Lejos de constituir un fenómeno aislado, la aparición del llamado “nuevo cine colombiano” se ubica dentro del contexto amplio de las transformaciones ocurridas en diferentes ámbitos de la producción cultural durante la era de la globalización. Al igual que los campos de la literatura o de la música, el del cine también ha conocido en las últimas décadas un importante proceso de “mercantilización, de mediatización y de internacionalización” (Sapiro et al., 2015, p. 5), y ha tenido que enfrentarse a nuevos modos de producción y de difusión que han contribuido a reconfigurar su funcionamiento. Es en este renovado escenario de intensificación de los intercambios internacionales e interculturales en el que empieza a surgir, alrededor de los años 2000, una serie de largometrajes colombianos de ficción a partir de la que críticos y festivales ―sobre todo franceses― han construido la idea de un nuevo cine de autor en el país, tal como ha sucedido por la misma época con las filmografías de Argentina, Chile, México, Uruguay y Brasil1.
La novedad de este cine colombiano al que nos referimos tiene que ver entonces, antes que nada, con un cambio en las modalidades de producción y circulación de las películas y, luego, con las formas cinematográficas que allí se gestan y reproducen. Así, para Minerva Campos, experta en cine latinoamericano, tres aspectos fundamentales definirían el “nuevo cine colombiano”: la aparición de auspicios nacionales que fomentan la producción y la inclusión de los proyectos en circuitos internacionales de apoyo, especialmente europeos; la exhibición, celebración y canonización de las películas en esos mismos circuitos, donde los festivales juegan un papel determinante, y la emergencia de nuevos temas, personajes, narrativas y estéticas (2017, p. 119-121). Si seguimos esta definición, podemos notar, de entrada, que los dominios de la producción, legitimación y visibilización del “nuevo cine colombiano” se enmarcan en un sistema de relaciones con el continente europeo, y particularmente con Francia, que determina fuertemente su existencia a nivel material y simbólico. En efecto, Francia constituye el principal lugar epistémico, discursivo y financiero desde el que se ha anunciado y promovido la aparición de este nuevo cine dentro de la “economía mundializada de las imágenes” (León, 2012), hecho que conduce a la pregunta por las estructuras de poder y los órdenes de dominación cultural que subyacen al campo de la producción cinematográfica colombiana reciente.
En ese orden de ideas, el objetivo de este artículo es considerar el “nuevo cine colombiano” como un fenómeno cultural inserto en el esquema de relaciones geopolíticas del mundo globalizado, entre cuyas consecuencias están tanto la acumulación de preceptos de normalización para las películas (Lecler, 2017) como una creciente búsqueda de estrategias de desprendimiento (Mignolo, 2007) por parte de algunos de los hacedores de dicho cine. En un primer momento, me concentraré en la caracterización de la nueva filmografía colombiana, de sus mecanismos de existencia y de la posición que ocupa al interior del mercado internacional del cine de autor. Posteriormente, examinaré desde una perspectiva crítica decolonial los modelos de producción, distribución y consumo del cine contemporáneo colombiano en relación con la colonialidad del poder, del saber y del ver que pesa sobre las cinematografías dominadas. Finalmente, abordaré un par de ejemplos concretos, entre los cuales está el caso de la productora Diana Bustamante, una figura clave del actual panorama fílmico colombiano que ha nutrido a lo largo de su carrera una cierta mirada de oposición ante las prácticas de producción hegemónicas.
Redes de producción y circulación del “nuevo cine colombiano”
La sombra del caminante (2004), Los viajes del viento (2009) y El abrazo de la serpiente (2015) de Ciro Guerra; El vuelco del cangrejo (2010) y Los hongos (2014) de Óscar Ruiz Navia; La sociedad del semáforo (2010) de Rubén Mendoza; La sirga (2011) de William Vega; La playa D.C. (2012) de Juan Andrés Arango; La tierra y la sombra (2015) de César Augusto Acevedo; Memoria (2021)2 de Apichatpong Weerasethakul: he aquí una lista de algunos de los títulos más celebrados internacionalmente que han conseguido dar una visibilidad inédita a la filmografía colombiana y que, por lo tanto, conforman el canon de lo que hoy conocemos como el “nuevo cine” de ese país. Al surgimiento de estas películas han contribuido factores internos y externos, cuya conjunción explica tanto el aumento objetivo de la producción cinematográfica en el país a partir de la primera década del siglo XXI como el lugar que esta se ha ganado en los espacios fílmicos europeos.
En Colombia, los años 1997 y 2003 fueron clave para el sector audiovisual. Después de la promulgación de la Ley 397 de 1997 o Ley General de Cultura ―por la cual fueron tomadas medidas en favor del aspecto industrial y artístico del cine nacional, y fue decretado el nacimiento del Fondo Mixto de Promoción Cinematográfica (Proimágenes Colombia), ente encargado de regular la industria cinematográfica colombiana y su patrimonio de imágenes en movimiento―, la sanción de la Ley 814 de 2003, o Ley de Cine, vendría a reforzar la producción audiovisual colombiana gracias a la instauración del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico (FDC). Desde luego, estas medidas gubernamentales han sido y siguen siendo objeto de críticas y debates por su insuficiencia, por su gestión insatisfactoria o por los criterios que presiden la asignación de los apoyos. Sin embargo, es un hecho comprobado que, a partir de esas fechas, el volumen de producción anual de películas colombianas ha incrementado con respecto al de períodos anteriores y que las ayudas ofrecidas por Proimágenes y el FDC se han convertido en un elemento detonador que ha dado el empujón necesario a varias películas del “nuevo cine colombiano” para poder llegar a existir en los preciados espacios internacionales (Campos, 2017, p. 128).
Entre las líneas de acción más destacadas de esas dos instancias nacionales de fomento encontramos el incentivo a la exportación y a la inserción del cine colombiano en el mercado global. Varias de las películas anteriormente citadas se han beneficiado de subvenciones para participar en festivales, talleres, foros, muestras y encuentros que permiten conectar a los profesionales colombianos del cine con sus homólogos a nivel mundial, aunque principalmente a nivel europeo, lo que funciona como trampolín para darles más posibilidades de materialización y reconocimiento a los proyectos3. La institucionalización de estas ayudas obedece, por un lado, a las políticas y lineamientos de los poderes públicos colombianos, que asumen un rol específico dentro del ajedrez de la diplomacia cultural y la división internacional del trabajo4, y, por otro lado, al reconocimiento de las nuevas reglas que rigen el campo de la producción cinematográfica, donde el paso por los circuitos europeos se ha convertido en un requisito indispensable para la realización de películas como las que integran las filas del “nuevo cine colombiano”.
Hoy por hoy, la industria internacional del cine de autor ―que como otras industrias culturales ha sufrido en las últimas décadas un proceso de reorganización simbólica y económica― está organizada alrededor de un aparato financiero y profesional de gran complejidad que acarrea nuevas condiciones de existencia y de difusión para las películas. A fin de ilustrar este punto, enfoquemos el caso puntual de América Latina. Los fondos de apoyo nacionales, internacionales e intergubernamentales, los múltiples festivales con sus respectivas plataformas profesionales, las becas otorgadas por fundaciones e instituciones culturales, las empresas de producción, distribución y explotación radicadas en varios países, entre muchos otros actores que se mueven entre los espacios culturales de Europa y América Latina, conforman actualmente un denso entramado cuyas interacciones propician la vitalidad de los cines latinoamericanos contemporáneos. Uno de los dispositivos más emblemáticos de esta nueva red de intercambios y cooperaciones transnacionales es el régimen de coproducción cinematográfica, que constituye actualmente una condición necesaria para la existencia y difusión de las películas de autor latinoamericanas, como también lo es el paso de dichas películas por algún festival europeo de cierta envergadura (Rueda, 2018b, p. 257). La coproducción y la participación en festivales se han convertido en instancias de mediación fundamentales entre el mercado cinematográfico francés/europeo y las películas y cineastas de América Latina, pues son los lugares de encuentro y negociación que participan en mayor medida no solo de la internalización de la cadena de producción cinematográfica, sino también de la construcción de sentido de un campo artístico insertado en el mercado global. En consecuencia, es posible hablar, como lo hace Rueda, de un nuevo “modo cultural de producción” de la filmografía latinoamericana de autor, cuyo análisis revela, para esta misma autora, las profundas cuestiones económicas y políticas que estructuran los intercambios en este dominio y que favorecen, primordialmente, la exportación de los cines locales y su explotación en un mercado mundial en el que el segmento dedicado al cine de autor es dominado por Francia (2018a, p. 7-8).
Pero antes de sumergirnos más hondo en la consideración crítica de algunos de los aspectos que definen las conexiones cinematográficas América Latina/Francia, es pertinente poner sobre la mesa el ejemplo de la trayectoria de producción, exhibición y consagración que siguió una de las películas más insignes del “nuevo cine colombiano”, a saber, La tierra y la sombra (2015), para ilustrar el “modo cultural de producción” que acabamos de evocar. En el ámbito nacional, el filme de César Acevedo obtuvo dos incentivos por parte del FDC y una ayuda de Proimágenes para participar en talleres internacionales. En el ámbito internacional, se hizo con una beca para desarrollo de proyectos ofrecida por la Casa de las Américas y la Fundación Carolina de España, y también con una mención de honor en el Foro de Coproducción Europa-América Latina del Festival de San Sebastián (asociado al Festival Cinélatino de Toulouse). Posteriormente, recibió estímulos para desarrollo y producción de la mano del Fondo Ibermedia, del Hubert Bals Fund (auspiciado por el Festival de Cine de Rotterdam) y del Netherlands Film Fund. Finalmente, en 2015, la película terminada fue difundida en diversos festivales europeos y fue seleccionada para la “Semaine de la critique” del Festival de Cannes, de donde salió galardonada con la Cámara de Oro5, el premio más prestigioso recibido hasta el momento por una película colombiana, lo que repercutió a su vez en el aumento del interés de la crítica y los profesionales franceses por la cinematografía de dicho país. A grandes rasgos, esta es la dinámica que rige el esquema de producción y reconocimiento de las películas del “nuevo cine colombiano”, así como de otros nuevos cines de América Latina.
El caso de La tierra y la sombra es también representativo de que, a pesar de la gran diversificación de festivales y otras instancias de mediación al interior de un campo cinematográfico ampliamente reconfigurado, el Festival de Cannes continúa ocupando una posición privilegiada como agente de legitimación y visibilización de cinematografías emergentes o poco conocidas en el ámbito cinéfilo (Pineda, 2018, p. 133), y constituye uno de los espacios por excelencia en el que se definen la idea y las marcas habituales de la identidad del cine de autor desde Francia para el mundo6. Pero el Festival de Cannes es solo uno de los varios mecanismos que contribuyen a fortalecer el papel central que desempeña Francia en la industria internacional del cine de autor. De hecho, hay todo un abanico de políticas económicas y culturales puestas en práctica por este país en el dominio de la cinematografía que no se limitan a impulsar una producción exclusivamente nacional, como es común en muchos otros países, sino que buscan también extender su radio de influencia a los “cines del mundo” o “cines del Sur”. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que el sistema de coproducción y de acompañamiento de películas que describimos arriba entra de lleno dentro del marco de intereses definido por la “diplomacia francesa de mercado” en el campo del cine, entre cuyos logros está el hecho de que hoy, a fin de cuentas, “son los profesionales franceses del cine quienes producen y venden la mayor parte de películas de autor del mundo entero” (Lecler, 2017, p. 140; trad. nuestra).
Pero más allá del asunto de los beneficios económicos que esto pueda o no reportar para el sector audiovisual francés, lo que quisiera resaltar aquí es el tipo de vínculo que cinematografías periféricas como la colombiana mantienen con cinematografías como la francesa, es decir, la manera en que el estatus de existencia de, por ejemplo, el “nuevo cine colombiano” de autor es revelador del tipo de relaciones de fuerza que ligan a los países de “Norte” con los del “Sur” en el campo fílmico. Para demostrarlo, cabe comentar con más detalle la noción misma de cine de autor que aplicamos a las películas colombianas recientes que nos interesan.
¿Cine de autor = cine independiente?
De origen francés, la “política de los autores” teorizada en los años 50 por François Truffaut y otros asiduos de los Cahiers du cinéma se caracteriza por conceder al autor un lugar preponderante: al ponerlo en el centro de la obra fílmica, lo erige como garante único de su calidad artística y su coherencia. Este es un rasgo que diferenciaría al cine de autor del cine de Hollywood ―el cine industrial estadounidense dominante en el que, usualmente, es el estudio el que cobra mayor relevancia―. Surge entonces la siguiente pregunta: cuando hablamos de cine de autor para describir ciertas películas producidas en los cinco continentes, ¿nos referimos también a un “cine independiente”?
Las categorías de cine de autor y de cine independiente no son intercambiables, pero existen entre ellas numerosos vasos comunicantes. En las industrias cinematográficas del mundo entero, se considera como “independiente” todo aquello que se opone y se aleja de la poderosa hegemonía del cine hollywoodense (Hurault-Paupe y Murillo, 2013, p. 6). Este factor oposicional es el que aproxima a los muy heterogéneos cines independientes del mundo entero. En ese sentido, podría afirmarse que el cine de autor ostenta en alguna medida la cualidad de independencia y, por consiguiente, también lo haría el “nuevo cine colombiano”. Desde sus inicios, el cine de autor nacido en Francia y posteriormente irradiado hacia el mundo entero ha enarbolado la bandera de la independencia, y lo sigue haciendo. De acuerdo con Rueda, uno de los valores sobre los que se funda actualmente el mercado internacional del cine de autor es justamente el de la independencia, pues este tipo de cine encarnaría una alternativa al imaginario mercantil de Estados Unidos y promovería entre sus participantes una comunidad de “pensamiento artístico y cultural independiente” (2018a, p. 7), cosa que revela una toma de posición política en el campo cinematográfico internacional por parte de las personas que se adscriben a esta tendencia.
Dicho esto, hay que considerar que las diferencias de contexto que existen a ambos lados del Atlántico “crean diferencias notables en la oferta de películas y en su manera de volverse independientes” (Hurault-Paupe y Murillo, 2013, p. 9). Por tal motivo, es importante cuestionar los límites del concepto de independencia cinematográfica y resaltar la necesidad de tener en cuenta cada contexto específico a la hora de pensar en las categorías que utilizamos para designar determinados fenómenos culturales. La noción de independencia no tiene las mismas connotaciones cuando la abordamos desde América Latina, Estados Unidos o Francia; asimismo, el concepto de cine de autor no describe una realidad unitaria u homogénea en todos los países. Por tanto, aquello que adquiere mayor relevancia para nosotros es percibir de qué modo ambas categorías ―cine independiente y cine de autor― son, ante todo, objetos de discurso y de representación que cargan con un capital simbólico considerable (Hurault-Paupe y Murillo, 2013, p. 11) de cuya administración, al fin y al cabo, se encargan unas instancias hegemónicas puntuales.
En efecto, las políticas que han acompañado el desarrollo reciente de la industria cinematográfica internacional han contribuido a (re)estructurar la división del trabajo y de los diferentes tipos de capital en este ámbito, y han terminado de establecer unos cuantos frentes hegemónicos que se han hecho con el monopolio de áreas culturales y de mercado específicas en las que ejercen un elevado poder de control. Por ejemplo, Francia es actualmente el país que domina la producción, distribución y valorización del cine de autor en el mundo entero, y en particular de los países del “Sur”. Así, cuando decimos que el “nuevo cine colombiano” entra dentro de la esfera del cine de autor, decimos también que esas películas han asimilado un modelo “alternativo/independiente” pero igualmente dominante, que se han orientado hacia una cierta visión del cine defendida por Francia a nivel internacional, que forman parte de un territorio cinematográfico administrado por el “centro” que representa dicho país. En ese sentido, a pesar de la recomposición e internacionalización de las redes de producción y circulación en que se mueve el “nuevo cine colombiano”, este sigue siendo tributario de las divisiones entre zonas geoculturales centrales y periféricas características de la modernidad colonial. Como escribe la crítica cultural Nelly Richard, “[e]l Centro, aunque se travista de desintegrado, no ha dejado de operar como tal, archivando lo desviante bajo un repertorio de figuras cuyas claves, semánticas y territoriales, sigue administrando con plena exclusividad” (1989, p. 45).
Universalismo cinematográfico
Si nos enfocamos en la noción de cine de autor tal como es entendida y exportada desde Francia por algunos actores del medio, podremos identificar la ambivalencia del discurso que la acompaña. Tomemos como ejemplo a un conocido productor francés de cine de autor internacional como Philippe Avril, quien ha coproducido numerosos largometrajes con países de Asia, África y el Medio Oriente. Avril es crítico de la distinción, muy extendida en Francia, entre cine de autor ―que correspondería al cine de autor francés― y los llamados “cines del mundo” ―expresión que englobaría a todo el cine de autor no francés, pero en gran parte coproducido con Francia―, pues a sus ojos esta maniobra de lenguaje denota cierto egocentrismo de la cultura francesa, cierta condescendencia, cierta pretensión de superioridad intelectual y de guardián del buen gusto (Euvrard, 2020, p. 6). Lo que el productor defiende es entonces una concepción internacional del cine de autor aplicable a los cineastas del mundo entero en su singularidad: para él, más que el origen geográfico, lo que importa es el procedimiento artístico del autor que acompaña cada obra en particular. Así, para Avril, el cine de autor internacional es un cine de individualidades, un cine sin distinción de nación en el que todos los interlocutores se comunican naturalmente en una suerte de esperanto, de lenguaje cinematográfico universal cuyo alfabeto sería un ideal artístico compartido (Euvrard, 2020, p. 9).
A pesar de la sospecha que el productor expresa respecto a la noción de “cines del mundo” tal y como la define una mirada francesa auto centrada, el punto de vista que defiende revela que su lugar de enunciación es también manifiestamente eurocéntrico. La tendencia universalista de su visión del cine de autor, que hace abstracción de la historia y de los condicionamientos espaciales, da muestras de una actitud colonial frente a las formas de producción de conocimiento, en la medida en que pretende ubicarse en una especie de “punto cero”7, de lugar neutro de observación desde donde pregona la existencia de una verdad cinematográfica que supone que los artistas comparten espontáneamente. En este proceso discursivo de universalización, Avril no atiende al hecho fundamental de que las normas y los valores estéticos, antes que ideales universales, son hechos sociales, es decir, elaboraciones colectivas de épocas y lugares determinados que evolucionan históricamente, y en donde siempre hay posiciones que coexisten y compiten (Mukarovsky, 2000, p. 173-180). Además, al postular que el cine de autor internacional es un terreno neutro de encuentro entre culturas en el que los individuos comparten el mismo lenguaje universal del cine, Avril hace caso omiso de que esa definición “universal” del cine en cuanto arte, su canon, las instituciones que lo celebran y ayudan a existir han sido, en realidad, inventos modelados por grandes países occidentales, entre los que destaca Francia (Duval, 2016, p. 70), un país preocupado por su influencia cultural en el extranjero que está tan comprometido en contra de los modelos y las lógicas comerciales del cine estadounidense dominante como en favor de la diversificación mundial del cine de autor.
Retórica de la diversidad cultural
La promoción de la diversidad cultural se ha convertido en un tema recurrente de las políticas francesas de apoyo al cine de autores extranjeros y, por consiguiente, de la retórica de portavoces del cine de autor a nivel internacional como Philippe Avril. En palabras del propio productor: “No es relativismo, no soy anti francés cuando digo que es fundamental que Francia ayude a existir a jóvenes cineastas colombianos o indonesios. Y Francia lo hace, y lo hace mucho más que otros. Hacer existir este tipo de cine […] es [lo] más importante para mí” (citado por Euvrard, 2020, p. 9; trad. y énfasis nuestros). Contribuir a la diversidad y el dinamismo del cine en relación con estándares estadounidenses de producción y consumo es una de las principales tareas que se plantean personas como Avril, así como toda la red diplomática que, principalmente desde Francia, auspicia la industria internacional del cine de autor.
En medio de los procesos de mundialización y liberalización que atravesaron los campos de producción cultural, la UNESCO adoptó en 1999 la noción de “diversidad cultural”. Actualmente, esta noción constituye el común denominador político que vincula los intereses diplomáticos, culturales y mercantiles de Francia en el terreno del cine, y se presenta como una alternativa al dominio hollywoodense en el mercado internacional (Lecler, 2017, p. 156). La terminología oficial del célebre Fonds Sud Cinéma (hoy Aide aux cinémas du monde), un fondo gestionado por el CNC y el Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia que ha sido determinante para muchos cineastas no franceses desde 1984, hace del favorecimiento de la diversidad cultural en el mundo el pilar de su misión de apoyar a los países con “cinematografías frágiles”. Esta política de colaboración, sin embargo, ha ido a la par de un trabajo de “normalización implícita” de los proyectos bajo el criterio polisémico y ambiguo de la “autenticidad”, que funciona como instancia de regulación y control de la diversidad (Lecler, 2017, p. 141). La doctrina de la diversidad cultural se ha convertido también en uno de los móviles de la plataforma Cinéma en Construction del Festival Cinélatino de Toulouse en su misión de ayudar a existir a los cines de América Latina, pues el respeto y la promoción de este principio serían acordes al espíritu de solidaridad, cooperación y compromiso político que anima al Festival de Toulouse desde sus inicios (Rueda, 2018a, p. 7).
Ahora bien, en tanto instrumento de promoción de la diferencia y de puesta en relato de la alteridad, el concepto de diversidad cultural tiene que mirarse más de cerca en sus repercusiones concretas sobre la creación de territorios imaginarios y la demarcación de fronteras geopolíticas. Lecler ha mostrado en su análisis de los mecanismos de selección del cine de autor extranjero patrocinado por el Fonds Sud, y más adelante seleccionado en festivales y difundido en salas europeas, que existen tres niveles de estandarización que contribuyen a normalizar o uniformizar los cines del “Sur” o del “mundo”: se espera que las películas cuenten una historia “anclada en una realidad local y cotidiana”, que documenten la realidad sociopolítica de un país, y que recurran al registro de lo simbólico, de lo sensible y de las emociones para “universalizar” el argumento (Lecler, 2017, p. 150). Estos tres niveles de relato se conjugan alrededor de la idea de autenticidad, cualidad última buscada por quienes participan de los comités de selección, quienes la evalúan según criterios como la claridad, la moderación, la sinceridad y la pertinencia a la hora de documentar la realidad de la región (Lecler, 2017, p. 151). De este modo, las estrategias francesas de fomento de la diversidad en el cine acaban imponiendo unas normas y prescribiendo unos horizontes de expectativas específicos que hacen dudar de la promesa de independencia frente a otros modelos hegemónicos y que vuelven evidentes las contradicciones inherentes a los aparatos europeos de cooperación cultural heredados de un sistema colonial.
En sus estudios sobre el “nuevo cine colombiano”, Pineda (2018) y Campos (2017) han identificado, sin proponérselo expresamente, varios de los elementos de la tendencia normalizadora que señala Lecler. La primera investigadora describe el “nuevo cine colombiano” como el resultado del trabajo de una nueva generación de directores que han buscado darle una nueva cara al cine nacional con la adopción del modelo y la estética del cine de autor, un tipo de cine que no tiene cabida en el circuito colombiano, pero que existe en el mercado internacional gracias a estímulos y subvenciones europeos, mayoritariamente franceses. A partir del análisis de tres películas, a saber, El vuelco del cangrejo (2010), La sirga (2011) y La tierra y la sombra (2015), Pineda concluye que dichos apoyos económicos se interesan en apostar por una estética de cine de autor específica definida por las siguientes características que ella encuentra en las películas: la inclusión de elementos autobiográficos; el desarrollo de una estética influida por el documental; un gesto de ruptura y de transgresión con respecto al pasado; un tratamiento poético y simbólico de los fenómenos de violencia, y una concepción del autor como un artista completo que controla todas las etapas de su producto para transmitir una visión singular del mundo (2018, p. 135-139). La investigadora demuestra que dichas películas se basan en el paradigma del cine de autor europeo y que esta ha sido su manera de conectar su visión artística de la realidad colombiana con un público fuera de Colombia en una época de globalización cultural. No obstante, su aproximación se detiene en la citada constatación y no la problematiza desde una óptica decolonial.
En el caso del estudio de Campos, la investigadora subraya algunos de los elementos que más han llamado la atención de las películas que conforman el “nuevo cine colombiano” celebrado en los circuitos internacionales. A partir del análisis de Los viajes del viento (2009), aunque con referencias a todo un conjunto de películas, Campos explica que en el cine de autor colombiano reciente se puede observar un interés de corte antropológico y documental por cartografiar el territorio y la cultura en historias en que lo rural/local se convierte en territorio de conflicto. Por eso, la participación de actores naturales es frecuente como mecanismo de verosimilitud. En estas historias la violencia es un tema constante, así como otros problemas sociales, pero se abordan indirectamente con una mirada contemplativa de ritmo lento que la investigadora asocia al imaginario del cine de autor (Campos, 2017, p. 121-124). La cercanía tanto de estos elementos como de los identificados por Pineda con los niveles de normalización expuestos por Lecler (2017) es patente.
Por otra parte, Campos comenta que la idea del territorio colombiano que deriva de estas películas producidas y consagradas con ayuda de los circuitos europeos gira en torno a un imperativo de autenticidad impuesto desde fuera y adoptado, a su vez, por las entidades nacionales de fomento al cine como Proimágenes8. La autora señala que el interés por “lo auténtico” puede contribuir a reforzar estereotipos exotizantes acerca de Colombia y su cinematografía y a homogeneizar los criterios de valoración de las películas; asimismo, anuncia el debate que existe en el medio acerca de la adecuación de los filmes del “nuevo cine colombiano” a las expectativas de los festivales, la crítica, los fondos de apoyo y los distribuidores europeos, pero no ahonda en él. Estimo que es necesario dar un paso más justamente en esa dirección que nos permita considerar las formas de producción del “nuevo cine colombiano” bajo una perspectiva más atenta a la cuestión de la colonialidad.
A mi juicio, es acertado el diagnóstico de Lecler, quien argumenta que la diplomacia mercantil francesa de la diversidad cultural, si bien permite que existan algunas películas de países dominados en materia cinematográfica, da pruebas de una herencia colonial por su tendencia a la fetichización o consumo estético de la diferencia, además de que sirve para alimentar una buena conciencia europea al preconizar la solidaridad y la cooperación (2017, p. 156). Para el sociólogo, el acompañamiento que se brinda a las películas del “Sur” y que les abre el camino para circular en el espacio internacional es otorgado bajo la condición de satisfacer la mirada y curiosidad del público del “Norte”, cosa que se logra gracias a un uso estratégico de la diversidad según ciertas fórmulas que han cristalizado en lo que ya se habría convertido casi en un género cinematográfico (Lecler, 2017, p. 157).
Por eso, es lógico que Lecler compare el espíritu que animó el Fonds Sud con el que animó la Exposición colonial de 1931 o la apertura del museo etnológico Quai Branly de París, en el sentido en que son todos dispositivos de enmarcación e interpretación de la alteridad por y para un público del “Norte”9. Así, el modelo de subvenciones a la coproducción por el que Francia propende, y que se ha propagado a otros países europeos, “lejos de reequilibrar las desigualdades mundiales en materia de producción cinematográfica, las conforta” (Lecler, 2017, p. 157; trad. nuestra). El “nuevo cine colombiano” se mueve entonces en un espacio que, hasta cierto punto, reproduce al interior del campo cinematográfico el esquema de relaciones de dominación económica y simbólica del sistema moderno/colonial. Lo que hemos analizado en los anteriores apartados, desde la utilización de la categoría de cine de autor en tanto supuesto lenguaje universal hasta el proceso de normalización que se aplica a las películas subvencionadas por Francia, nos permite matizar la tesis que defiende Rueda en varios de sus escritos sobre cine latinoamericano contemporáneo, según la cual las redes contemporáneas de producción de cine internacional contribuirían a desestabilizar y reorganizar los vínculos interculturales y a pensar de otra manera las antiguas interacciones geopolíticas centro/periferia o Norte/Sur (2018a, p. 7; 2018b, p. 258-263).
Colonialidad del ver y telecolonialidad
En este punto, es importante reconocer el aporte que ofrece el pensamiento decolonial para entender y generar crítica de las prácticas de producción de discurso audiovisual ―y de las instituciones y dispositivos que la sostienen― en su vínculo con las estructuras de poder mundial. En el marco de este artículo, dicha perspectiva nos ha conducido a cuestionar el eurocentrismo en el campo cinematográfico globalizado, a analizar la función geopolítica que cumplen algunos de los actores de la industria internacional del cine de autor en la perpetuación de la colonialidad del poder, y a poner de primer plano el rol que juegan el control y la estandarización de las imágenes de lo diverso a la hora de producir y reproducir la “diferencia colonial”10. A este respecto, los planteamientos de León (2012) son reveladores de posibles rutas conceptuales para pensar la relación entre la colonialidad y los dispositivos de producción, distribución, exhibición y consumo de imágenes, ya que atienden a la profunda imbricación que siempre ha tenido el campo de la visualidad con el sistema de jerarquías interdependientes constitutivo de la modernidad occidental y su “cartografía geopolítica”, tanto en épocas pasadas como en la época de mundialización actual, en la que “la imagen audiovisual se convierte en mecanismo de control, conocimiento y visualización de la alteridad geo y corpopolíticamente situada en los márgenes de Occidente” (León, 2012, p. 117).
Según lo que hemos constatado al seguirle la pista al “nuevo cine colombiano”, es posible afirmar que, en el nuevo escenario económico y cultural de la globalización, las estructuras coloniales de poder siguen existiendo, aunque ahora diseminadas en el mercado mundial, y siguen relegando las regiones periféricas a posiciones subordinadas en el intento de promocionar la diversidad. En industrias culturales actuales como la del cine de autor internacional, se actualizan diversos dispositivos coloniales de poder/saber, y entre ellos lo que León refiere como la “colonialidad del ver”, el régimen visual que permite la universalización de la visión central, al mismo tiempo que la clasificación y racialización del “otro”. En la economía global de las imágenes, las nuevas formas de organización de la producción no debilitan, sino que afianzan la colonialidad al construir una de red dispositivos de mediación que reproducen las jerarquías de la modernidad. A esta nueva fase, León la denomina “telecolonialidad”, pues “trabaja sobre el control geopolítico de la alteridad a nivel global basado en la administración de imágenes a distancia” (León, 2012, p. 118). El cine de autor patrocinado por Francia se debe plegar de uno u otro modo a las condiciones dictadas por el centro para poder existir, debe entrar en el juego europeo de la diversidad cultural a domicilio, y por eso las representaciones e imaginarios que allí se fabrican para la explotación mercantil entre un público del “Norte” están necesariamente permeadas de lógicas coloniales.
Ahora bien, como explica Mignolo, la colonialidad produce siempre una reacción, un sentimiento de desconfianza, una voluntad de desprendimiento que se traduce en proyectos que se abren a nuevas formas de pensar (2007, p. 26-27). La perspectiva crítica decolonial permite percibir que en el seno del sistema moderno-colonial ha habido desde el principio respuestas y resistencias que actúan como contraparte inevitable de dicho sistema. En ese sentido, me interesa analizar a continuación momentos de desprendimiento que han ocurrido en el ámbito del “nuevo cine colombiano” en el proceso de descolonización del pensamiento de algunos de los y las cineastas colombianos contemporáneos. Un ejemplo de ello es el caso de Rubén Mendoza, quien publicó, mientras rodaba el largometraje Memorias del Calavero (2014), una pieza titulada “Instrucciones para hacer una película que le guste a los cítricos europeos” 11, especie de falso making of que expresa el descontento del director frente a las normas que se imponen hoy en día al cine colombiano que resulta aceptable para la mirada exterior y, por lo tanto, exportable a los espacios europeos de circulación.
El corto de cinco minutos y medio de Mendoza nos ubica frente a un set de grabación en lo que parece ser lo alto de una montaña. El filme se abre con un plano fijo general que nos muestra, del lado izquierdo del cuadro, a un actor sentado cerca de un árbol y, del lado derecho, al equipo compuesto por los camarógrafos, los sonidistas y el director. Los miembros del equipo discuten sobre cómo hacer el plano que están supuestamente a punto de rodar. El director comienza por admitir que quiere algo que les guste a los festivales y explica: “los manes ahora están en la onda como muy contemplativa, muy quieta. Ver, contemplar, sentir, bla, bla, bla…”. Señala que quiere hacer una escena pausada que represente el remordimiento del Cucho, el personaje principal de la película. Dice que quiere también “una cosa que quede latinoamericana”, por lo que, justo después, ordena al actor que se desnude. El actor dice que prefiere quedarse en ropa interior, a lo que el director responde: “Bueno, hasta mejor, porque a esos manes no les gusta ver latinoamericanos empelotos”. En adelante, el director va a seguir enumerando una serie de elementos que agradan a “los manes” (a los festivales y cítricos europeos) y que, por lo tanto, considera pertinente incluir en la construcción del plano: la luz de la hora mágica, una actuación con connotaciones simbólicas, un movimiento lento de la cámara, “silencio y chicharras” en lugar de música, pájaros que aparezcan uno tras otro, ramas para llenar la composición, planos larguísimos, etc. Cuando finalmente deciden cómo va a rodarse el plano, la mirada se traslada de una visión externa del set a la cámara misma que está grabando la acción.
El plano resultante, que incluye un lentísimo movimiento de la cámara que se acerca al personaje y una pequeña rama agitándose lentamente al extremo del cuadro, es a todas luces un fiasco, o mejor, una deliberada parodia. Mendoza utiliza en este corto una estrategia de reducción al absurdo para probar su punto, que es el siguiente: la cinematografía latinoamericana que resulta atractiva para las instancias europeas de consumo y legitimación debe ajustarse a códigos estéticos y narrativos muy precisos que reglamentan implícitamente la existencia de las películas y que no cuestionan un imaginario miserabilista de larga data. Por este motivo, al final del corto, hay un saludo al falso documental Agarrando pueblo (1978) de Luis Ospina y Carlos Mayolo, otra crítica ya clásica de la “pornomiseria” y de la mercantilización de la diferencia. También al final del corto, Mendoza y su equipo señalan que se ubican en “Colombia, Tercer Mundo, Tierra”, lo que indica que la enunciación de su discurso fílmico está conscientemente situada y cargada de una energía sensible a las diferentes formas de colonialidad que marcan el “nuevo cine colombiano” de autor. Los elementos que ofrece el corto nos permiten, además, enriquecer el visionado del largometraje Memorias del Calavero, una película estrenada en Colombia que circuló exclusivamente en festivales de ese país y en el Festival de Cine de La Habana.
En lo que sigue me quiero enfocar en la figura poco estudiada de Diana Bustamante, productora de una buena parte de las nuevas películas de autor colombianas que he mencionado y, por lo tanto, un agente clave de la valorización, visibilización y reconocimiento del cine colombiano durante los últimos veinte años. Me interesa explorar la evolución de su pensamiento y praxis en lo tocante al oficio de hacer películas en Colombia, sobre todo en lo que tiene que ver con las relaciones establecidas entre el cine colombiano y el circuito cinematográfico francés, pues estimo que representa un esfuerzo de desprendimiento notable que es consciente de sus limitaciones y que se hace cargo de sus contradicciones.
Hacia otra(s) forma(s) de producir cine en Colombia
Diana Bustamante conoce íntimamente todos los rincones de la estructura cultural hoy globalizada que conforma la industria del cine de autor: además de sus labores como productora, se ha desempeñado a nivel nacional e internacional como jurado, programadora, asesora, miembra de comités de selección y directora artística de festivales. Desde el inicio de sus actividades, la apuesta irrevocable de Bustamante ha sido la de producir un cine que ve y narra las historias del país desde otro ángulo, alejado tanto de los modelos estéticos como de los modelos de producción hollywoodenses. En una entrevista personal concedida el 25 de septiembre de 2023, Bustamante respondió algunas de mis preguntas acerca de la visión que tiene de su ejercicio profesional.
A propósito del asunto de la coproducción, la colombiana señala que, aunque en diversas oportunidades ha coproducido películas con países latinoamericanos, una buena proporción de sus películas ha visto la luz gracias a la conexión con Europa, y especialmente con Francia12. Esta alianza tiene para ella múltiples caras y, además, ha evolucionado a lo largo del tiempo. Su primera experiencia de coproducción con Francia ocurrió en 2007, cuando participó en el Atelier del Festival de Cannes con la película Los viajes del viento. En ese momento, consideraba que para hacer posible su proyecto de subvertir las formas narrativas más consolidadas en Colombia, Francia era el aliado indiscutible. Sin embargo, a medida que ha avanzado su carrera, esa posibilidad que ofrecía Francia se ha vuelto, desde cierto punto de vista, lo contrario. Ha tenido la sensación, en momentos puntuales, de que algunos de sus interlocutores siguen esperando siempre la misma película que hizo hace más de quince años. Y lo que esto muestra, para ella, es que en ciertas entidades y fondos europeos que apoyan el cine latinoamericano persiste una mirada anacrónica, estereotipada y anquilosada de lo que es y puede producir el continente. En sus palabras: “Nosotros solamente tenemos un lugar para existir en el imaginario del cine europeo. Sigue existiendo una mirada entre paternalista y exotizante sobre lo que es el ser latinoamericano a través de la cinematografía”. Bustamante reconoce que, para ella, no es fácil hablar de estos temas, teniendo en cuenta que la contribución del circuito europeo y francés para la existencia de sus películas no ha sido menor. Pero cree que es necesario ser críticos (y autocríticos) para lograr tener una conversación más abierta a propósito de las representaciones y enunciaciones que se dan en el cine de autor internacional.
La productora explica que, cada vez más, a la hora de pensar una película o embarcarse en un proyecto, trata de alejarse de esos condicionamientos en la mirada que de algún modo imponen las instancias de apoyo de Francia ―el país coproductor por excelencia del cine colombiano de autor reciente― o de otros países europeos, quienes “exigen a la sensibilidad de un cierto lugar del mundo adaptarse a la imagen que el mundo europeo tiene de ese lugar”. Frente a esta situación, Bustamante reconoce que hay que buscar vías alternativas o estrategias de oposición. Una de esas alternativas es hacer un esfuerzo consciente por apropiarse tanto del canon europeo como del latinoamericano construido desde fuera para hacer trabajos que muevan las fronteras que se han trazado a la producción cinematográfica del continente y permitir que exista un juego más libre de la creación, como ocurre, para ella, con una película como El vuelco del cangrejo (2010). Para dar un ejemplo distinto y más reciente, comenta que actualmente se encuentra trabajando en un thriller sobre un evento violento y traumático de la historia de Colombia. Este proyecto ha encontrado mucha reticencia por parte de entes europeos de apoyo por tratarse de una película de guerra que intenta apoderarse de un código del cine más mainstream para explorar asuntos sociales y humanos que le parecen profundos y pertinentes al equipo creativo. La respuesta que han recibido muestra que, en el fondo, se les considera poco capacitados para hacer una película de ese tipo, pues se saldría del recinto bien demarcado que se ha asignado a las cinematografías latinoamericanas. Persistir en el empeño y demostrar lo contrario equivale, para Bustamante, a una forma de resistencia y de contradiscurso.
Ahora bien, más allá de las características narrativas y estéticas de las películas del “nuevo cine colombiano” en las que Bustamante ha participado como productora, estimo que lo que marca con mayor fuerza de oposición sus iniciativas cinematográficas es la visión y vivencia del acto mismo de hacer películas que guía su trabajo. El carácter de “independencia”, de oposición o de resistencia del cine producido Bustamante se debería medir, como sugieren Hurault-Paupe y Murillo (2013), más en función de un tipo de práctica que en función de criterios institucionales, económicos o artísticos. Las prácticas de producción de cine de la colombiana despliegan estrategias que pueden considerarse, hasta cierto punto, al margen de las prácticas hegemónicas. Coincido con el crítico Pedro Adrián Zuluaga cuando afirma que Bustamante “cambió radicalmente lo que significa en Colombia la figura del productor o productora en una película” (2021, s.p), pues su aproximación al oficio de hacer cine da un vuelco a algunas de las ideas más difundidas sobre esta cuestión en el contexto colombiano.
Bustamante comenta: “nunca he sido productora/contadora o productora administrativa. Mi proceso con las películas es creativo”. Para describir esta postura particular que se sale de la norma general es razonable evocar el término “producción creativa”, término que resulta coherente en el dominio del cine, donde por lo general se tiende a separar tajantemente lo monetario de lo artístico. No obstante, es también un término que, visto de cerca, puede resultar redundante si nos atenemos a las acepciones primeras del verbo “producir”. Producir significa originar, engendrar, elaborar, dar algo como fruto. Producir es, pues, sinónimo de crear. En ese orden de ideas, es como si Bustamante, en su práctica, hubiese vuelto a una noción primigenia de lo que implica producir, y como si lo hubiese aplicado al acto de hacer películas: en su caso, producir es contribuir, en sentido amplio, a que las imágenes nazcan y se desarrollen, es guiarlas para que tomen cuerpo y salgan al mundo. De ahí el compromiso inquebrantable con los proyectos en cada una de sus etapas y los diálogos sensibles que ha entablado con todos los y las cineastas con que ha trabajado.
Para referirse a su labor de productora, Bustamante señala: “cuando hago una película, no estoy pensando en cómo va a quedar. Lo más importante para mí es el proceso de hacer las películas, es la vida que nos atraviesa mientras las hacemos. Lograr conseguir dinero para eso, para pasar un tiempo en la vida juntos, es un lujo increíble”. En últimas, lo que significa para Bustamante producir películas es la oportunidad de crear obras al mismo tiempo que se crea o produce una comunidad de vida de la que ella hace parte. Porque Bustamante imagina y vive el cine exclusivamente desde lo colectivo, y esta es una dimensión crucial del espíritu que anima su trabajo. Para ella, el cine es “una conjunción de deseos, de imágenes, de energías y de capacidades que se ponen al servicio de una idea que todos vamos construyendo”. Lograr que las películas se hagan desde lo colectivo, es decir, lograr que esa conjunción sea efectiva, es comparable para Bustamante con un acto de magia, porque supone encaminar con arte las energías y los afectos, cuidar a las personas y cuidar el corazón de las ideas, con el objetivo de transformar una semilla de proyecto en una realización concreta con frutos visibles. Esta voluntad de recuperación de lo común y de reivindicación de la dimensión del cine como experiencia humana colectiva puede verse como un gesto político de intervención sobre las narrativas hegemónicas del mundo neoliberal y sus lógicas mercantiles en el ámbito de la producción fílmica.
Consecuentemente, Bustamante ha rechazado el querer reclamar para sí misma la categoría de “autora”, incluso cuando viene de salir la primera película firmada con su nombre: Nuestra película (2022). En su lugar, se define más bien como “artesana del cine a mucho honor”. Asumir la posición de artesana en contraste con la de autora es una estrategia que tiene a mi juicio, en el caso de Bustamante, una resonancia y unas implicaciones singulares, sobre todo si tenemos en cuenta su participación destacada en la emergencia del “nuevo cine colombiano” de autor. Desmarcarse de la figura de autora conlleva un distanciamiento o desprendimiento de un modelo cinematográfico con rasgos coloniales, el cine de autor, cuyos códigos para los países del “Sur” han sido establecidos desde Europa.
Ante la idea del culto romántico al autor en tanto individuo singular responsable de una obra, idea que domina en el mundo globalizado, Bustamante prefiere promover una visión comunitaria de la creación. En esto se opone a un productor francés como Philippe Avril, para quien toda película es, por definición, una película de autor, en la medida en que el gesto cinematográfico no estaría relacionado con la organización del trabajo, sino con la puesta en escena, que es el elemento crucial que para él hay que defender, porque es el que hace que aflore el punto de vista singular de un sujeto autor (Euvrard, 2020, p. 3). Por el contrario, Bustamante busca salirse del marco de inteligibilidad impuesto por el paradigma del “cine de autor” al concebir el cine desde una orilla enunciativa diferente, al interesarse prioritariamente por el trabajo conjunto de un grupo de personas que construyen redes de afinidad, afecto y confianza, antes que por la conquista individual de un ideal artístico pretendidamente universal.
Adicionalmente, a ojos de una cineasta feminista tal y como se reclama Bustamante, no pasa desapercibido el hecho de que el dispositivo del “cine de autor”, que se inscribe en estructuras globales de poder colonial, está también vinculado con las jerarquías y desigualdades de género características de la razón moderna occidental. Como explica la investigadora Geneviève Sellier, la exaltación del autor, figura viril y patriarcal siempre conjugada en masculino, es una de las causas principales de las discriminaciones y violencias en el medio cinematográfico (2023, p. 171), una razón de más que explica el rechazo de Bustamante ante tal categoría. En la praxis, este rechazo se traduce en películas que, si bien negocian con algunas de las reglas que rigen la industria del cine de autor internacional para ganar visibilidad, han sido concebidas y vividas durante años de un modo distinto por las personas implicadas.
Finalmente, hay que mencionar que el “nuevo cine colombiano” del que hemos hablado no ha tenido oportunidades para circular en el propio país en buenas condiciones. Y no es una cuestión de falta de público, sino, sobre todo, de un esquema comercial que hace que, en Colombia, como dice Bustamante, “las películas tengan un bozal en relación con las audiencias”. En ese país ―como en otros de América Latina― no hay una red de salas alternativas y el mercado está monopolizado por unas pocas empresas distribuidoras, que son las mismas exhibidoras, a las que no les interesan películas como las del “nuevo cine colombiano”; estas últimas, en consecuencia, tienen que buscar otros espacios para existir y volverse visibles. La lógica de las ventas en la taquilla es la única que prima localmente y esto hace que se vuelva muy difícil competir con películas importadas de Hollywood. Por ejemplo, cuando se estrenó La tierra y la sombra, una de las producciones más importantes en las que ha participado Bustamante, la mayoría de las salas colombianas la programaron a la misma hora y los mismos días que Terminator Génesis (2015), película producida por la Paramount Pictures, cosa que evidencia un fuerte desbalance de posibilidades de penetración en el mercado nacional. En ese sentido, y a pesar de los esfuerzos de personas como Bustamante y Mendoza por transformar la praxis y la enunciación del cine colombiano, aún queda camino por recorrer para la consolidación de un campo cinematográfico en Colombia y el mundo en el que existan condiciones intelectuales y materiales que posibiliten, en términos de León, “la enunciación de la visualidad otra” y la “visualización de una enunciación otra” (2012, p. 113).