en el mundo de esa época— que la de algunos diccionarios españoles al uso, verbigracia el de María Moliner70, que el propio investigador incluye entre otros y las enciclopedias que dan entrada a la expresión o que la ignoran, caso este último de la Enciclopedia Británica (1969), Grand Larousse Encyclopedique (1964). Como hizo notar Juan Manuel Rozas71, si es cierto que existieron referencias circunstanciales a un siglo de oro —inoportunas e insuficientes, no obstante, para justificar periodológicamente en su exacto sentido un período literario—, a través de ellas no puede deducirse una constatación de la conciencia que tuvieron los autores de pertenecer a un tiempo áureo. La locución quiso comprenderse en el siglo XVIII alusiva al período de esplendor cultural que caracterizó a las dos centurias precedentes; desde entonces ha conocido abundantes aproximaciones por parte de la crítica y su trayectoria a lo largo de la historia ha sido reconstruida con suficiencia: intentando dilucidar los límites cronológicos entre los que la terminología Siglo de Oro —o su improcedente forma plural Siglos de Oro72, o la variante Edad de Oro— ha de situarse dentro de la historiografía literaria española; exponiendo malinterpretadamente una teoría condenatoria del mismo; distinguiendo su concepción cultural —y política—, e incluso la partidista politización de su empleo, hasta llegar a la fijación definitiva del sintagma en tanto que concepto historiográfico; etc. Son algunas cuestiones ya ampliamente tratadas por los críticos, aquí tangenciales, y, por tanto, a los estudios existentes remito73.

Realizada la reconstrucción del problema terminológico del Barroco y elaborado el análisis tanto en torno al origen del marbete como a su recepción, variable ésta a lo largo del tiempo y particularmente connotada en los distintos países europeos en los que el término se asumió referido a las artes figurativas y a la literatura, y una vez presentadas las varias cuestiones que de la significación de lo barroco se derivan, además de las poéticas específicas en las que se resolvió, cabe concluir que el Barroco histórico y el barroquismo constituyen en sí mismos dos conceptos que aún hoy suscitan la reflexión y la polémica. El problema terminológico del Barroco extrañamente ha sido estudiado por partes, a menudo incompletas o sesgadas, y hay que asumirlo ciertamente en su totalidad. Y ello, desde luego, desde una óptica comparatista.

En todo caso, despojado definitivamente de sus anacrónicas acepciones y superado todo prejuicio, el Barroco ha alcanzado ya aquella otra significación, definitiva, que el cubano Severo Sarduy recordó a propósito del uso que con el transcurso de los años el término tuvo en los talleres de joyería: “...y más tarde, como desmintiendo ese carácter de objeto bruto, de materia basta, sin factura, barroco aparece entre los joyeros: invirtiendo su connotación primera, ya no designará más lo inmediato y natural, piedra o perla, sino lo elaborado y minucioso, lo cincelado, la aplicación del orfebre”74.

Notes

1 Me refiero al merecidísimo homenaje que aquí tributamos hoy al catedrático de literatura portuguesa de la Universidad de Toulouse, ayer conocida como del Mirail y que actualmente hace suyo el nombre del insigne socialista francés Jean Jaurès, mi buen colega y mejor amigo Christophe Gonzalez. Porque le ha alcanzado el tiempo de la "retreta", el de retirarse felizmente a horas y venturas jubilares. Estos mélanges en su honor al uso universitario han sido posibles merced a los desvelos de quien los reúne en la revista Reflexos, el profesor Marc Gruas, a quien no puedo menos que reiterar mi gratitud y afecto por invitarme a celebrar esta festividad científica. Los asuntos del Barroco y "sus enormes arrabales", de la Vanguardia española y del Modernismo brasileiro —aficiones que, además de la tauromaquia, nos unen—, fueron excusa para entretenernos a veces en pasillos mirailianos, en despachos académicos y en otros afanes de mayor calado. De ahí que, al ser Christophe especialista reconocido del Barroco lusitano, en esta oportunidad propicia haya optado yo por acercarme de nuevo a algunos aspectos del Barroco histórico y en merodear por el barroco literario español . Las páginas que siguen retoman, pues, y amplían la versión del capítulo "El Barroco y la cuestión terminológica", que publiqué en la voluminosa y muy completa obra titulada Barroco, al cuidado de su editor Pedro Aullón de Haro, Madrid, Verbum, 2004, pp. 59-94. Retour au texte

2 Pedro Aullón de Haro, ob. cit., p. 21. Retour au texte

3 Joan Corominas y José A. Pascual, Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, 6 vols., Madrid, Gredos, 1980-1983. Retour au texte

4 Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611), Madrid, Turner, 1979. El autor completa la entrada léxica citando la autoridad de Plinio y definiendo los vocablos ‘berrocal’ y ‘berrueco’: “Plinio, lib. 20, cap. 2: Ocimum misto attramento sutorio verrucas tollit. Berrocal, tierra áspera, y llena de berruecos, que son peñascales levantados e nalto, y de allí, entre las perlas ay unas mal proporcionadas, y por la similitud las llamaron berruecos”. Retour au texte

5 Joan Corominas y José A. Pascual, Ob. cit., p. 173, véase el lema “Berrueco o barrueco”. Retour au texte

6 Vid. Victor-Lucien Tapié, El Barroco (1961), Buenos Aires, EUDEBA, 1963, pp. 5-6. Por su parte, Helmut Hatzfeld da noticia del mismo García da Orta, autor de una Farmacología fechada en 1563 donde “se dice de esas perlas que son aljófares mal afeiçoados e não redondos”. Cfr. H. Hatzfeld, Estudios sobre el Barroco, Madrid, Gredos, 1964, p. 418. Retour au texte

7 “BARRUECO. Entre las perlas llaman 'barruecos' unas que son desiguales, y dijéronse así, cuasi berruecos, por la semejanza que tienen a las verrugas que salen a la cara”. En la entrada correspondiente a la lexia ‘berruga’ Covarrubias identifica asimismo ‘berruecos’ con los peñascales y con las perlas “mal proporcionadas”. Cfr. supra, nota 2. Retour au texte

8 Philip Butler, Classicisme et baroqe dans l’ouevre de Racine, Paris, Nizet, 1959. Retour au texte

9 Helmut Hatzfeld, Ob. cit., p. 418. Retour au texte

10 César Oudin, Thresor des deux langues françoise et espagnolle: Auquel est contenue l'explication de toutes les deux respectivement l'une par l'autre, Paris, Marc Orry, 1607; diez años después se imprimió en Colonia, en los talleres de Samuel Crespin. La voz ‘barrueco’ fue asimismo repertoriada por M. de Sejournant en Le dictionnaire espagnol, français, latin (1759). Retour au texte

11 Esteban de Terreros y Pando, Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes y sus correspondientes en las tres lenguas francesa, latina é italiana, Madrid, Imprenta de la Viuda de Ibarra, 1786. Existe edición facsímil, prologada por Manuel Alvar Ezquerra: Madrid, Arcos Libros, 1987. Retour au texte

12 Antoine Furetière, Dictionnaire universel contenant généralement tous les mots françois tant vieux que modernes, & les Termes de toutes les Sciences et des Arts, sçavoir …Le tout eqxtrait des plus excellens Auteurs anciens & modernes, Prefacio de Pierre Bayle, 3 vols., La Haye & Rotterdam, Arnout & Reinier Leers, 1690. Vid. la reproducción facsimilar, Paris, SLN-Le Robert, 1978. Retour au texte

13 “BAROQUE. ad. Se dit seulement des perles qui sont d'une rondeur fort imparfaite. Un collier de perles baroques”. Cfr. Dictionnaire de l’Académie française,Paris, Veuve de Jean Baptiste Coignard, 1694. Retour au texte

14 La crítica actual francesa continúa subrayando estas significaciones al mencionar la etimología del término: “L’étymologie reconnue du mot est le portugais barroco, terme de joaillerie désignant une perle aux formes irrégulières. Pendant deux siècles, en France, l’afjectif a étendu son sens, mais maintenu son caractère d’infraction aux règles —irrégulier, déréglé—, aux formes —informel, déformé, difforme—, aux normes —énorme, anormal— et aux usages —insolite, inattendu, bizarre. Le baroque était tout ce qi n’entrait pas dans un code esthétique définiou en corrompait les règles”. Cf; Claude-Gilbert Dubois, “Le Baroque : méthodes d’investigation et essais de définition”, en Didier Souiller, dir., Le Baroque en question(s), Paris, Honoré Champion,1999, p. 23. Retour au texte

15 Esta invención mnemotécnica suele atribuírsele sin certeza absoluta; también durante mucho tiempo se creyó erróneamente que bajo el nombre de Pedro Hispano, presumiblemente un dominico navarro, se ocultaba la identidad del Papa Juan XXI. Véase Peter of Spain (Petrus Hispanus Portugalensis), Tractatus, called afterwards Summule Logicales, introducción de L. M. de Rijk, Assen, Van Gorcum, 1972. Acerca de Hispano, véanse los trabajos de Ángel d’Ors Lois, entre otros "Petrus Hispanus O. P., Auctor Summularum", Vivarium XXXV/1 (1997), pp. 21-71 (versión española: "Petrus Hispanus O. P., Auctor Summularum (I)", Dicenda. Cuadernos de Filología hispánica 19, 2001, pp. 231-279); este artículo tiene continuación en "Petrus Hispanus O. P., Auctor Summularum (II). Further documents and problems", Vivarium XXXIX/2, 2001, pp. 209-254. Retour au texte

16 Agradezco al profesor Ángel d’Ors Lois sus observaciones respecto de la teoría silogística aristotélica, que me han permitido realizar la síntesis aquí expuesta. Retour au texte

17 Vid. Benedetto Croce, Storia della età Barocca in Italia. Pensiero, Poesia e letteratura. Vita morale, Bari, Laterza, 1929; Carlo Calcaterra: “Il problema del Barocco”, en Questioni e correnti di storia letteraria, Milano, Marzorati, 1965; Giovanni Getto: “La polemica sul barocco”, en Letteratura e critica nel tempo, Milano, 1954. Retour au texte

18 En la edad moderna, el interés por el análisis del razonamiento deductivo, cuya forma paradigmática era el silogismo, vino a ser reemplazado por un interés hacia las formas de razonamiento inductivo; el Novum Organon de Bacon reemplazó al Organon de Aristóteles. Retour au texte

19 A este respecto Tapié menciona cómo los extranjeros motejaban de baroco a los profesores universitarios franceses que empleaban extremadamente razonamientos formales en sus disertaciones. Además, señala que fue Saint-Simon quien en sus Memorias “aludiendo al año 1711, la empleó para definir una idea extraña y chocante”. Cf. Victor-Lucien Tapié, El barroco (1961), Buenos Aires, EUDEBA, 1963, p. 6. Por su parte, René Wellek, en “The Concept of Baroque in Literary Scholarship” (1963), haciéndose eco de lo escrito por Gustav Schnürer (Katolische Kirche und Kultur in der Barockzeit, 1937), remite en este mismo sentido al hecho de que Luis Vives ridiculizase en 1519 a los “profesores de París como ‘sofistas en el baroco y el baralipton’”. Véase la versión española del artículo de Wellek, recogido en su Historia literaria. Problemas y conceptos, Barcelona, Laia, 1983, pp. 51-52. Retour au texte

20 En el mismo Dictionnaire de musique, a propósito de la ‘Composition’ escribe:Ce que j'entends par génie n'est point ce goût bisarre & capricieux qui seme partout le baroque & le difficile, qui ne sait orner l'Harmonie qu'à forcé de Dissonances, de contrastes & de bruit”. Retour au texte

21 Cf. Emilio Orozco, “El concepto y la palabra barroco en los novelistas españoles del siglo XIX”, en Introducción al Barroco, vol. I, Granada, Universidad, 1988, pp. 206-207. Retour au texte

22 Idem, p. 209. Retour au texte

23 A estos presupuestos y valoración despectiva habría añadir la poco problable identificación del término con una forma de contrato jurídico con sentido engañoso de uso en la antigua Toscana. Ha llegado a asociarse asimismo con una voz regionalista con la que se designaban de manera despreciativa los modos artísticos secenteschi en Italia, aduciéndose para ello algunas expresiones de Lombardia y la Suiza italiana coincidentes en subrayar la connotación peyorativa como la que tuvo el término. (Ottavio Luratti, “Origine di barroco. Una nuova interpretazione e altro ancora”, Vox Romanica, 34, 1975). Añádase que en un escrito latino de finales del siglo XIII se documenta la palabra Barocham y que se ha relacionado el término italiano barocco con otros de aproximada fonética y de uso popular: barlocco, baloco, balotto, balosso, tarocco, malocco, malosso y marosso. Vid. Emilio Orozco, “Addenda de bibliografía crítica”, en Introducción al Barroco, ob. cit., pp. 179-182. Retour au texte

24 La voluntad de síntesis que orienta estas páginas impide desarrollar ampliamente las teorías y abundantes aportaciones de los filólogos alemanes al estudio de la literatura barroca. Con posterioridad a Wolfflin, especialmente a partir de 1920, el término quedó debidamente asentado en trabajos sobre el barroco tanto alemán como en general europeo. En cualquier revisión crítica en torno a las obras dedicadas al español, resultarán inevitables las de, entre otros, Ludwig Pfandl (Historia de la literatura nacional española en la Edad de Oro, 1929), Karl Vossler (Lope de Vega y su tiempo, 1932), Leo Spitzer y Helmud Hatzfeld. Retour au texte

25 Victor-Lucien Tapié, Ob. cit., pp. 5-16. Retour au texte

26 Recuérdense algunas de las aportaciones primeras que despertaron este interés: Arne Novak (Praga barroca, 1915), Antonio Muñoz (Roma barroca, 1919), Werner Weisbach (El barroco, arte de la Contrarreforma, 1920). Retour au texte

27 Eugenio d’Ors: “Barroco”, en Valentino Bompiani: Diccionario de literatura, Madrid, Hora, 1970, pp. 55-70. Aunque el artículo está firmado por d’Ors, existe alguna duda acerca de su íntegra autoría o, al menos, resulta bastante probable que interviniera en él una mano ajena. Retour au texte

28 Debemos a Menéndez Pelayo el uso temprano del término barroquismo en Historia de las ideas estéticas en España (1886), Madrid, CSIC, 1994. Allí, refiere el mérito del critico portugués del siglo XVIII Luis Antonio de Verney “en su lucha contra el barroquismo literario del siglo anterior, contra lo que él llamaba el sexcentismo” (p. 1466). Retour au texte

29 René Wellek, ob. cit., p. 61. No procede de igual manera el francés Victor-Lucien Tapié, quien sitúa la obra de Eugenio en un lugar destacado de la correcta recuperación del Barroco, no sin reprobar discutiblemente que su estudio “pudo haber desentrañado una mayor verdad” y el hecho de que lo sustituyera “por una metafísica del barroco”. Cf. V. L. Tapié, ob. cit., pp. 16-19. Retour au texte

30 A este respecto, conviene remitir a Eugenio d'Ors, "Barroco. Arraales de lo barroco. Revisión del Barroco", en P. Aullón de Haro, ob. cit., pp. 95-112. Retour au texte

31 Eugenio d’Ors, Lo barroco (1935), Madrid, Tecnos, 1993, p. 74. Retour au texte

32 Idem, véase p. 90 y ss. En adelante, las citas remiten a estas páginas. Retour au texte

33 Escribe Focillon a este propósito: “...dans tous les milieux, à toutes les périodes de l’histoire, les âges ou ces états présentent les mêmes caractères formels, si bien qu’il n’y a pas lieu d’être surpris de cons­tater d’étroites correspondances entre l’archaïsme grec et l’archaïsme gothi­que, entre l’art grec du ve siècle et les figures de la première moitié de notre xiiie, entre l’art flamboyant, cet art baroque du gothique, et l’art rococo. L’histoire des formes ne se dessine pas par une ligne unique et ascendante. Un style prend fin, un autre naît à la vie”. Cf. Henri Focillon, Vie des formes (1934), Paris, Presses Universitaires de France, 1943. Retour au texte

34 Luciano Anceschi, La idea del Barroco. Estudio sobre un problema estético (1959), Madrid, Tecnos, 1991, pp. 125-126. Retour au texte

35 Para una síntesis de algunas teorías periodológicas acerca del Barroco y su recepción en Europa, véase Emilio Orozco, “Sobre el Barroco y la periodización en la historia del Arte y de la Literatura”, en Introducción al Barroco, ob. cit., pp. 191-201. Retour au texte

36 E. R. Curtius, Literatura europea y Edad Media latina (1948), México, Fondo de Cultura Económica, 1955. Retour au texte

37 En este sentido, René Wellek documentó el uso del término en una antología poética preparada por Rudolf von Delius (1921), antes del trabajo de Josef Gregor sobre el teatro (Das Wiener Barocktheater,1922) y la importante obra Deutsche Barockdinchtung (1924) de Herbert Cysarz. Posteriormente, asumiendo los resultados de la investigación de Andreas Angyal (“Der Werdegang der interlationalem Barockforschung”, 1954), el crítico advirtió el empleo anterior de la palabra en Polonia, en el estudio de Edward Porebowicz (1893) sobre Morsztyn, poeta del siglo XVII. Vid. R. Wellek, ob. cit., pp. 56 y 87. Retour au texte

38 Entre los primeros estudiosos que se han ocupado de reconstruir la recepción del término en las literaturas nacionales europeas ha de mencionarse a V. Cerny, “Les origines européennes des études baroquistes”, Revue de littérature comparée, 24, 1950, pp. 25-45. Retour au texte

39 L. Anceschi, ob. cit., p. 156. Retour au texte

40 Para una síntesis esclarecedora sobre el específico "barroco francés", véase Andrée Mansau: "¿Un barroco franncés frente a la Preciosité y el Clasicismo?", en Pedro Aullón de Haro, ed.: Barroco, Madrid, Verbum, 2004, pp. 847-858.. Retour au texte

41 Ob. cit., p. 146. Retour au texte

42 Véase su Aurora, das ist: morgenröthe im aufgang und mutter der philosophiae (Aurora, o el origen y la madre de la filosofía). Retour au texte

43 Se trata de una colección de 1665 aforismos brillantes, generalmente con estructura de dísticos en alejandrinos antitéticos, donde expone sus ideas sobre el tiempo y espacio, que según él no son sino representaciones de la razón; el mundo en tanto que producto de la imaginación, sin propósito reconocible para el hombre, y cuyos fenómenos son producto del azar; en algún aforismo, Silesius llega a expresar la idea, de modernidad desconcertante, de que Dios necesita del hombre para existir. Sin embargo, el destino del ser humano es regresar a Él, para encontrar en su seno la calma. Retour au texte

44 Walter Benjamin, El origen del drama barroco alemán (1928), Madrid, Taurus, 1990. Retour au texte

45 Francesco de Sanctis, Storia della letteratura italiana (1870-1871), Firenze, Einaudi, 1965, p. 665. Retour au texte

46 Christophe Gonzalez, "El Barroco en Portugal", en P. Aullón de Haro, ed., ob.cit., p. 748. Retour au texte

47 Idem, p. 750. Retour au texte

48 Para otras cuestiones relativas al Barroco lusitano, que por concreción geográfica pudiera designarse asimismo Barroco lisboeta, remito al trabajo del profesor Gonzalez citado. En él se atiende la contribución de teoría poética y "conceitos" barrocos (Manuel Pires de Almeida, Francisco Leitão Ferreira). Además, entre otros estudios, véase la historiografía de José Saraiva y Óscar Lopes, História de literatura portuguesa, do época barroca ao prérromantismo, Porto, Pulicações Alba, 2002, y María L. Gonçalves Pires, Xadrez de palavras. Estudio de literatura barroca, Lisboa, Edições Cosmos, 1996. Retour au texte

49 P. Aullón de Haro, ob. cit., pp. 45-46. Retour au texte

50 Giovanna Brogi Bercoff, ed., Il Barocco letterarionei Paesi Slavi, Roma, La Nuova Italia Scientifica, 1996. Retour au texte

51 Véase Javier García Gibert, "Los fundamentos epistemológicos del Conceptismo", en P. Aullón de Haro, ed., ob. cit., pp. 483-520. Retour au texte

52 Dámaso Alonso, La lengua poética de Góngora (1927), reed. en Obras completas, vol. V, Madrid, Gredos, 1982. Retour au texte

53 Concretamente, se refiere Jammes al componente retórico, e incluye las alusiones mitológicas dentro de los cultismos. Vid. Robert Jammes, “Introducción” a L. de Góngora, Soledades, Madrid, Castalia, 1994, p.102 y ss. Retour au texte

54 L. Anceschi, ob. cit., pp. 135-136. Retour au texte

55 Se comprenderá que no refiera aquí estos asuntos con el detalle que, por otra parte, merecen. En el caso contrario, me llevaría a precisar no sólo, por ejemplo, que Góngora remitió a Pedro de Valencia la primera parte de las Soledades, sino también la totalidad de las hipotésis manejadas por la crítica y las conclusiones recientes a propósito de la significación del “Parecer” del humanista madrileño, asuntos que, por lo demás, cuentan con una abundante bibliografía: desde el temprano análisis de Miguel Artigas (Don Luis de Góngora y Argote. Biografía y estudio crítico, Madrid, Real Academia Española, 1925) al de, entre otros, Joaquín Roses Lozano (Una poética de la soledad. La recepción crítica de las “Soledades” en el siglo XVII, London-Madrid, Tamesis, 1994). Retour au texte

56 Emilio Orozco, En torno a las “Soledades” de Góngora. Ensayos, estudios y edición de textos críticos de la época referentes al poema, Granada, Universidad, 1969; y Lope y Góngora frente a frente, Madrid, Gredos, 1973. Retour au texte

57 Vid. las opiniones e Valle y Ortega en La Gaceta Literaria, junio 1927. En cuanto a Buñuel, se trata de una carta suya dirigida a José Bello desde París el 17 de febrero de 1929. Cf. Agustín Sánchez Vidal: Buñuel, Lorca, Dalí: El enigma sin fin, Barcelona, Planeta, 1988, p. 197. Retour au texte

58 Elsa Dehennin, La résurgence de Góngora et la génération poétique de 1927, Paris, Didier, 1962. Retour au texte

59 G. Izambard escribió un interesante, aunque apasionado artículo, sobre el supuesto españolismo de Verlaine: “De l’españolisme de Verlaine”, Hispania (Paris), Avril-mai-juin 1918, pp. 97-112. Este trabajo es citado por Dámaso Alonso, quien afirma la incapacidad del poeta francés en la comprensión de la lengua española; cf. D. Alonso, “Góngora en la literatura contemporánea”, en Obras completas, vol. V, cit., pp. 732-733. Retour au texte

60 Alfonso Reyes, “De Góngora y de Mallarmé”, en Obras completas, vol. VII, México, Fondo de Cultura Económica, 1958, pp. 158-162. Acerca de esta cuestión, véase asimismo el excelente trabajo de Andrés Sánchez Robayna, “Un debate inconcluso (Notas sobre Góngora y Mallarmé), en Silva gongorina, Madrid, Cátedra, 1993, pp. 57-74. Retour au texte

61 Alfonso Reyes, Ob. cit., p. 84 Retour au texte

62 Antes de las ediciones de Reyes y Alonso había aparecido en 1921 la de las Obras poéticas, efectuada en tres volúmenes por Foulché-Delbosc a partir del códice Chacón. Retour au texte

63 Del vanguardismo primer vanguardismo histórico procedían Guillermo de Torre y Gerardo Diego, éste autor de perspicaces artículos (recopilados por Julio Neira, Estela de Góngora, Santander, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cantabria, 2003). Más esporádicas fueron las incursiones de poetas-críticos del Novecientos —Cansinos Asséns—, o de la joven literatura: en 1924 con Notas para una edición de Góngora obtuvo su grado de Doctor Jorge Guillén; Juan Chabás lo hizo a través del breve ensayo periodístico; Federico García Lorca con su conferencia “La imagen poética en Góngora”, redactada a finales de 1925 y difundida ampliamente al año siguiente; Pedro Salinas... Retour au texte

64 De ello me he ocupado en “El Veintisiete como vanguardia”, Ínsula, 612, diciembre 1997, pp. 13-16. Retour au texte

65 Emilio Orozco, Introducción a Góngora (1984), Madrid, Castalia, 1989. Retour au texte

66 Antonio Carreira, “Góngora después de Dámaso” y “Defecto y exceso en la interpretación de Góngora”, en Gongoremas, Barcelona, Península, 1998, pp. 17-46 y 47-73 Retour au texte

67 Véanse sus ediciones de las Letrillas (Madrid, Castalia, 1980), Las firmezas de Isabela (Madrid, Castalia, 1984) y la modélica de las Soledades (Madrid, Castalia, 1994). Puede ampliarse esta contribución del hispanismo con las ediciones de los Sonetos, a cargo de Biruté Ciplijauskaité (Madison, The Hispanic Seminary of Medieval Studies, 1991), del Teatro gongorino, que realizara Laura Dolfi (Madrid, Cátedra, 1993) y la ya mencionada del Polifemo, de Parker. Retour au texte

68 Claude-Gilbert Dubois, art. cit., p. 27. Retour au texte

69 Esta opción contraria al marbete barroco, no ha impedido, en cambio, notables contribuciones del hispanismo francés a los estudios sobre el barroco literario durante los últimos decenios. Junto a las de Robert Jammes, destacaré las de Jean Canavaggio, Francis Cerdan, Maxime Chevalier, Jean Pierre Etienvre, Henri Gerreiro, Nadine Ly, Maurice Molho, Jean Marc Pelorson, Augustin Redondo, Fréderic Serralta..., que sin duda contrastan con la mediocridad galopante que, excepciones al margen, se ha instalado en las universidades francesas, y que evidencian la holgazanería mental de otros pretendidamente especialistas de la literatura áurea, los cuales además carecen de una mínima preparación literaria, histórica y cultural de tipo generalísta, o balbucean la lengua española con extrema dificultad. Retour au texte

70 S. DE ORO (fig). Cualquier periodo considerado de esplendor, de felicidad, de justicia, etc. (escrito con iniciales mayúsculas). Específicamente, época de mayor esplendor de la literatura española, que abarca parte de los siglos XVI y XVII” (María Moliner, Diccionario de uso del español, Madrid, Gredos, 1980). Retour au texte

71 Vid. Juan Manuel Rozas, “Siglo de Oro: Historia de un concepto, la acuñación del término”, en VV.AA., Estudios sobre el Siglo de Oro. Homenaje al profesor Francisco Ynduráin, Madrid, 1984; J. Lara Garrido, ob. cit., pp. 30-3. Retour au texte

72 Respecto a las propuestas de sustitución de la locución primera Siglo de Oro por la variante plural, creo, con Lara Garrido, que es una “operación qe incluso trae consigo un gratuito desajuste terminológico para quienes se pliegan a aceptarla y que constituye, en la medida que rompe —desconociendo— la semántica clasicista de Siglo (saeculum), un pecado de lesa cultura” (J. Lara Garrido, ob. cit., p. 56). Retour au texte

73 Además de los trabajos ya citados, véase especialmente J. Lara Garrido, “’Siglo de Oro’: considerandos y materiales sobre la historia, sentido y pertinencia de un término”, Analecta Malacitana, XV, 1992, pp. 173-199. Véase la versión reelaborada de este artículo: “Historia y concepto (sentido y pertinencia del marbete Siglo de Oro”, en Del Siglo de Oro (métodos y relecciones), Madrid, Universidad Europea, 1997, pp. 23-56. Retour au texte

74 Severo Sarduy, Barroco, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1974, p. 15. Retour au texte

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Référence électronique

Javier Pérez Bazo, « En torno al barroco histórico como categoría estética: terminología y concepto  », Reflexos [En ligne], 3 | 2016, mis en ligne le 19 mai 2022, consulté le 03 mai 2024. URL : http://interfas.univ-tlse2.fr/reflexos/859

Auteur

Javier Pérez Bazo

Professeur des Universités

Université Jean Jaurès

javier.pbazo@gmail.com

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