Leer es intentar reordenar los lugares de la voz y reorganizar los pactos posibles. El crítico cultural Gabriel Giorgi da un paso más al sostener que leer de modo feminista es encontrar esas zonas “donde la fricción de las enunciaciones hace ruido en la lengua” (2020, p. 114). En este mismo sentido, la crítica argentina Florencia Angilletta (2023, p. 22) sostiene que la crítica literaria feminista interviene sobre los modos de leer en general, no sobre una parte de ellos: activa archivos y recoloca escenas de lectura; piensa tanto los modos de vivir como la producción de narrativas sobre las vidas. En este marco, la sexualidad se vuelve instrumento crítico. De hecho, es uno de los instrumentos más utilizados para definir y fundar una cultura: nunca reductible a una subjetividad y su cuerpo sino, al contrario, creación de espacios de relación.
A partir de estas reflexiones, y considerando que todo relato se inscribe en una disputa sobre el significado de la cultura, propondré lecturas que ponen en relación la tradición literaria argentina con algunas escenas lesbianas1 que emergen en el siglo XXI y que casi no fueron atendidas por la crítica. Escenas que, como desarrollaré, podrían considerarse de interrupción2 pero también, en una época en la que prevalecen en Argentina los “tonos antinacionales”3, de continuidad. La lectura como revuelta, no como deserción.
La revuelta, sostiene la teórica feminista Nelly Richard, pensando a partir de la protesta de les estudiantes chilenes acaecida en 2019, es “aquello que compone un archivo vital de símbolos y experiencias cuyas marcas pueden des-inscribirse y reinscribirse en citas heterogéneas, móviles y compuestas, que “evaden” la tentación de repetir lo acontecido (…); dicho archivo va a seguir resonando como fuente de inspiración para quienes sueñan con otros mundos” (2021, p. 34). Considero entonces: la revuelta es memoria, es invención, es presente.
Si revuelta implica también un movimiento de dispersión imposible de estabilizar que se manifiesta con alteraciones en el orden público, creo que puede ser pensada con relación a la idea de interrupción. Interrupción lesbiana. Suspensión temporal en la ejecución de los procesos ligados a la heterosexualidad, pero subrutina de un mismo proceso operativo. Detención, sostengo citando a Sara Ahmed fuera de contexto, que “instala una relación afectiva con el mundo e involucra la radicalización de nuestra relación con el pasado: permite que emerja la historicidad de las formas y las normas de lo que vive en el presente” (Ahmed, 2015, p. 272).
Las interrupciones lesbianas que propongo leer amenazan la continuidad de los regímenes representativos al tiempo que se inscriben en ellos. Insisten en ciertas tradiciones (literarias, históricas, sexuales) –sobre las que volveré–, para instalar disturbios, para modificar las distribuciones de los cuerpos y las lógicas de alteridad y, como consecuencia, las formas posibles de contigüidad. En ellas, imaginación se superpone y se opone a memoria (o Historia), instancia necesaria para fijar cualquier identidad; instalan líneas de desplazamiento sobre eso que llamamos presente y abren nuevos umbrales en la relación con el pasado pero también con el futuro. En estas escrituras, creo, se reorganiza el terreno de la ficción.
Focalizaré, en principio, en escenas de dos novelas, Presente perfecto (Bejerman, 2004) y La pez (Larralde, 2024), en las que se reconfiguran dos ficciones que atraviesan y distribuyen sentidos tanto en nuestra literatura como en nuestras figuraciones comunitarias: la fiesta (del monstruo) y la sirena (otro monstruo). La coda del artículo, a modo de yapa, acerca una lectura del relato “Sirenidad” (2024), de Agostina Luz López.
Estos relatos, sobre todo las novelas (que podrían armar serie con otros textos como La sed (Yuszczuck, 2020), Las amigas (Venturini, 2020), El niño pez (Puenzo, 2004), La condesa sangrienta (Pizarnik, 1966), o El disfraz (Hernández, 1959), me interesan particularmente porque delinean imaginaciones que estallan en nuevas figuras de dicción y, justamente por esto, presentan dimensiones políticas ligadas a la fabulación. Las voces que los textos construyen tienen el potencial de desestabilizar los grandes relatos –me refiero a aquellas figuraciones, relaciones y categorías que el mismo sistema literario propone– porque habilitan la posibilidad de pensar el poder no solo en relación con la hetero-normatividad sino en términos de control acústico y, también, obligan a repensar la fuerza de los afectos en la construcción de toda h/Historia.
En una investigación anterior (Arnés, 2016) sostuve que las ficciones lesbianas de nuestra literatura no demostraban interés en construir ese espacio de todos que es la Nación. En esta ocasión, me interesa pensar cómo es que la figuración lesbiana interrumpe, al tiempo que construye, imaginaciones en torno a la nación que son también figuraciones en torno a lo (im)propio y diálogos con la tradición (o con diversas tradiciones).
Si uno de los ejes centrales de la literatura argentina (o de su canon) tiene que ver con los modos en que se configura patria o nación, en los textos seleccionados la patria siempre es la lengua, pero la lengua –como dice Giorgi– con la que te calentás4. La lengua nacional se alzaría, entonces, como una flexión –marcada por el género– de la voz. Estas lenguas menores propuestas por los textos absorben sentidos comunes y literarios y los devuelven deslumbrantes, es decir, cegadores (en el sentido estricto del término).
Pero además, en estos relatos hay algo de la fuerza de lo que se suele llamar lo viviente que desplaza la configuración de lo humano (sostenida sobre el género y la heterosexualidad) y del lenguaje que la hace legible, habilitando umbrales, indeterminaciones, espaciamientos. En estas ficciones, para decirlo rápidamente, el único cuerpo a sacrificar es el humano (¿y el lesbiano?). Y si se sacrifica el cuerpo, la lengua que le da forma tiene que acompañar (se abate fuera de términos, se descoyunta). Así, confirman que los avatares de la lengua son, sobre todo, políticos. Y que es en ella donde se juega, históricamente, gran parte de las identidades y de la literatura argentina.
La fiesta mostra5, una versión de Gabriela Bejerman
Ya lo dijo la crítica argentina Josefina Ludmer: en la literatura argentina la fiesta del monstruo tiene su tradición. Una lengua asesina y brutal (1988, p. 145) babea un origen (heterosexista, binario, masculino, racista, productivo) que lamentablemente no está vedado a los ojos –como debería suceder con todo origen– sino que fascina, detiene la mirada en espanto y se convierte en rito. Desde La refalosa (Ascasubi, 1843) y El matadero (Echeverría, 1871) hasta Borges, de Mansilla a Saer, de Néstor Perlongher a Osvaldo Lamborghini, de Bustos Domecq a Julio Cortázar o Fogwill, la fiesta –que es como decir la orgía– tomó distintas formas en la literatura argentina. Pero siempre marcadas por la heterogeneidad de sentidos de lo político –construido en términos binarios–; por lo erótico y por la muerte; por la otredad inasimilable. La fiesta nunca es de la civilización: turbas, populachos, rostros oscuros revolcados en el hedor de la sangre, el alcohol, la transpiración –y muchas veces también de los excrementos. La fiesta no es de los desheredados sino los que nunca tuvieron herencia, es decir, familia: bestias que matan o que tienen que morir. El animal es el otro: régimen sensible productivo. El afecto –que es como decir la cultura– siempre ahí, en el borde de la palabra; en el borde de la lengua.
Pero lo que me interesa en esta ocasión no es El fiord (Lamborghini, 1969), Las puertas del cielo (Cortázar, 1951) o el inquietante El matadero. Qué hace la fiesta “mostra”, la orgía lesbiana, con la tradición literaria; cómo reorganiza el espacio de lo común, los saberes históricos, políticos, identitarios. Qué posiciones se inventa la sexualidad disidente en el marco de una literatura que se organizó históricamente como zona de litigio; de un sistema literario que constantemente propuso figuraciones de la ilegalidad, de la exclusión y de la otredad.
La cruel “fiestonga de garchar” a la que parece reducirse todo en El fiord se confirma con regocijo en la “festichol” de Presente perfecto de Gabriela Bejerman pero con un movimiento: ya no parece. Todo se reduce, efectivamente, a una –ahora alegre y ligera– fiesta de garchar. La fiesta, dice Ludmer, pensando el género gauchesco, “es el centro mismo del desafío y hasta podría decirse que lo que se disputa en realidad es la palabra fiesta y su sentido (…)” (Ludmer, 1988, p. 152). Llegamos a la instancia en que solo se puede existir enfiestada. Ese es el desafío: negarse a los términos, a los sentidos heredados. No hay otro contra el que enfrentarse. Enfiestarse juntas es acá la condición de existencia de los cuerpos y del lenguaje. El contacto con lo impropio, la promiscuidad –que es otra forma de decir inestabilidad– se convierte en modo de vida y en modo de escritura. La novela de Bejerman puede alinearse, fácilmente, en la serie que construye María Moreno (2016): el camino que hay que seguir, la tradición a reconstruir en la literatura argentina es la que comienza con la orgía ranquel (mamarán de los “menores”) y que se va reconfigurando hasta llegar a las voces de las mujeres que ganaron las tabernas. Entonces, enfiestada la misma escritura, en el texto de Bejerman, la interrupción lesbiana se configura a modo de irregularidades rítmicas: por un desorden de los elementos, del tiempo, de los movimientos tanto en el orden narrativo como en la forma del relato. La disputa de sentidos que se despliega es con o contra el sistema literario hegemónico: la pura fiesta (sin condiciones) y la posibilidad de narrarla en femenino es la revuelta.
Se cumple el dicho: no hay fiesta sin torta. La humanidad (civilización o barbarie, da lo mismo) y sus conflictos dejaron de ser imprescindibles para la construcción de sentidos y pertenencia: “Ellas [las tetas] son tan amigas/entre todas harían/con copos de merengues/ una gran torta nacional” (2004, p. 30), recita la mujer de letras de la nouvelle de Bejerman. El cuerpo colectivo, fragmentario, feminizado y sexualizado sobre el cuerpo patrio –fabricación ahora menor, intrascendente aunque vital y festiva; el cuerpo nacional en crisis pero reclamado.
En una noche de excesos y ensueño, en la que ficción y utopía contienden un lugar, la fiesta entre mujeres interrumpe el relato en tercera persona, llamativamente, en forma de texto escrito. De informe especial, específicamente. Es decir, como una investigación en primera persona –quien relata, literalmente entregó su cuerpo a la experiencia–, prolífica en datos sexuales que, luego, continúa en forma de un relato oral que comienza con la poesía: “Tetas do Brasil”. La primera persona –Sonia, que parece arrastrarse del poemario Concurso de tortas: Ganadora ¡Sonia! (1999)– irrumpe en el texto y cuenta su historia, diestra y al tiempo irreverente en el uso de los diferentes géneros literarios como así también de las lenguas nacionales que ahora hibridizadas, desnormativizadas, son múltiples al tiempo que una misma: versiones heterogéneas de spanglish y portuñol salpican el texto. En esa alianza (y desvío) con la cultura letrada, en ese cruce entre fronteras lingüísticas se cifra la interrupción, la burla y el simulacro. Escribir mal, mal decir, entreverar es la condición para decir lo que la literatura calló, lo innombrable; para señalar la debilidad del sistema significante.
Pero la historia de Sonia no es sólo suya sino impropia (una versión libre del actual “la patria es el otro”6). El “otro”, figura central de nuestra literatura, es acá plural y femenino (al punto que el mismo texto se abre hacia relatos de Cecilia Pavón y Dalia Rosetti); el cuerpo sensual, violento y decadente de las masas argentinas se convierte ahora en un nosotras elegido: mujeres menopáusicas, feas, gordas, latinoamericanas. Y la voz, el poder enunciativo y creador, lo tiene la “mala” mujer y su lengua que seduce (como dice el proverbio bíblico, como sucede con las sirenas). Quien fuera subalternizada no pierde ni entrega la palabra –es decir, el control acústico. Por el contrario, la recupera, la amasa, la atempera, la voltea y la mezcla hasta lograr un ritmo empalagoso y radiante. La leche es lo que se ofrece, pero no la nutricia propia de las hembras explotadas sino la que moja los dedos en un sinfín de orgasmos compartidos –el cambio de signo y de género es evidente. Ese es el escándalo verbal. De tanto que baja la lengua –se aniña, se feminiza, se minoriza, cae– se convierte en cunnilingua. Y lo que se pierde no es la cabeza: no hay degüello y la lengua tampoco enloquece, sino que se vuelve indomesticable (no se cría en compañía del hombre), es decir, se vuelve salvaje pero no unitaria.
Si en la tradición el desafío se articulaba entre la cultura y lo bestial, entre lo salvaje y lo civilizado, la revuelta del texto consiste en la propuesta de divertirse (enfiestarse) como bestias, salirse del establishment, dice también la narradora, en un tono muy propio de los inicios del siglo XXI.
Y esto va a implicar salirse del régimen significante (sexual, político y literario) tanto como del régimen humano:
¡Qué tremenda cachorra cachonda me había atrapado! Las dos participábamos de un trajín eufórico, público y despechado, en el cual yo no dejaba de mirar cómo se le sacudían las gomosas que, felices, saltaban contra mi cara. Ayudada por las fuerzas proteicas con que su cena la había nutrido, me galopó hasta el amanecer, cada vez hecha más milanesa (Bejerman, 2004, p. 36).
“Trajín eufórico, público”, dice Sonia. Trajinar era el verbo que se usaba, antiguamente, para la acción de trasladar géneros de un lugar a otro. Trajinar hoy es trabajar. El sexo y sus prácticas se instalan así en el centro del espacio público. Pero también dice el texto “trajín despechado”: malquerencia por desengaños sufridos en la consecución de los deseo. Hay una derivación lingüística que se da a partir de los contactos. El uso de los cuerpos se expande hacia la letra, o, como dice Deleuze (1985, p. 287), el lenguaje imita al cuerpo, pero no en sus miembros individuales, sino, más bien, en las articulaciones que el lenguaje vincula entre sí. La literatura se presenta como ese espacio en el que el lenguaje se desregula, se desnormativiza y narra otras posibilidades para la serie literaria. Cuerpo y letra se frotan, desordenan la gramática –le imprimen otros órdenes y sentidos– y la gramática reorganiza lo político. Como Mariannes de Delacroix contemporáneas, con un pecho al aire, en el medio de la playa pública, a estas mujeres, lo que la fiesta “mostra” les concede, es la libertad. Y es que el orden democrático, ya lo dijo el filósofo Jacques Rancière, “no es una condición social, sino (…) la ruptura de un orden determinado de relaciones entre cuerpos y palabras” (2011, p. 27).
La dicotomía subjetivadora y organizadora de civilización y barbarie se abre en su propia imposibilidad (que es como decir, ya que estamos en el cambio de siglo, en su diversidad). El sustantivo “salvaje” se adjetiviza, se simula, se posa: “como bestia”. Lo que se pone en escena, a partir de las sinuosidades fantasiosas del “como si”, de la pose en tanto ficción de alteridad, es la condición de ficción de toda identidad. El recurso de actuación, la infidelidad hacia el tono obligado es lo que pone en crisis la consideración de sujetos unificados y lo que permite desmarcar identidades fundantes de la nación y de la literatura. Entonces, el cuerpo se presenta no como una forma definitiva, sino como una serie abierta de eventos que culminan en un cuerpo gozoso animalizado. Pero también, a diferencia de lo que marca la tradición, la forma adquirida no es la de la fiera, sino la del cachorrito lambeteador, la del caballo manso y listo para ser cabalgado (reversión de la tradición: mujeres a horcajadas). Poner el cuerpo, acá, implica producir sentido y sinsentido –a partir de ese excedente que el sexo y el placer diseminan– no solo en el propio texto sino en la misma tradición literaria. El lenguaje ya no distingue y separa al hombre (civilizado) del resto de los seres (salvajes); el lenguaje se resiste a la violencia de las conceptualizaciones. La voz “mostrificada” propone “formas de vida que no se conviertan en formas de poder sobre la vida, sino que estén ellas mismas plenas y rebosantes de vida” (Lemm, 2010, p. 38) y esto es lo que le da lugar a lo inaudito que es como decir lo escandaloso, pero también lo nunca oído.
El presente perfecto que titula el texto enfatiza las proximidades temporales, implica que no se reescribe objetos del pasado en el presente sino que es allí, justamente, donde se los encuentra. En el esplendor del presente. Lo que este relato instala no es la revolución, sino el aquí y ahora de la revuelta en femenino, que es también revolcón.
El viaje a las indias en la escritura de Gabriela Larralde
La llegada a América es otro de los tópicos que atraviesa y se reversiona, hasta la actualidad, en nuestras imaginaciones literarias7. Y a él se asocia la fábula, potente y prolífica, de “la cautiva” (que podría ser renombrada, menos románticamente, como “la raptada”), que no es sino una ficción de frontera. Por otro lado, las imaginaciones sobre sirenas (otra ficción de frontera), que recorren históricamente los imaginarios sobre la disidencia sexual (Arnés, 2016) y que, sabemos, atraviesan los mitos sobre la conquista heterosexual, también se pueden rastrear en los relatos sobre la conquista de América.
Tradicionalmente, las sirenas, seres que se encuentran en los márgenes de la civilización y la cultura, tientan con el desvío del itinerario prefijado, proponen alternativas a lo conocido. Pero la pez de Gabriela Larralde (La pez, 2024) no entra en la serie que canta y que moviliza a todos hacia la consecución de un deseo –como la Guayi de El niño pez (Puenzo, 2004), la Inés de “Celos” (Fasce, 2007) o aquellas imposibles de Miguel Cané (“El canto de la sirena”, 1872)– sino en la serie de las chillonas, de las que aúllan, como “la” Storni8 o las mujeres de la poesía de Thenon (“¿Por qué grita esa mujer”?, 1987), por ejemplo. No hay diálogo porque no hay sujeto –eso queda claro desde el principio– pero hay una voz –¿por qué grita?
En El manual de zoología fantástica (1957), Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero hacen una genealogía de la sirena según la literatura occidental que termina con la frase: “Sirena: supuesto animal marino, leemos en un diccionario brutal” (1984, p. 142)”. Ese “supuesto” ¿implica que es un supuesto animal o que tiene supuesta existencia? Esa vacilación en La pez se reforzará, así como también la brutalidad de los sistemas clasificatorios.
En el cuento “Y así, sucesivamente” (1987), Silvina Ocampo convierte la suposición sobre la especie, en certeza sobre su existencia: “El niño había contestado: ‘Yo sé que existen (…) porque están en el diccionario (…)’. El niño sacó de la biblioteca una enorme enciclopedia que llevaba la imagen grabada de una sirena (…). Acercándose con una timidez que le dio valor, se arrodilló junto a esta o este desconocido” (1999, p. 133). Y es que la sirena, desde su aparición en nuestra tradición literaria, carga con dos afecciones: existe en tanto es escrita (es un problema de la lengua) y plantea dudas con respecto a su género (literario, sexual y animal).
De hecho, en su primer viaje a las supuestas Indias, Cristóbal Colón llevaba un diario de a bordo: la narración de un hombre que veía lo nunca visto, que forzaba las palabras para describir lo desconocido. El miércoles nueve de enero de 1493, anota: “El día pasado, cuando el Almirante iba al Río del Oro, dijo que vido tres sirenas, que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara” (1991, s/p.).
De esta anécdota, entiendo, parte la ficción de Larralde: el diario de viaje del Almirante Osorio, una expedición por el río Paraná, una isla –Apipé– llena de sirenas: “Acostadas de a pares, algunas encimadas de cuatro o cinco” (Larralde, 2024, p. 12). Pero ya no tienen cola: “parecen indias de piel marrón rojiza (…). Llevan escamas en espaldas y brazos (…), piernas esbeltas de mujer bien formada coronadas en su naciente por un sexo femenino” (p. 13). Racializadas, con un “agujero” y rastros anfibios –escándalo antropológico, complemento seductor de la barbarie–, queda claro el giro que el relato propone: quienes apresarán con los ojos y las manos son los europeos (en nombre de la civilización y la ciencia) y la cautiva (o la sirena, que no es sino otra forma que adquiere el mito) es explícitamente marcada por el color y el sexo. Porque, finalmente, es de lo que siempre se trató: deseo, poder y diferencia.
Pero además, lo que Larralde presenta no es como proponía el escritor Carlos Octavio Bunge, en 1908, influenciado por los cambios culturales que estaban atravesando los géneros en ese momento, “una raza degenerada que produce hembras superiores a sus machos” (Bunge, 1908, p. 106). En este caso no hay machos a la vista y el único embarazo que presenciamos se deberá, probablemente, a una (o varias) violaciones bien humanas9. Nuevamente, civilización y barbarie. “Mi bestia”, la llama, el Dr. Tattet –científico abordo–, obsesionado con ella, “ma bête”; mientras la tripulación la tortura de toda forma imaginable, que es otro modo de sostener que “esa mujer es mía”, como decía el militar del relato de Walsh (1966), aunque la mujer en cuestión no fuese de nadie.
Entonces: los hombres –la civilización española– se acercan en bote a las sirenas/indígenas y una es atrapada, se convierte en cautiva (noto que en nuestra tradición crítica y literaria las cautivas nativas son las grandes desaparecida: ser mujer, en la tradición, aparentemente no es ser india10). Desde ese momento, con un ojo herido, su mirada se vuelve explícitamente oblicua, torcida, tuerta, reforzando la idea, la existencia, de una mirada corrida de las epistemologías modernas patriarcales, ocularcéntricas y coloniales y de las violencias que estas implican. Sin embargo, no sabremos mucho de ella porque no es solo la mirada la que activa un fuera de campo sino que la misma pez, encerrada primero en la bodega del barco y luego en una celda en un estaque, puro cuerpo o puro grito, sin voz articulada, será mantenida, casi todo el tiempo, fuera de escena. Su voz, exceso vocal ligado a lo animal que se mantiene constantemente entre el sonido y el sentido, es percibida como amenaza a la vida por los navegantes –sus gritos y sus garras efectivamente los destrozan– y es una protagonista decisiva que se opone a la escritura del almirante. Dos epistemologías en disputa.
La segunda mitad del relato es otro diario: el de la infanta Isabel, a quien primero conocemos también relatada por los hombres a bordo. La sin barriga (por incapaz de engendrar) vive con Ignacia y su amante Moliat de fleur: “Hay quienes aseguran que sus cuerpos se mezclan en la noche” (p. 67), murmuran. Colecciona pinturas y escultura de sirenas, “Estudia la anatomía de las criaturas sobre su propio cuerpo obeso” (p. 63).
El encuentro entre sirena y princesa (dos potencias míticas de las narrativas heteronormativas) es obstaculizada por los hombres hasta que finalmente sucede –la interrupción es inminente: “Un canto ¿o un grito?, me toma. Siento un placer repentino. Sin pensar meto mis manos por entre las rejas de la celda marina.” (p. 115), escribe la infanta. Lo que en los hombres genera horror se reconfigura en la presencia femenina: es entrega, es deseo, es deleite. “La siento adentro mío (…) toco el agua cálida que me une a ella. Su canto adentro mío se expande.” (p. 119), continúa la infanta. Y más adelante: “Digo, canta distinto hoy. Tattet me mira. No canta, dice, si está en silencio. [La] Escucho (…). Pequeñas corrientes me atraviesan (…) cada vez vienen con más fuerza (el barullo es ensordecedor)” (p. 158). La voz entre ellas adquiere relacionalidad y resonancia. No existe lo inaudible, sabemos, sino lo que no se escucha. Escuchar decir “nada” es tanto la irrupción de un síntoma como una postura ética. Es un gesto que invierte una fuerte tendencia moderna: el de la (propia) sordera como dispositivo de lectura.
Es cierto que Isabel también escribe a la especie subalternizada (como indica la tradición letrada argentina) pero lo importante no es darle voz a la pez sino inscribir lo que se escucha (lo que se atiende), y lo que esta escucha suspende, interrumpe. Ahí se produce la inversión del paradigma acústico colonial. El sonido, como movimiento, inmediatamente une a las dos seres que arrastran espantos de fin para la raza humana (y para la heteronormatividad): una porque amenaza con filiaciones híbridas, la otra, con la esterilidad. Así, entre la obesa infértil, heredera de la corona y la monstruo reproductora bien del Sur, se construye un espacio de intimidad que configura a la infanta como sujeto de escucha y que requiere, siempre, su inclinación, es decir, su corrimiento del eje vertical –humano y jerárquico– (“me arrodillo”, p. 143; “bajo apenas mi cabeza”, p. 143).
El horror, como señala la filósofa italiana Adriana Cavarero (2009), siempre quiere borrar el nombre de la víctima convirtiéndola en especie. En este caso, la formula se confirma: la pez, la bestia. Y es la infanta quien la renombra: lista los nombres de sirenas tradicionales para desnombrarla. Para sacarla de la serie, de la tradición occidental, del bautismo en manos de varones y reubicarla. Si cambia el nombre, cambia el relato, cambia la herencia (blanca). Apipé, decide. El cuerpo se convierte, metonímicamente, en territorio y lengua (nacional). Se refuerza una forma de pertenencia que, a partir de lo que hay, propone otra cosa. La sirena desterritorializada es reubicada imaginariamente en su hábitat –desdomesticada– pero la lengua, intervenida por las dos mujeres (Ignacia e Isabel) sufrió una modificación también. Ahora significa “indómita protectora” (p. 148). Su nombre deja de representar la sumisión que el imperio exige y recala en lo comunitario, en el afecto, en la vertiente horizontal: cuidadora, acompañante. Se refuerza así también el hecho de que el nombre es familia (ahora sí, elegida).
Si la sirena tendió a ser representada lejana, recostada en una playa, acá el cuerpo a cuerpo prevalece. Primero el exigido por la violencia. Después el del parto. La infanta desearía tener las crías de la sirena, pero lo que más quiere es liberar a Apipé.
Llega la escena final. Los hombres fueron burlados por Isabel e Ignacia:
Busco bajo el agua turbia. Apipé que me descubre. Se acerca, nada en círculos a mi alrededor, haciendo temblar el agua, mi cintura y vientre (…). Me abrazo a Apipé y la criaturita que está entre ambas queda así a resguardo (…). Temo por las tres. Apipe me envuelve con sus cabellos firmes y ahora entiendo que es ella quien va a sacarnos de acá (…). Las dos pegadas somos una al fin (…). La niña abre y cierra sus ojos bajo el agua (…). Sos preciosa vos marroncita, le digo. La beso y sonríe. Siento el agua correr sobre mi cara, entrar en mi nariz (…), en todo mi cuerpo flojo, dejo de sostener. Apipe lo nota (…) me deja caer. Lo hace con ternura, en un canto herido de amor (…) siento sus voces adentro mío” (p. 161).
Sonido y escucha construyen un instante temporal: este es nuestro momento, este es nuestro lugar. El conocimiento sensible, el sonido, abre un espacio de interacción, como sostiene el teórico estadounidense Brandon Labelle (2010): un flujo de voz y urgencia, de mutualidad y de compartir. Frente a la civilización textual, el flujo del sonido pone en comunicación a los cuerpos y los une físicamente. En esa microgeografía, en ese instante de intimidad antes de la muerte, este es nuestro momento se convierte en esta es nuestra comunidad. La comunidad de las “mostras”, de las desclasadas, de quienes no tienen forma humana: la pez indígena, la infante marroncita y la gorda estéril.
Nuevamente, la sirena parece existir en tanto escrita. Pero desterradas adrede de toda historia oficial sólo quedarán de estos tres seres, en la novela, sus rastros en el diario imposible, voluptuoso y deseante de una fantasma (la infanta ahogada). “Bárbaros, las ideas no se matan”, resuena el eco Sarmiento en mi lectura, mientras entiendo que, por la misma cualidad de quien lo escribe, este diario –retorno narrativo, fantasmático e inmortal– empieza después del final y se dispone como una figura de la resistencia, como el retorno de la potencia de la vida contra el dominio sobre la vida (Negri, 2007).
La temporalidad permite establecer otras relaciones con la historia o, directamente, con otras historias. Porque la revuelta solo es posible si trae consigo algo de la herida del pasado pero no para anclar ahí, sino para redistribuirla: las ficciones del pasado se desmantelan, se vuelven accesibles y se entienden justamente como eso, como ficciones. Así, si la tradición literaria fue construida sobre la sustracción de voces, el relato de Larralde, sus voces, proliferan sobre el reconocimiento de esa falta. No se pudo matar a la muerta (otro problema que atraviesa a la literatura argentina de la segunda mitad del siglo XX). En este relato la muerte no ordena, no aplaca las fuerzas extraordinarias desatadas por el amor como indica la tradición. Por el contrario, quien fuera subalternizada a pesar de su rango, tampoco en este relato pierde la palabra –es decir, el control acústico. Pero el costo es perder la forma humana. Porque darle voz a las sin voz, en nuestra tradición literaria y política, parecería ser una misión imposible. Ellas solo pueden habitar la lengua como extranjeras. Y que más extranjero que un fantasma (carece del cuerpo que es el escenario de la historia): protegida del horror de lo real, su voz queda suspendida sobre un tiempo que lo abarca todo, incluso el futuro. Tiempo sin bordes.
Entonces, Sirena y fantasma, marrón y obesa no son en este relato simples figuras retóricas que nombran una diferencia. Son ficciones que tensan los modos de percibir y hacer cuerpos (de darles lugar y forma, de historizarlos, de afectivizarlos y de violentarlos) y que activan preguntas centrales para nuestra tradición: ¿cómo se da la muerte en nuestra cultura? ¿sobre qué pactos se sostiene nuestra literatura? ¿Sobre qué bases se arma la comunidad?
Coda. La fiesta de las sirenas, la síntesis de Agostina Luz López
Una sirena y un sol. Dos emojis. Así empieza el relato de López. Una chica insiste con la iconografía monstruosa, la otra con corazones, mujeres de la mano y candados. Fuera del lenguaje, por fuera del discurso amoroso, en el límite de lo inteligible hay un mensaje que intenta ser dicho y que al principio no es entendido porque se sale del libreto, porque atenta contra la racionalidad, incluso contra lo posible.
Adolescentes que se drogan sin supervisión parental, deseos de llevar adelante una vida diferente a la pautada por las convenciones: hasta ahí un bildungsroman contemporáneo. Pero quiero detenerme en la orgía entre mujeres. Porque lo que provoca es la aparición de un monstruo. En este relato, después de la fiesta en femenino o a partir de la fiesta en femenino es que la “inversión” (López, 2021, p. 20) (todos sus sentidos son válidos) sucede. La fiesta, como en la novela de Bejerman, resulta condición de posibilidad para el cambio de signo. El rozamiento entre cuerpos en el cuento de López no separa, no reta sino que une y transforma las condiciones de existencia: “juntas éramos una, se habían diluido nuestras fronteras” (p. 32). Tocarse, besarse, calentarse, convertirse en sirena sucede en comunidad: en el frotamiento entre mujeres se produce la revuelta poshumana.
Como en la isla Apipé, no hay varones en este texto. Hay camas flotando en agua rebalsada, en departamentos inundados. A diferencia de los relatos anteriores, en este se produce un repliegue hacia escenarios íntimos (lo privado es ahora, como la época sostiene, reconocidamente político), cargados de tensiones afectivas y es ahí donde emerge la anomalía.
Pero nuevamente, para relatar algo hay que claudicar: quien narra debe separarse del resto de las mujeres; mantiene la voz y la forma humana, y ceñida por las convenciones solo puede aspirar a deseos insatisfechos. Esas son las condiciones del narrar. Las otras convertidas en sirenas –en tribu, como se diría en un tono pos 2015– cuchicheando en una lengua ininteligible, ruidosa, no construyen relato pero, salidas del tiempo de la no excepción, presentan otras subjetivaciones –políticas, afectivas, literarias– posibles. Instalan: “la posibilidad de componer lo común desde lo intenso y diferente, desde lo múltiple y heterogéneo” (López, 2019, p. 42), lejos de la novela familiar moderna y sus mitos fundantes; lejos de las luchas por la palabra (nacional) o por la demarcación de territorialidades. La anomalía corporal produce una cierta voluptuosidad que lleva también a una sensibilidad diferente (ni animal ni humana) y a la producción de una lengua húmeda y enrarecida.
El dilema entre civilización y barbarie, nuevamente, ya no es dilema, porque no hay lugar para la operación de demarcación, opresión y supresión de la alteridad. Esta gestión, como dice Jacques Derrida, pertenecen al discurso “del hombre; sobre el hombre, incluso sobre la animalidad del hombre, pero para el hombre y desde el hombre” (Derrida, 2008, p. 54). La única existencia concebible en el relato es aquella que abraza la hibridez y el encuentro con lo diferente: no hay sujeto estático; se producen nuevos repartos del nombre: se eligen y se modifican; revisten sentidos proclamados, ya no heredados. Es una invitación a pensar otras formas de la organización social, es una invitación a multiplicar nuestros mundos, a inventar vidas y prácticas más felices (más fiesteras) que nos liguen a otros seres; a desobedecer.