Consideraciones en torno a la figura del flâneur y el capitalismo

  • Considérations autour de la figure du flâneur et du capitalisme
  • Considerations on the Figure of the Flâneur and Capitalism

Al flâneur le ocurre lo que al sujeto, según Edmond Cros (2002): que no se identifica con el modelo cultural sino que, al contario, es el modelo cultural lo que lo hace emerger como sujeto, y que, como tal, se confunde con los otros; pero, sin embargo, no es la máscara de todos los otros, como tampoco es un lugar-teniente del sujeto del deseo, ni participa en el sistema que lo amordaza. Su resistencia a las prácticas homogeneizadoras de la superestructura capitalista son manifiestas: se desentiende de la lógica del consumo y de la productividad, de manera que su deambular no busca comprar ni vender, sino que ofrece una alternativa de vida basada en la contemplación y la experiencia estética; desafía la concepción de que el valor del tiempo debe medirse en términos de productividad, reivindicando el derecho a un disfrute del mismo que no esté subordinado a la lógica del mercado.

Il arrive au flâneur ce qui arrive au sujet, selon Edmond Cros (2002) : il ne s'identifie pas au modèle culturel, mais, au contraire, c'est le modèle culturel qui le fait émerger en tant que sujet, et en tant que tel, il se confond avec les autres ; mais néanmoins, il n'est pas le masque de tous les autres, ni un représentant du sujet du désir, ni ne participe au système qui le réduit au silence. Sa résistance aux pratiques homogénéisantes de la superstructure capitaliste est manifeste : il se détache de la logique de consommation et de productivité, de sorte que sa flânerie ne cherche ni à acheter ni à vendre, mais offre une alternative de vie fondée sur la contemplation et l'expérience esthétique ; il défie la conception selon laquelle la valeur du temps doit être mesurée en termes de productivité, revendiquant le droit à une jouissance du temps qui ne soit pas subordonnée à la logique du marché.

What happens to the flâneur is similar to what happens to the subject, according to Edmond Cros (2002): the flâneur does not identify with the cultural model, but rather, it is the cultural model that makes him emerge as a subject, and as such, he blends with others; however, he is not the mask of all others, nor is he a representative of the subject of desire, nor does he participate in the system that silences him. His resistance to the homogenizing practices of the capitalist superstructure is evident: he disengages from the logic of consumption and productivity, so his wandering does not seek to buy or sell, but offers an alternative way of life based on contemplation and aesthetic experience; he challenges the idea that the value of time should be measured in terms of productivity, claiming the right to enjoy time in a way that is not subordinated to the logic of the market.

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Las grandes transformaciones económicas y sociales de la primera mitad del siglo XIX facilitaron el aumento de las ciudades, la proliferación de grandes núcleos de población y convirtieron la gran ciudad en un enigma o universo de signos por descifrar.

El desarrollo de la industria y del comercio así como el incremento de la población auspiciaron la proliferación en las grandes ciudades europeas de diferentes espacios destinados al tiempo libre (cafés, lugares de juego, salas de té, bares…) y las grandes ciudades (Nueva York, Londres, Viena, Barcelona, Madrid, etc.) comienzan a tomarse muy en serio el diseño urbanístico, si bien fue en París, a partir del encargo de modernización de la ciudad que Napoleón III hiciera a Georges-Eugène Haussmann en 1852, donde esta transformación tuvo mayores consecuencias, hasta el punto de llegar a convertirla en símbolo de la moda, del lujo, de la modernidad (cf. Brandolini, 2020). El derribo masivo que originó la construcción de plazas, extensos parques, amplias avenidas, estaciones de ferrocarril y vías flanqueadas por árboles, estimuló la inversión privada para la reconstrucción de barrios céntricos y para el diseño de los futuros crecimientos en las afueras, y la convirtió en un excelente campo de experimentación para los avances científicos y el desarrollo urbanístico. Si bien, con anterioridad, difícilmente se caminaba por placer por las calles, a partir de entonces, con la incorporación de desagües, farolas, señales de tráfico y nombre de calles, así como con la elevación de las aceras, comenzaron a aparecer lugares bien iluminados, acogedores y seguros, al par que nuevos avances en la tecnología y en el transporte posibilitaron el establecimiento de relaciones interpersonales desconocidas hasta el momento. Las calles comenzaron a acoger a las personas. Tal vez, nadie como Walter Benjamin haya descrito mejor la situación:

Las calles son las viviendas del colectivo. El colectivo es un ente eternamente despierto, eternamente en movimiento, que vive, experimenta, reconoce y medita entre los muros de las casas tanto como los individuos bajo la protección de sus cuatro paredes. Para este colectivo, los brillantes carteles esmaltados de los comercios son tanto mejor adorno mural que los cuadros al óleo del salón para el burgués, los muros con el «Prohibido fijar carteles» son su escritorio, los quioscos de prensa sus bibliotecas, los buzones sus bronces, los bancos sus muebles de dormitorio, y la terraza del café el mirador desde donde contempla sus enseres domésticos. Allí donde los peones camineros cuelgan la chaqueta de las rejas, está el vestíbulo y el portón que lleva de los patios interiores al aire libre; el largo corredor que asusta al burgués es para ellos el acceso a las habitaciones de la ciudad. El pasaje fue para ellos su salón. Más que en cualquier otro lugar, en el pasaje se da a conocer la calle como el interior amueblado de las masas, habitado por ellas (Benjamin, 1982: 871).

El paradigma de confort urbano está representado, sin duda, por esos numerosos pasajes −calles peatonales cuidadosamente pavimentadas con mosaicos y mármoles y cubiertas por tejados de vidrio y acero a lo largo de las cuales se distribuían comercios de artículos de lujo− a los que se refiere Benjamin y a los que dedica el elevadísimo número de notas y de apuntes que conformarían su inacabada obra póstuma Libro de los Pasajes (1982), y cuya construcción comenzó a proliferar en esos años.

Todo ello convierte a París en el paradigma de la modernidad, en la capital del mundo, y a su encomio se dedicaron a partir de entonces infinidad de páginas; basten las siguientes líneas como significativo botón de muestra:

Tres ciudades, se ha dicho, has reasumido en sí la época del mundo en que existieron: Atenas, Roma y París. Pero París ha reasumido ambas: hijo de Minerva, París ilumina la tierra; hijo de Marte, ha subyugado el Universo. París es el daguerrotipo de la humanidad, el epítome de la historia, la base y la cúspide de la civilización moderna. París es único; esclavo hoy día de un aventurero, París es todavía el amo de la Europa y del orbe (Vicuña Mackenna, 1936, Vol. I: 282).

La ciudad podría pensarse como una metáfora de la sociedad, como el lugar donde se inscriben las historias individuales y colectivas (Villa Guerrero, 2020). Pero no sólo es el simple escenario de la vida, sino que se convierte en el libro de la civilización en el que el peatón descubre las maravillas generadas por el progreso técnico y por los artistas urbanos (Paquot, 2017); con razón R. Barthes (1985: 264) afirmaba que “la ciudad es una escritura; quien se desplaza por la ciudad, es decir, el usuario de la ciudad (que somos todos) es una especie de lector que, según sus obligaciones y sus desplazamientos, aísla fragmentos del enunciado para actualizarlos secretamente”. Podría considerarse, en cierto sentido, como un texto cultural, tal y como entiende este concepto Edmond Cros:

El texto cultural […] no posee verdadera vida autónoma. No existe más que reproducido en un objeto cultural con la forma de una organización semiótica subyacente que sólo se manifiesta fragmentariamente en el texto emergido, a través de huellas, imperceptibles, fugaces, susceptibles de un análisis sintomático en cierto modo. Su funcionamiento viene a ser como el del enigma: es enigma en sí y marca en el texto un enigma. Enigma en sí en la medida en que juega con elementos —las relaciones entre concreciones semióticas— donde se ha cristalizado y condensado la esencia de una significación, la cual sólo es accesible en el contexto de un conjunto estructural (Cros, 2002: 171).

Estas condiciones de modernidad urbana alumbran el nacimiento del flâneur, término literario, a priori, cuyo uso ha trascendido, sin embargo, el marco ficcional para amparar a cualquier caminante urbano sin rumbo fijo. A partir de entonces, es fácil comprobar cómo las obras de grandes escritores se hacen eco de la experiencia de la gran ciudad en esta figura, aunque la impresión de sus primeros ideólogos basta para forjar una imagen adecuada del mismo: examinador minucioso de la multitud «capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada» (Poe, 1840); hombre ocioso, que camina sin rumbo fijo, agudo observador de la muchedumbre y de los lugares (Huart, 1841); o, en fin, solitario «pintor de la vida moderna» que camina en medio de la multitud con curiosidad e imaginación activa, conservando aún el genio de la infancia y el gusto y la felicidad de mirar (Baudelaire, 1863). (cf. Salas Romo, 2024). Más allá que cualquier otro individuo, el flâneur, gran lector de la ciudad, es capaz de percibir significados ocultos que revelan las tensiones sociales e históricas propias de la modernidad.

No obstante, el análisis de la identidad de este tipo social y literario suscita una posible ambigüedad acerca de su relación con el capitalismo, que es necesario esclarecer y para cuya resolución puede resultar de gran ayuda la noción de “sujeto cultural” tal y como fue teorizada por Edmond Cros, tanto en cuanto “pretende rendir cuenta de lo socioeconómico transcrito dentro de lo cultural” (Cros, 2002: 25) y en la medida en que hace referencia al individuo cuya identidad y subjetividad están configuradas y transformadas por las fuerzas culturales, sociales y políticas de su entorno. En ese sentido, cabría preguntarse si se puede considerar al flâneur como sujeto cultural del capitalismo.

Como se acaba de señalar, el flâneur emerge en el contexto del crecimiento de las grandes ciudades, particularmente París, durante el auge del capitalismo industrial, cuyas transformaciones urbanas proporcionan el escenario ideal para su aparición. La ciudad moderna se convierte en un lugar de consumo y espectáculo; las galerías comerciales y los grandes almacenes son lugares donde el flâneur puede contemplar la mercancía y el flujo de personas, de manera que su consideración no puede prescindir de la observación del nivel socioeconómico dentro del mismo objeto de estudio constituido por dicho sujeto. Cabría pensar que, al par que refleja la transformación de la ciudad, esta figura pone de manifiesto cómo estas transformaciones impactan en la subjetividad del individuo, de manera que se puede afirmar que es un producto de la modernidad parisina, moldeado por los cambios urbanos y por las nuevas dinámicas socioeconómicas; su subjetividad está marcada por su interacción constante con la ciudad y con sus habitantes.

Es lógico, por tanto, pensar que el sujeto cultural está influenciado por las prácticas de consumo y por los medios de comunicación, lo cual facilitaría la observación del flâneur como consumidor (desde una perspectiva material, pero también simbólica) cultural, inmerso en la contemplación de la mercancía y de la vida humana como un espectáculo, en el sentido de que con su observación y consumo del espacio urbano refleja cómo estas prácticas configuran la moderna subjetividad. Y es que, según David Le Breton (2000: 175), prestigioso sociólogo y antropólogo, “La ciudad no está fuera del hombre, sino en él, impregnando su mirada, su oído y todos los demás sentidos. El hombre se la apropia y actúa según los significados que le da la ciudad”.

Fue, sin lugar a dudas, Walter Benjamin quien, en su revisión del concepto, imprimió un tinte materialista a la reflexión sobre el flâneur. En su aludida atención a los pasajes y desde una perspectiva estrictamente espacial, evidencia la confluencia en los mismos de lo exterior y de lo interior, tal y como ocurre en los bulevares:

El bulevar es la vivienda del «flâneur», que está como en su casa entre fachadas, igual que el burgués en sus cuatro paredes. Las placas deslumbrantes y esmaltadas de los comercios son para él un adorno de pared tan bueno y mejor que para el burgués una pintura al óleo en el salón. Los muros son el pupitre en el que apoya su cuadernillo de notas. Sus bibliotecas son los kioscos de periódicos, y las terrazas de los cafés balcones desde los que, hecho su trabajo, contempla su negocio (Benjamin, 1938: 51).

Son, precisamente, estos espacios comerciales los que perfilan, según Benjamin, la esencia de nuestro protagonista, un sujeto penetrado inconscientemente por las mercancías y, como ellas, abandonado en medio de la multitud, lo que le permite afirmar que “La ebriedad a la que se entrega el «flâneur» es la de la mercancía arrebatada por la rugiente corriente de los compradores” (Benjamin, 1938: 71). Las siguientes palabras, de clara estirpe engelsiana, son extraordinariamente elocuentes en ese sentido:

[…] suena a oscuro lo que escribe Baudelaire: «El placer de estar en las multitudes es una expresión misteriosa del goce por la multiplicación del número». Pero la frase se aclara, si la pensamos dicha no tanto desde el punto de vista del hombre como desde el de la mercancía. En tanto el hombre, fuerza de trabajo, es mercancía, no necesita transponerse propiamente en estado de tal. Cuanto más consciente se haga de ese modo de ser que le impone el orden de producción, cuanto más se proletarice, tanto mejor le penetrará el escalofrío de la economía mercantil, tanto menos estará en el caso de sentirse mercancía. Pero la clase de los pequeñoburgueses, a la que Baudelaire pertenecía, no había llegado tan lejos. En la escala de que ahora hablamos se encontraba el comienzo de la bajada. Resultaba inevitable que en ella tropezasen un día muchos de ellos con la naturaleza mercantil de su fuerza de trabajo. Pero ese día no había llegado aún. Hasta entonces podían, por así decirlo, pasar el rato. Y que entre tanto su mejor parte fuese el goce, jamás el dominio, es lo que hacía que el plazo que les daba la historia fuese objeto de pasatiempo (Benjamin, 1938: 74-75).

Es en esta transformación del espacio público que convierte calles y plazas en escenarios de consumo y de espectáculo, mercantilizando, de esa manera, la experiencia urbana, así como en las consecuencias que ello entraña (a saber: por una parte, la conversión de la multitud en una masa anónima, es decir, la alienación y la fragmentación de la vida moderna donde las relaciones personales se diluyen en el intercambio económico y en la rutina mecanizada y, por otra, la imposición de lo que podríamos denominar “estética de lo efímero”, o atracción por lo pasajero o transitorio en el seno de una denodada búsqueda de lo nuevo o de lo novedoso para garantizar el mantenimiento del ciclo de consumo) donde Benjamin encuentra los puntos de conexión entre la figura del flâneur y el nuevo espíritu capitalista y a los que vamos a atender para el análisis de dicha relación.

Se trata, pues, de esclarecer el lugar que ocupa el flâneur en la superestructura ideológica del capitalismo, de contextualizarlo en el proceso de producción social de los sistemas de representación y de comunicación; de ubicarlo, en definitiva, en el marco de la discusión sobre el mito de la “sociedad urbana”, en torno al cual ha proliferado una buena cantidad de tesis, cuya difusión se ha debido, según Manuel Castells, a que

permiten escamotear un estudio de la emergencia de las formas ideológicas a partir de las contradicciones sociales y de la división en clases. La sociedad, así parecería unificarse y desarrollarse de manera orgánica suscitando tipos globales que se oponen al pasado o al futuro, en términos de desniveles, pero jamás en el interior de una misma estructura social, en términos de contradicciones, lo que no es obstáculo para apiadarse de la “alienación de este hombre unificado” aprisionado por las coacciones naturales y técnicas que impiden la expansión de su creatividad (Castells, 1971: 35).

El gran teórico marxista Henri Lefebvre presentaba la sociedad urbana como consecuencia de una secuencia evolutiva de carácter dialéctico o, dicho con otras palabras, consideraba la historia humana como la sucesión de tres campos o modos de producción (agrario, industrial y urbano) que él definía como nidos de vida, de acción y de pensamiento y que, a su vez, determinaban diferentes fases en el desarrollo e identidad de las ciudades: en primer lugar, la subordinación de la agricultura a la industria y, posteriormente, la subordinación de la industria a la urbanización, que justifica la conocida expresión “revolución urbana” como conjunto de transformaciones experimentadas por la sociedad contemporánea para pasar del período de predominio de los problemas de crecimiento e industrialización al de predominio de los generados específicamente por la sociedad urbana (Lefebvre, 1970).

Manuel Castells, que ha estudiado con detenimiento esta cuestión, invita a esclarecer la comprensión de esta evolución emparejando cada uno de estos campos con un contenido propiamente social, a saber: lo rural con la necesidad, lo industrial con el trabajo y lo urbano con el placer, y, en base a ello, concluye que

Lo urbano, nueva era de la humanidad […], sería así la liberación de los determinismos y a premios de las fases anteriores […]. Es, verdaderamente, el resultado de la historia, en el límite de una posthistoria. En la tradición marxista, se diría “el comunismo…” Verdadera epistemé de una época final (en cuyo umbral estaríamos viviendo actualmente), lo urbano se realiza y se expresa antes que nada por un nuevo humanismo, un humanismo concreto, definido en el tipo de hombre urbano “por quien y para quien la ciudad y su propia vida cotidiana en la ciudad llega a ser obra, apropiación, valor de uso” […] (Castells, 1971: 37).

Probablemente, estas reflexiones resulten extraordinariamente pertinentes para la caracterización del flâneur y de su posicionamiento dentro de la superestructura ideológica capitalista puesto que, en base a ellas, nos encontramos ante un tipo situado, históricamente, en la fase de desarrollo de la ciudad en la que la agricultura se subordina a la industria, es decir, cuando la ciudad se define y configura en torno al trabajo y a la fuerza de trabajo. Ya Karl Marx (1867) denunció que el crecimiento vertiginoso de las ciudades en ese momento fue posible, por una parte, por el desarraigo del campesinado, que fue expulsado del ámbito rural y acumulándose en la ciudad, y, por otra, por la descomposición del artesanado, suprimido por la gran industria; y, por su parte, Estanislao Zuleta subraya que lo más interesante de ese crecimiento reside en el fenómeno de la pérdida creciente de la autonomía del individuo, de la posibilidad de trabajar por sí mismo y de saber, por tanto, qué es lo que está haciendo: «Por ejemplo un zapatero sabe qué es lo que está haciendo, sabe cómo se hace un par de zapatos; se reconoce en la buena o mala calidad de su producto, sea con el orgullo o con la vergüenza, que son dos formas de reconocimiento; en cambio el obrero en una fábrica no tiene nada que ver con el producto ni tiene la menor idea de cómo se hace, ni de cuándo se hace, ni de dónde interviene, ni de dónde no» (Zuleta, 2002: 110).

El crecimiento de las ciudades a causa de la industrialización y del capitalismo implica, además, nuevas formas de vida alejadas de las tradicionales en las que el acontecer cotidiano discurría en base a un orden, digamos, natural, propiciado por el transcurso de las estaciones. Como señalara David Le Breton, la proliferación de escaparates, de terrazas en las calles, de luces, del cambio de las imágenes publicitarias según los productos del momento, etc., suponen una celebración de la mercancía y de la vida en común ajenas a las transformaciones de la naturaleza y no tardarán en devenir en una homogeneización de las ciudades (mismas tiendas, restaurantes, cines…) que acelerará la pérdida de su singularidad frente a las demás, porque “la fiesta de la mercancía es banal, y tiende a ser idéntica en todas las ciudades del mundo” (Le Breton, 2000: 187).

Cabe suponer, por tanto, que el comportamiento del flâneur debiera reproducir los esquemas propios del patrón configurado por el ciudadano medio en ese momento de la evolución de la ciudad. Sin embargo, no es así; su conducta chirría, evidenciando una autonomía y una libertad que definen su singularidad y peculiaridad frente al resto de conciudadanos. Con razón Dorde Cuvardic (2012: 50) asegura que “El flâneur es un producto dialéctico y paradójico de los procesos disgregadores (contrarios al concepto de comunidad) de la modernidad: la racionalidad y el anonimato1 incitan a la creación de identidades antifuncionales frente a las prácticas altamente reglamentadas de la sociedad capitalista. El flâneur participa tanto de la aparente actitud blasé [hastiada] como del refuerzo de la singularidad del urbanita”.

En efecto, la singularidad de nuestro protagonista es fruto, por una parte, de su racionalidad. Ya desde sus primeros ideólogos se puso de manifiesto que su caminar no es despreocupado, sino intelectualmente reflexivo, que la fruición que obtiene de la observación de los espacios urbanos no es producto del reconocimiento que surge de la mirada práctica propia del turista, sino de una mirada estética2 que suscita sensaciones y desencadena reacciones emotivas en su afectividad; de ahí la consideración de la flânerie como reflexión intelectual del escritor frente a la urbe, como práctica de lectura estética de la ciudad3 desde una nueva perspectiva que reacciona contra las consecuencias psicológicas de la cotidianidad, que Enrique Gómez Carrillo (1919: 12) expresara de la siguiente manera: “En los lugares donde pasamos nuestra existencia, casi no nos pertenecemos a nosotros mismos. Los hábitos, los deberes sociales, las necesidades ineludibles, lo que constituye nuestra vida de todos los días, en una palabra, nos convierte en prisioneros inconscientes o en autómatas resignados.”

William Hazlitt (1822: 33-34) lo expresó con rotundidad: “Denme el limpio cielo azul sobre la cabeza, el verde pasto bajo los pies, un camino sinuoso ante mí y tres horas de marcha hasta la cena… y entonces: ¡a pensar!”; y otro ilustre caminante, Robert Louis Stevenson (1876), en un texto que, en cierto sentido, respondía al anterior, sentenció que el cambio de lugar implica la modificación de las ideas y que mientras el hombre se encuentre razonando, no se dejará vencer por la intoxicación que proviene del abundante movimiento al aire libre. Por ello, el escritor suizo Robert Walser necesitaba pasear; sus palabras son extraordinariamente elocuentes en este sentido:

Pasear […] me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada. Sin pasear y recibir informes no podría tampoco rendir informe alguno ni redactar el más mínimo artículo, y no digamos toda una novela corta. Sin pasear no podría hacer observaciones ni estudios. […] En un bello y dilatado paseo se me ocurren mil ideas aprovechables y útiles. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría miserablemente (Walser, 1917: 58).

Seguidamente se recrea en la actitud adecuada para ello, de manera que el paseo debe realizarse no con los ojos bajos, sino bien abiertos y despejados:

Con supremo cariño y atención ha de estudiar y contemplar el que pasea la más pequeña de las cosas vivas […]. Las cosas más elevadas y las más bajas, las más serias y las más graciosas, le son por igual queridas y bellas y valiosas. […] Su cuidadosa mirada tiene que vagar y deslizarse por doquier, desinteresada y carente de egoísmo; tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y percepción de las cosas, […] De otro modo, pasea tan solo con media atención y medio espíritu, y eso no vale nada (Walser, ibid.: 59-60).

Se trata de una mirada tan atenta como la de un detective —por ello, Baudelaire (1863) eleva al observador a la categoría de “príncipe”; Benjamin (1972) recuerda que la novela policiaca surge en la ciudad; y Le Breton (2000) define al flâneur como “sociólogo diletante”—, y en esa atención4 —fruto de la racionalidad— se cifra en buena medida la resistencia a las costumbres y prácticas impuestas por la superestructura ideológica del capitalismo y que es perceptible desde diferentes puntos de vista. La flânerie es, pues, una estrategia de conocimiento diferente que encuentra en los detalles la más clara exposición de la verdad.

Por una parte, desde una perspectiva temporal, es fácil advertir que el ritmo pausado del flâneur responde a una reacción o protesta contra los cada vez más exigentes procesos de producción que pronto desembocarían en el conocido “taylorismo”, que, como contrapartida a sus objetivos de aumentar la productividad de la mano de obra y de conseguir una mayor eficiencia y crecimiento de los beneficios industriales, obtiene un alto desgaste de los trabajadores, una baja motivación por la monotonía de las tareas originada por la división del trabajo y una deficiente relación entre los empleados: “el flâneur no comparte esta conducta. Más bien se desconecta; según esto, su serenidad no sería sino una protesta inconsciente contra el ritmo del proceso productivo” (Benjamin, 1982: 354). Nos situamos en la dialéctica afirmación / negación, vida / muerte. Robert Louis Stevenson (1876) llega a afirmar que no controlar el paso de las horas durante toda una vida equivale a vivir para siempre. Caminar es una desconexión de las inquietudes cotidianas que reconcilia al ser humano consigo mismo durante un determinado tiempo, suscitando el sentimiento de estar apasionadamente vivo:

En un mundo utilitarista, donde todo lo que no sirve perece, nos evoca la pasión de lo inútil. Una caminata no vale para otra cosa que para hacer maravillosas las horas. No aporta nada en términos económicos o a nivel profesional, pero es pródiga en lo relativo al descubrimiento de uno mismo y en intensidad de momentos vividos. Nos remite a la pura generosidad de la vida, sin más justificaciones. […] Del mismo modo que el espacio se carga de una sacralidad difusa, el tiempo de la caminata es un tiempo aparte, aislado de las obligaciones, un momento de excepción vivido con intensidad y posiblemente grabado a fuego en la memoria, en el cual se puede experimentar un conocimiento del mundo alrededor, que se va desvelando a medida que se avanza (Le Breton, 2020: 19-20).

El mismo Le Breton (2000: 36), sentencia definitivamente: “el caminante no elige domicilio en el espacio, sino en el tiempo […]. El caminante es quien se toma su tiempo y no deja que el tiempo lo tome a él. Si elige este modo de desplazamiento en perjuicio de los demás, afirma su soberanía sobre el calendario; su independencia respecto a los ritmos sociales”.

El tiempo es, por tanto, una categoría interesante y necesaria para una adecuada reflexión sobre la figura del flâneur. La lentitud parece ser una característica vinculada a su modo de caminar; recuérdese cómo Benjamin (1982: 427) anotaba que “En 1839 resultaba elegante pasear llevando una tortuga. Eso da una idea del ritmo del flâneur en los pasajes”. Si bien el tiempo, elevado a valor de cambio, no se puede perder, abandonarse a las calles sin rumbo fijo parece ser una práctica poco rentable (Villa Guerrero, 2020) y, sin lugar a dudas, claramente subversiva.

Por otra parte, la singularidad y la rebeldía de esta figura para con el capitalismo residen también en su anonimato. El flâneur no es un extranjero —aunque su forma de mirar, percibiendo lo que otros no podían ver, y su habilidad para desenvolverse entre las diferentes esferas sociales sin integrarse en ninguna de ellas, pudieran parecerlo—, sino un sujeto marginal dentro de la sociedad capitalista; se mueve entre la multitud, pero no se confunde con ella, no se deja arrastrar por ella: “Al saltarse las rutas establecidas, lo marginal, lo olvidado hace del acto de pasear un acto político y profundamente subversivo. Solo en el plano de la ausencia, en el deseo de no aparecer en la muchedumbre se revela el verdadero espíritu del paseante” (Villa Guerrero, 2020: 157). Parafraseando a Victor Fournel, Benjamin hacía la siguiente precisión, muy oportuna en este sentido:

Notable distinción entre el flâneur y el mirón: «No obstante, no vayamos a confundir el flâneur con el mirón: hay un matiz… El simple flâneur… está siempre en plena posesión de su individualidad. La del mirón, por el contrario, desaparece, absorbida por el mundo exterior… que lo golpea hasta la embriaguez y el éxtasis. El mirón, ante el influjo del espectáculo que ve, se convierte en un ser impersonal; ya no es un hombre: es público, es muchedumbre» (Benjamin, 1982: 433).

Su singularidad reside, pues, en buena medida, en su particular manera de ser y de estar, en su maleabilidad para adoptar y evidenciar, al mismo tiempo, las formas de la modernidad, tal y como hiciera Baudelaire, una de cuyas virtudes consistía en contemplar a los transeúntes y, al par, describirlos desde dentro: “Baudelaire no contempla las ciudades, sino que las habita como si fuera una especie de materia amorfa y dispuesta que busca materializarse a modo de gestos, considerados éstos por Benjamin como materialización de lo invisible” (Maldonado Goti, 2023: 2).

Los estudios de Georg Simmel (1951) sobre las interacciones entre la metrópolis y la vida mental, sobre la adecuación de la personalidad a las exigencias de la vida social caracterizada por lo que denomina la “intensificación del estímulo nervioso”, pueden ayudar a una mejor comprensión de la actitud y del comportamiento del flâneur ante el crecimiento de la ciudad. Según él, la vida en las grandes ciudades está regida por la economía monetaria y por cuanto ello conlleva: el intelectualismo de la vida moderna, la insensibilidad ante la diferencia de las cosas o la retórica de la objetividad, entre otras, y ante las que reaccionaron determinados hombres, como F. Nietszche o J. Ruskin, en base a su convencimiento de que la vida sólo tiene valor en aquellas existencias no programadas o definidas de la misma manera para todos. Si bien la metrópoli aporta libertad frente a la mezquindad y a los prejuicios propios de los estrechos círculos de los pueblos, es igualmente cierto que en ningún lugar se llega a sentir tanto la soledad y la desubicación como entre la multitud metropolitana. La razón es que se trata de una libertad aparente, tanto en cuanto la división del trabajo origina, en realidad, un estrangulamiento de la personalidad individual, disminuyendo, paulatinamente, su capacidad para enfrentarse al rápido crecimiento de la cultura objetiva:

El individuo se ha convertido en un simple engranaje de una enorme organización de poderes y cosas que le arrebata de las manos todo progreso, espiritualidad y valor para transformarlos a partir de su forma subjetiva en una forma de vida puramente objetiva. Sólo es necesario apuntar que la metrópoli es la arena genuina de esta cultura que trasciende toda vida personal. Aquí […] se ofrece una solidez tan avasalladora del espíritu cristalizado y despersonalizado que la personalidad, por así decirlo, no puede mantenerse a sí misma bajo este impacto. Por una parte, la vida se hace infinitamente más fácil para la personalidad en tanto que por todas partes se le ofrecen estímulos e intereses, usos del tiempo y de la conciencia, […] que transportan a la persona con la facilidad con lo haría la corriente de un río. Por otra parte, sin embargo, la vida se va conformando más y más de esos contenidos y ofrecimientos impersonales que tienden a desplazar las genuinas sutilezas y los rasgos incomparables de la persona (Simmel, 1951: 59).

Anulada su individualidad, los ciudadanos se convierten, en consecuencia, en una masa fácilmente moldeable por las superestructuras y hacia la que se orientan todas sus prácticas; también la artística. En ese sentido, con el significativo título de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, W. Benjamin (1989) expone las diferencias experimentadas por el arte desde el momento en que esta masa se convierte en su destinataria, en particular, la pérdida de lo que él denomina aura, es decir, de las condiciones que configuran la autenticidad: “El concepto de aura se refiere a un «aquí» y un «ahora» de la obra de arte que la hace auténtica y singular y que, en cuanto esta es reproducida en masa, se corrompe” (Songel, 2021: 59); y París, precisamente, representa esa ruptura moderna que la reproductibilidad técnica introduce en el arte (Kohan, 2007). En palabras de E. Scott (2022: 21), “Para Benjamin la masa de las ciudades es un flujo espeso. Un río […] pesado, atontado, lerdo. […] La multitud de Benjamin —la masa— no recorre las calles; las calles son arterias de un mercado, de un circuito mercantil donde los cautivos, enajenados sujetos son moléculas de una lenta sangre en transfusión. Un fluido menos enigmático que alelado y zombi y rapaz”.

Son algunas de las consecuencias de la modernidad que llevan al mismo Benjamin a demonizarla hasta el extremo de afirmar que “La «modernidad» es la época del infierno” (1982: 558); que la constante invitación a la novedad por parte de las prácticas capitalistas es una fantasmagoría porque lo nuevo es la quintaesencia de la falsa conciencia, puesto que, en realidad, permanece siempre igual. Es suficientemente explícito al respecto:

Las penas del infierno son lo novísimo que en cada momento hay en este terreno. No se trata de que ocurra «siempre otra vez lo mismo», y menos de que aquí se trate del eterno retorno. Se trata más bien de que la faz del mundo, precisamente en aquello que es lo novísimo, jamás se altera, de que esto novísimo permanece siendo de todo punto siempre lo mismo. – Esto constituye la eternidad del infierno. Determinar la totalidad de los rasgos en los que se manifiesta la «modernidad» significaría exponer el infierno (Benjamin, 1982: 558-559).

Es éste el contexto en el que se manifiesta la autonomía del flâneur. En semejantes circunstancias de atrofia de la cultura individual a través de la hipertrofia de la cultura objetiva (Simmel, 1951) nuestro protagonista se esfuerza por conservar al máximo su singularidad y poder preservar, así, su núcleo más personal. En el momento en el que se convierte en espectáculo y surge el fetichismo de la mercancía (Marx) o la fantasmagoría (Benjamin), es decir, con el surgimiento de la ilusión de la novedad que las mercancías encarnan, la ciudad manifiesta las lógicas de poder y sólo los individuos marginales, los “vencidos de la historia” —el coleccionista, la prostituta, el trapero o el flâneur—, son capaces de penetrar en el fetiche y de desvelar la lógica inversa de relación entre las cosas: “De allí que desentrañar topológica y literariamente la ciudad, no sólo la hace legible, sino que además permite vislumbrar el factum de la fantasmagoría como gesto político; desentrañar la lógica estética del espectáculo de la mercancía en su aspecto fantasmal es precisamente lo que permite repensar las consideraciones en torno a lo político” (Pérez Díaz, 2018: 182). Como pensador que es, el flâneur resiste ante la seducción de la novedad, por lo que podría decirse que, en cierto sentido, es un traidor o, incluso, un héroe; su soledad y su anonimato en medio de la multitud son, en última instancia, una denuncia, una actitud subversiva frente al consumo, tanto en cuanto ni consume ni se deja consumir (Songel, 2021).

El sosiego y el placer que el flâneur encuentra en el reconocimiento instantáneo de la multitud no es sino una desconexión con la realidad que lo rodea:

En esto reside toda la ambigüedad que Benjamin muestra a la hora de estudiar al flâneur. Pero, en realidad, esta ambigüedad aparece expresada con bastante tino en el relato de Poe5. Que allí la figura del flâneur se encuentre desdoblada entre el perseguido y su perseguidor ha dado lugar a no pocas confusiones, pero a fin de cuentas no viene más que a mostrar cómo el flâneur encuentra en sí mismo los límites de su propia fantasmagoría (Lesmes, 2011: 64).

Es en esa ambigüedad, en fin, donde reside la mayor complejidad a la hora de definir la identidad de este tipo social y literario y su relación con el capitalismo. Por eso el concepto de umbral puede ser también de ayuda para la comprensión de un tipo que es, por una parte, fruto de la modernidad urbana y, al par, agudo censor de la superestructura económica capitalista que la originó; hijo de la ascendente burguesía, pero crítico sagaz de las prácticas que la favorecieron. Porque, al no moverle intención alguna, el flâneur experimenta la experiencia del umbral en diferentes sentidos: cruzando de un lugar a otro (del espacio privado al público, del doméstico al mercantil…); pasando de un estado de conciencia a otro (del aburrimiento a la embriaguez, por ejemplo); o saltando de un tiempo histórico a otro (a través de la actualización o encuentro de “lo que ha sido” con el “ahora”)6.

En esa capacidad para traspasar umbrales, o, dicho con otras palabras, para superar las apariencias, podemos encontrar respuesta a nuestra pregunta inicial: ¿se puede considerar al flâneur como sujeto cultural de capitalismo?

Ciertamente, al flâneur le ocurre lo que al sujeto, según Edmond Cros (2002): que no se identifica con el modelo cultural sino que, al contario, es el modelo cultural lo que lo hace emerger como sujeto, y que, como tal, se confunde con los otros; pero, sin embargo, no es la máscara de todos los otros, como tampoco es un lugar-teniente del sujeto del deseo, ni participa en el sistema que lo amordaza. Su resistencia a las prácticas homogeneizadoras de la superestructura capitalista son manifiestas: se desentiende de la lógica del consumo y de la productividad, de manera que su deambular no busca comprar ni vender, sino que ofrece una alternativa de vida basada en la contemplación y la experiencia estética; desafía la concepción de que el valor del tiempo debe medirse en términos de productividad, reivindicando el derecho a un disfrute del mismo que no esté subordinado a la lógica del mercado; al apartarse de las rutas preestablecidas y recorrer la ciudad de manera errática y exploratoria, hace un uso subversivo de los espacios urbanos, dotándolos de nuevo sentido y revelando aspectos de la ciudad que normalmente pasan desapercibidos en la prisa cotidiana; representa una afirmación de la autonomía y de la individualidad, conformando una identidad basada en la libertad y en la creatividad, es decir, no definida por su capacidad de consumir o producir, sino por su experiencia y por su visión del mundo; realiza, en fin, una crítica implícita a la modernidad capitalista, convirtiéndose en testigo de sus disfunciones y contrariedades.

Podría decirse, en definitiva, que su permanente actitud atenta y reflexiva −derivada de su racionalidad−, se rebela contra el no-consciente, constituyente primordial del sujeto cultural, según la propuesta crosiana; que su individualidad −fruto de su autonomía− le impide dejarse alienar por la doxa, los tópicos, los clichés y los ideologemas que representan el estrato más visible de la instancia regida por las prácticas capitalistas, permitiéndole manifestarse como sujeto del deseo que, desde su singularidad, ejerce acciones sobre la cultura, ese espacio ideológico y bien colectivo que es simbólico aunque no posea existencia ideal y sólo exista a través de manifestaciones concretas, como el lenguaje y las prácticas discursivas o las instituciones y las prácticas sociales.

A tenor de estas reflexiones y a la luz de los planteamientos teóricos de Edmond Cros, podemos afirmar, pues, que la figura del flâneur, aunque fruto del desarrollo urbano propiciado por la modernidad capitalista, no se manifiesta como sujeto cultural de la misma, sino, más bien, como contraparte7, tanto en cuanto, a través de su deambular contemplativo y de su resistencia a las normas de consumo y productividad, ofrece una forma de vida que se opone a los valores centrales del capitalismo. Cabe decir, finalmente, que, contrariamente al vaticinio de W. Benjamin, según el cual el flâneur llegaría a su fin con la irrupción de las sociedades de consumo, su figura permanece vigente y sigue siendo relevante para el análisis de la vida urbana contemporánea e inspiradora para cuantos, desde la contemplación, la curiosidad y la reflexión, apuesten por una forma de vida inconformista que reivindique el valor de lo subjetivo, lo diverso, lo efímero y lo singular.

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Notes

1 El subrayado es nuestro. Return to text

2 Recuérdese la identificación que establece Baudelaire (1863) entre el flâneur y el artista. Return to text

3 Vid. Cuvardic García (2009). Return to text

4 Reafirman esta consideración las siguientes palabras de David Frisby (2007: 42): “una investigación de la flânerie como actividad debe explorar las actividades de la observación (incluida la escucha), la lectura (de la vida y los textos metropolitanos) y la producción de textos. En otras palabras, la flânerie puede asociarse a una forma de mirar, observar (la gente, los tipos sociales, los contextos y las constelaciones sociales); una forma de leer la ciudad y su población (sus imágenes espaciales, su arquitectura, sus configuraciones humanas), y una forma de leer textos escritos […]”. Return to text

5 Se refiere al conocido relato de Edgar Allan Poe, “El hombre de la multitud” (1840). Return to text

6 Puede encontrarse una detallada reflexión en este sentido en Lesmes (2011). Return to text

7 Vid. Villa Guerrero (2020). Return to text

References

Electronic reference

Eduardo A. Salas, « Consideraciones en torno a la figura del flâneur y el capitalismo », Sociocriticism [Online], XXXIX-1 | 2025, Online since 27 juillet 2025, connection on 07 novembre 2025. URL : http://interfas.univ-tlse2.fr/sociocriticism/4115

Author

Eduardo A. Salas

Universidad de Jaén