Introducción
El Caribe no ha cesado de exponer cierta dinámica sumamente singular en la transformación de algunas lógicas coloniales, en la insistencia con la que sus escritores han podido articular un espacio de “unidad en la diversidad” frente a la fragmentación impuesta por la trágica historia de la fundación de la trata y la racialización que irrumpieron con la Modernidad. Siguiendo las palabras del filósofo martiniqueño Édouard Glissant, para hacer referencia a uno de los nombres ineludibles en el ejercicio teórico sobre tal espacio como “lugar común”, es necesario situar la constancia a la que se ha hecho referencia, menos en la dimensión de la ejemplaridad que en la de un valioso umbral (2002, p. 15). La afirmación parte del hecho de que la región cuenta con la experiencia de haber compuesto una relación extensa entre culturas abismalmente disimétricas cuya capacidad de negociación se ha vuelto indicativa de la “Otra América”, esto es, del universo latino (y) americano. Un archipiélago que, situado entre las Américas materializa un proceso a un tiempo diferente pero compartido respecto de los espacios continentales y que al hacerlo despliega valiosas pistas respecto de la resistencia a la asimilación cultural y la producción de formas no unívocas de leer el pasado.
De modo tal que no parece excesivo destacar que la encendida defensa de la “diversalidad” sostenida por Glissant ofició como sustrato de numerosas reflexiones trabajadas por el “giro descolonial”, así como también de múltiples miradas críticas respecto de tendencias homogeneizadoras que buscaban limitar a la región en su capacidad de respuesta o que impulsaron movimientos de neutralización a través de perspectivas multiculturalistas excesivamente seducidas por la llamada “melting-pot” del mestizaje dirigido por intereses de los estados-nación y sus prácticas, muchas veces genocidas, en el exterminio de las diferencias. Tales perspectivas producidas por críticos culturales y escritores de ficción caribeños son capaces de exponer que junto a rígidas condiciones de circulación del saber existe un destino utópico y colectivo para la creación artística y la necesidad de modificar las condiciones en que se representan los “pueblos de mar”. Glissant desplegó con inusual destreza un análisis comparatístico de las culturas y literaturas del gran Caribe con la norteamericana, la africana y la europea hasta emplazar algunos de sus problemas nucleares. Sus intervenciones fueron necesarias para abrir diferencias tanto respecto del pensamiento legado por las poéticas de “la negritud” de Césaire y Fanon, como respecto de la poética de la creolidad postulada por Bernabé, Chamoiseau y Confiant, que, en más de un sentido admite ser leída como una suerte de contínuum respecto de las que fueron sus viscerales preocupaciones; en particular, después de producido el llamado a generar un discurso emancipatorio para un sistema literario sumamente frágil como el martiniqueño y de otras islas caribeñas como acontece en “Poética natural, poética forzada” (Glissant, 2005, p. 259-273). El pensamiento archipélico de Glissant construyó una nueva perspectiva a propósito de la argumentación sobre la criollización en las Américas: alcanzó a interpelar fuertemente los pensamientos de sistema atados a la coherencia racional y a la defensa de raíz única, en tanto y en cuanto la criollización, por el contrario, ha sido capaz de afirmar en la vindicación de las prácticas de interacción y proyección como acontecen en las culturas “compuestas” caribeñas, que muchísimos pensamientos sistemáticos corren el riesgo de volverse cómplices de ideales atávicos con el peligroso anhelo de imponer el valor del origen que tiende a desatar pulsiones genocidas.
Nombrar a Glissant posibilita instalar acentos y derivas que han oficiado como un genuino estímulo de los estudios sobre un Caribe comprometido con el paisaje, más específicamente con el espacio americano, así como también con una dimensión transnacional, en particular a propósito de las prácticas y los usos que los pueblos y los sectores vulnerables instrumentalizan para asegurar su supervivencia. Formulaciones que se ofrecen de modo inquietante a horcajadas de las huellas de la repetición y la superposición de conceptos poéticos y argumentos en la caracterización de las culturas compuestas y en la defensa de la opacidad. Derecho a la opacidad como una invocación a no ser calificado por el Otro en un espacio del que Glissant afirma que ha sido excesivamente sancionado y “multinarrado”. El discurso antillano retoma así desde sus epígrafes el desafío lanzado por Fanon acerca de “inventariar lo real”, pero esta vez se trata de un real situado en la Martinica y comienza con una negación de un verso de largo aliento del Cuaderno de un retorno a la tierra natal de Césaire que refiere a la Polinesia y fue prologado con once introducciones (Glissant, 2005, p. 9, 13, 15, 17, 19, 24, 26, 28, 30, 31, 34) para acentuar la irremediable circularidad, el acceso no directo al “drama de la Relación” (2005, p. 10). El volumen busca conformar una vigorosa genealogía integrada por creadores, trabajadores de la plantación, críticos literarios, pueblos diaspóricos y cientistas sociales, que por sospechar acerca de la posibilidad de reconstruir la dimensión fáctica del pasado postulan a la imaginación y aún al conocimiento que produce la ficción como vía de acceso genuino a la memoria polifónica caribeña.
El Caribe como espejo y descentramiento de otro mar en la poética de Derek Walcott
En anteriores intervenciones se ha considerado la insistencia con que Walcott apela a los puentes analógicos entre el Caribe y el mar Egeo a lo largo de su obra1. Cerca de varias de las reflexiones de Glissant (2002, p. 16) que afirman al Caribe como un espacio que difracta frente al Mediterráneo que concentra, la voz del escritor santalucense ha llamado insistentemente la atención sobre la capacidad para proyectarse de las culturas del área. Ese aspecto puede ser considerado en términos de realidad identitaria y se conecta con el hecho de que se trata de pueblos del mar que, como efecto de las diásporas impuestas por las severas condiciones de la colonialidad en el pasado, así como también por la dura realidad social del presente, han compuesto una espacialidad abierta a la Relación: una puesta en contrapunto con otro mar, otros archipiélagos y espacios continentales localizados en diversas latitudes del planeta que implican relato, interacción y relativización de usos discursivos, modelos culturales y, muy en particular, absolutos universales. Esa matriz compositiva de la poética walcottiana puede ser reconocida tanto en sus ensayos como en sus poemas a través del despliegue de una mirada intercultural que hace del ojo una suerte de mecanismo de observación capaz de trasladarse por numerosos lugares distantes, con agilidad inusual, y que, al hacerlo, capta numerosas coincidencias y diferencias entre orillas. En tal sentido, la posibilidad de comparar al Caribe con el mar Egeo, que está en la base del diseño de lo que se ha dado en llamar la “fase odiseica” de la poesía walcottiana, vertebra numerosas construcciones que alientan reflexiones críticas sobre algunas genealogías culturales europeas y caribeñas, así como también sobre aspectos de las llamadas “industrias culturales”, cuyos efectos son, para el dramaturgo santalucense, fuertemente reductivos. Entre la crítica a la mirada que impone el turismo y la crítica a la militancia cultural que ha hecho demasiado hincapié en aspectos raciales, Walcott no cesa de trabajar en su obra con el contrapunto entre el Caribe y los mares de Europa, a tal punto y con tal intensidad, que sin haber creado ese marco contrastivo produce una de las intervenciones que más vigorosamente lo ha interpelado. Por lo antes expuesto vale la pena recordar que la construcción del imaginario del Caribe como un nuevo Egeo en la poética walcottiana es efecto de una lectura crítica de algunas perspectivas que la historiografía británica de James Anthony Froude y relatos de viajeros victorianos del siglo XIX como Anthony Trollope habían usado para propagandizar el derecho al dominio imperial de Inglaterra sobre los mares mediante la comparación de sus intervenciones bélicas con gestas heroicas del pasado mitificadas por la literatura griega. Así cuando Walcott escribe Omeros (1990), texto que el crítico Robert Hamner (1997) dio en llamar una “épica de los desposeídos”, concluye con la fase odiseica iniciada en los Selected poems (1964), cuestionando estrategias canónicas del discurso épico de la literatura “clásica”. Esa vasta operación de interpelación al etnocentrismo irrumpe en numerosos momentos de su obra.
Del carnaval como “manufactura” hasta el inimitable “arte popular”
En el marco de lo antes expuesto, el ensayo “El Caribe ¿cultura o imitación?”2 (1973) abre una escena en la que interesa detenerse por motivos que pronto se detallarán. En principio ese texto destaca porque expone un cambio de percepción en la mirada walcottiana al reivindicar un fenómeno de profunda raigambre popular que previamente había sido descalificada por el escritor, tal como es posible constatar en un texto anterior de 1964 que lleva por título “Carnival: the Theater of the Streets”, escrito en el marco de un debate mediante el cual polemizaba abiertamente con las creencias de Errol Hill, quien fuera director del “Carnival Dimanche Gras Show” trinitense en 1963 y 1964 y estudioso del evento. Errol Hill había hecho una investigación pormenorizada sobre la comparsa de carnaval, el calipso y el steel-band trinitenses y consideraba que esa experiencia era decisiva para concebir la construcción de un teatro nacional en el marco de un proceso histórico-político que concebía al evento cultural más masivo con que contaba la isla, como una piedra fundacional de la cultura nacional a comienzos de los sesenta. En este período el Caribe anglófono se encontraba en la búsqueda de autonomización propuesta por la creación de la “Federación de las Indias Occidentales” (cuya existencia se situó entre 1958 y 1962), que bregó por la independencia de varias de las islas del Caribe anglófono ante Gran Bretaña y se disolvió cuando Jamaica se separa de la formación para gestionar la independencia por su cuenta (Girvan, 2012, p. 22).
Lo cierto es que Walcott por entonces descreía profundamente del carnaval y de la cultura nacional emergente. Lo descalificaba como búsqueda creativa genuina frente al teatro al que concebía como efecto de un proceso de revisión de las condiciones de emergencia de algunas estéticas occidentales y de búsquedas de experimentación con la materialidad de varios lenguajes a los que era necesario articular a través de un corpus de obras escritas por autores. Así en el artículo que lleva por título “Curious Mish-Mash of Style” publicado en el periódico trinitense Trinidad Guardian, el 9 de diciembre de 1964, cuestiona la tarea de Hill advirtiendo sobre los riesgos que amenazan a los “poetas formales” cuando abandonan su aislamiento de las “crudas formas populares”, mientras expone con ironía ciertamente corrosiva al comparar el carnaval con el teatro y calificar al primero como una artesanía por momentos ingeniosa pero mera artesanía frente al gran arte que el teatro genuino del Caribe requería en la lucha por la memoria. Así, respecto del carnaval, Walcott llega a afirmar: “Las bandas están diseñadas para estar en movimiento, para evitar dar la impresión de ser arte, mientras que usan todas las herramientas de este baile, diseño, color, creencias. Pero todos estos elementos combinados para hacer la curiosa fuerza del carnaval, su gran casidad3, la casi poesía del calipso, la casi calidad orquestal del steelband, la casi teatralidad de las bandas, la casi calidad escultórica de la artesanía. Siempre permanecerán tan juntos como eso, pero nadie debería ver el carnaval como arte. Es una expresión de un pueblo con un genio original y fantástico, por lo teatral, que quizá nunca producirá gran teatro”. Lo curioso, es que en 1965 Walcott relevaría a Hill como director del Carnival Dimanche Gras Show (Torres-Saillant, 2013, p. 93) y pocos años después, cambiaría estratégica y ostensiblemente, como se verá, su percepción sobre el fenómeno en el ensayo “El Caribe ¿cultura o imitación?”. Dicho texto se abre con una escena de neutralización de la autoridad imperial norteamericana e invita a relativizar el lugar de la hegemonía cultural de un país que, según dice el poeta, es benigno económicamente, pero maligno políticamente (Walcott, 2016). Además considera la dimensión nativa de la cultura afrodescendiente en el Caribe, que mide en comparación con la de los pueblos originarios, para señalar que entre los efectos del genocidio europeo irrumpe la casi desaparición de los pueblos indígenas, mientras que el impulso mal llamado civilizatorio jamás alcanzó a exterminar a los afrodescendientes en el marco de un “proceso genocida (…) que destruyó al hombre originario, destruyó al azteca, al indio americano, y al indio del Caribe , pero que, sin embargo, no pudo destruir al afro-americano” (Walcott, 2016, p. 297). Para Walcott la potenciación de la energía espiritual de la cultura africana es reconocible tanto en el Caribe como en los E.E.U.U., según escribe, puesto que es la cultura afro-americana en particular, la que expone una singular habilidad para automodelarse. En su argumentación no importa quién gobierna, según dice, porque en cultura es imposible fetichizar la supremacía (Walcott, 2016), en una reflexión que lo acerca a la vasta tradición del pensamiento latinoamericano y caribeño que destaca los procesos de transculturación y las fuerzas decoloniales o subversivas desatadas por numerosas prácticas culturales.
En tal sentido, cuando Walcott despliega en dicha intervención, a comienzos de los setenta, la argumentación sobre el espesor cultural irreductible del Caribe en Estados Unidos, tomará nuevamente como eje de su análisis al carnaval. Pero a diferencia de las perspectivas de los sesenta, constituirá al evento en una práctica cultural clave, lo transformará en un evento extraordinario en la paradójica capacidad que es apta de mostrar a propósito de la carencia de invención. Al revisar algunos de los pasos en la caracterización que hace sobre el telón de fondo de sus propias creencias, así como de las ideas esbozadas por Vidia Naipaul en la novela The Mimic Men, es posible advertir cómo transgrede las afirmaciones racistas de aquel escritor. Puesto que Walcott revertirá gradualmente los argumentos del narrador trinitense por los cuales el Caribe no cuenta con cultura propia porque no es capaz de inventar nada. A diferencia de las consideraciones del autor trinitense de origen hindú sobre las profundas limitaciones impuestas por la copia y sus propias consideraciones de los sesenta, Walcott niega dichas perspectivas mientras oculta que está transformando sus convicciones iniciales. Demostrará la potencialidad cultural de la región a propósito de la instrumentalización del espejo o la copia y la fuerza del relevo, ya que afirma la existencia de la cultura caribeña, en tanto y en cuanto, esta es notablemente eficiente en el acto de imitar a otra. En ese proceso advierte el valor vital del desplazamiento generado por variados descentramientos en tanto y en cuanto esos “giros” generan efectos notables en la producción material de la imaginación local y su capacidad de proyectarse tanto a nivel práctico como teórico, puesto que es por esos descentramientos del eurocentrismo que la noción de origen y de cultura original se abisman (Jay, 2006, p. 550-552). Es precisamente a través de la reivindicación de la imitación que puede revertir la propia percepción disfórica apuntada en la década del sesenta, así como también tomar distancia de Naipaul mediante la polémica. Para tal fin construye un montaje argumentativo en torno de la supervivencia por el cual señalará el extraordinario recurso creativo que exponen los seres vivos, por ejemplo los pájaros y otros animales como los monos y lagartos, a través de variadas destrezas de “camuflaje” defensivo, diseño y señuelo, hasta destacar que en el arte popular antillano también reaparecen aquellas estrategias. Operaciones para las que no cuenta el valor de la originalidad que es posible reconocer, en cambio, en ciertas estéticas occidentales. En tal sentido, es relevante señalar que es precisamente porque se carece de la fetichización de la originalidad en una región donde “la imitación era creencia pura” (Walcott, 2000, p. 17), que el arte popular puede afirmar el rol extraordinario e irreprimible de la invención desde otro lugar. Walcott menciona en particular la irrupción del arte del steel pan que traza dúctiles escalas musicales por medio de la transformación de objetos residuales, absolutamente desechables, tales como los tachos de lata de aceite que cada año son convertidos en un instrumento musical, que a través del tiempo demuestra una notable ampliación de gamas sonoras y ensanchamiento de las escalas. La irrupción de ese instrumento de alta complejidad aparece además vinculada con la transgresión de la prohibición del tambor que las autoridades de Puerto España habían impuesto en las primeras décadas del siglo XX. La steel-pan, la canción calipso y el rol que juegan los disfraces, nacen según dice, de la imitación. Walcott marca que esas expresiones que irrumpen a propósito de la copia exponen el cruce de al menos dos acciones irreductibles que implican un deslizamiento desde la copia hasta la invención, mediante el uso poderoso del recurso de la improvisación (2016, p. 295-296).
Es interesante advertir que el autor defiende al arte popular caribeño ante un público estadounidense, realzando esta vez el valor de la improvisación, que es una de las grandes herramientas del jazz: música contemporánea de origen afroamericano. Enuncia al comienzo de su ensayo que las bases para proclamar la relevancia de un espacio compartido radican en el hecho de los pilares que la cultura africana le ofreció a los E.E.U.U. a través de la energía vital que le infundió al mundo del trabajo, el discurso, la música y su estilo de vida. Señala además que así como es cierto que los países caribeños no cuentan con posibilidad de liderazgo político como el ejercido por Gran Bretaña y E.E.U.U., también es cierto que en función de lo que considera es la dimensión efímera del poder, en cultura es inadmisible la idea de liderazgos (2016, p. 292). En un movimiento estratégico que apunta a afirmar su carrera como escritor profesional que requiere de un sistema literario y cultural más desarrollado que el del Caribe anglófono, cuya literatura recién despunta luego de la segunda Guerra Mundial y el proceso de independización de las metrópolis iniciado entre las décadas del sesenta y los setenta, Walcott habla de un absurdo identitario que le es constitutivo al antillano. Reconoce el espacio común del Caribe con las costas americanas y también afirma que en las napas más profundas de la cultura americana han sido decisivos los aportes del mundo afroamericano. El gesto no solo le servía para interpelar las políticas excluyentes estadounidenses a propósito del establecimiento de fronteras duras, sino también para afirmar la autoridad moral de varios intelectuales negros como Césaire, Fanon, Garvey, Stokely y Padmore (2016, p. 292), una serie de líderes afrodescendientes cuyo denominador común era la militancia panafricanista y cuya aptitud política el escritor santalucense reconocía a nivel de la capacidad para sostener acciones relevantes.
De tal manera, la defensa de la autonomía del arte popular caribeño se afirma, ahora, en el hecho de que ella existe como tal, en tanto y en cuanto, no contribuye a fortalecer la asimilación con la cultura del Otro (europeo o estadounidense), puesto que bajo ningún aspecto es una cultura que meramente se derivaría de otra, así como también es capaz de devenir inimitable como lo es el arte al que intenta imitar. Walcott produce así valiosos puntos de fuga respecto de la idea de aculturación que lo distancian de Naipaul cuando, en tono de encendida polémica, escribe:
Así es por tanto señor Naipaul, cuya maldición se extiende a decir que “nada ha sido creado en las Indias Occidentales y nunca nada se creará”. ¡Precisamente! ¡Precisamente! Nosotros no creamos nada, pero eso es moverse del absurdo antropológico a la basura pseudo-filosófica, es discutir la realidad de la nada; el enigma matemático del cero y el infinito. Nada será creado en las Indias Occidentales, por un buen tiempo, porque lo que salga de allí será como nada visto anteriormente. La ceremonia que mejor ejemplifica esta actitud hacia la historia es el ritual del carnaval. Es una forma de arte masivo que salió de la nada, que emergió de las sanciones impuestas. (…) Los elementos imprevistos del calipso, como la improvisación y la invención de la música de las bandas de acero, sustituye sus orígenes tradicionales, es decir, la banda de acero reemplaza el intento de copiar la melodía del xilófono y del tambor, el calipso sustituye sus tradiciones rituales antiguas de canto grupal. Desde el punto de vista de la historia, estas formas se originaron en la imitación, si se quiere, y terminaron en la invención, y esto mismo es cierto para la costumbre del carnaval, su intrincada, masiva y delicada escultura improvisada sin asombro consciente de la realidad, ya que la simple duplicación de las antiguas esculturas no es suficiente para hacer una verdadera costumbre del carnaval. (Walcott, 2016, p. 295‑296)4
La lectura del funcionamiento de la imitación como mecanismo que dinamiza una fuerza sumamente productiva a propósito del relevo de los orígenes y la originalidad le permite al “mulato del estilo” modificar sus valoraciones, así como también polemizar con las posiciones colonialistas de Naipaul y tomar distancia respecto de las poéticas de la negritud y la criollización francófonas. En tanto y en cuanto Walcott no percibe a la imitación como un acto que fuera capaz de engendrar efectos traumáticos y alienantes como los señalados por Césaire en el Cuaderno de un retorno a la tierra natal, cuando invoca el peligro de una “muchedumbre que no sabe ser una muchedumbre”, porque está atrapada en la identificación-copia del mundo del blanco (Césaire, 2008, p. 35). Cosmovisión que después sería profundizada en los razonamientos expuestos por Fanon en Piel negra, máscaras blancas y por Glissant en El discurso antillano.
El rol del calipso y la “risa festiva” en un estudio de Gordon Rohlehr
En el ensayo “El calipsonero como artista: libertad y responsabilidad”, Rohlehr, un avezado lector del poeta e historiador barbadense Edward “Kamau” Brathwaite (1983) –simpatizante de los movimientos panafricanistas y profundo conocedor de la “epistemologización del Caribe”5 (Girvan, 2012, p. 30) auspiciada por el “Movimiento del Nuevo Mundo” bajo el liderazgo del economista Lloyd Best–, aborda la descripción del carnaval trinitense. Le interesa destacar, en particular, que el calipso es una forma compleja de hibridación, cuya funcionalidad es la de ser una canción de fiesta a diferencia de los viejos cantos de trabajo de origen africano, y que en su derrotero ha absorbido variedades europeas, indo-occidentales, latinoamericanas, norteamericanas y, más tarde, músicas hindúes. Según el autor, la música del calipso actualiza muchas de las funciones de la música de sus ancestros tales como la celebración, la censura, la alabanza, la culpa, el control social, el acto de rendir culto, la instrucción moral, la afirmación, la confrontación, la exhortación, la advertencia, las bromas escandalosas, la mofa, la generación de risa, la guerra verbal, la sátira; con estructuras básicas que también han sobrevivido a través del tiempo y una funcionalidad que, en virtud de su pluralidad resguarda aquella supervivencia. En ellas destaca la estructura del llamado y la respuesta, la piedra angular de la música africana, que según dice, ha sido replicada exactamente en las partituras de las canciones de fiesta que son compuestas cada año, en un proceso que con el transcurso de los años fue abriendo dos formas de cantar y bailar el calipso: la de las bandas callejeras que acompañaban a las comparsas y la de las bandas instaladas en las carpas o tents que inicialmente habían servido para ensayar (Dudley, 2002, p. 135-164), con una participación grupal que, según señala Rohlehr, sostiene una actividad mayor con un cantante o rapero o exhortador, la persona con control del micrófono, quien reemplaza al chantwel (o “el que canta bien”).
Como en la canción de trabajo de los viejos, la función de la canción de fiesta es inducir la participación de grandes grupos de gente con actividad simultánea. Las actividades del presente son usualmente deletreadas por el exhortador e implican el movimiento de partes específicas de la anatomía del bailarín en direcciones específicas. Algo del estilo de la actuación podría haber derivado del estilo americano de los ejercicios aeróbicos. Otros aspectos de la performance celebratoria corriente se asemeja a los conciertos punks británicos de los ochentas, con sus altos niveles de contacto físico, volumen de sonido extremo y peligrosos trucos tales como el surfeo corporal.
Contra el telón de fondo de tal despliegue de líneas compositivas alentadas por una singular capacidad de fusión e improvisación, Rohlehr demuestra no solo la multiplicidad cultural que le es constitutiva, sino también la capacidad para seguir vigente a expensas de las líneas de fuerza resistenciales que viabiliza a contracorriente de lo impuesto. Desde el comienzo de su análisis, Rohlehr articula el valor de esta producción simbólica con las danzas festivas sostenidas por las poblaciones negras en la plantación, considerando que la celebración en sus variadas formas y contextos históricos debe ser ligada con la defensa de libertad que sostuvieron los sujetos esclavizados, puesto que el espacio festivo implicaba la libertad para celebrar identidades que fueron separadas y diferentes respecto de lo poderosamente impuesto pero que de ninguna manera tradujo la identidad totalizadora de la plantación. Ese espacio festivo era sostenido por las “naciones” de las diásporas africanas masificadas y diferenciadas del Otro caucásico que accedían a poder afirmar sus identidades a partir de lo que se dio en llamar Carnaval Jamette en la segunda mitad del siglo XIX, práctica que transgredió y reemplazó al carnaval oficial eurocéntrico que repetía formas aristocratizantes del carnaval francés.
Rohlehr destaca a su vez que, si las asambleas de danza fueron el contexto de la libertad actuada antes de la emancipación, el carnaval evolucionó como el gran escenario sobre el cual las identidades fueron afirmadas, impugnadas y actuadas en el período post-emancipatorio. El Carnaval Jamette6 de 1860 a 1880 fue el resultado de la fenomenal afluencia de inmigrantes desde el Sur y el Este del Caribe hacia los espacios rurales y urbanos de Trinidad. El efecto de tal inmigración fue aumentar el grado de conflicto, confrontación y lucha tanto entre varias de las comunidades étnicas afrocaribeñas como entre la masa estereotipada e indiferenciada de inmigrantes y de aquellos trinitarios blancos, de color y negros que se consideraban así mismos los verdaderos nacionales a causa de su residencia anterior en la isla.
Naturalmente el conflicto identitario intensificado y la confrontación fueron reflejados tanto en el espacio festivo del carnaval como en los estilos de actuación en las calles de Puerto España. La vieja élite franco-creole se retiró del desfile callejero por casi ocho décadas, según describe Rohlehr, espantada por los resultados de la libertad. Y muchas voces de entre la ciudadanía “decente y respetable” llegaron a demandar la abolición del carnaval. Como para la música, el rasgo más esencial y catalizador de la celebración se volvió un objetivo de la demanda constante de que debía ser controlado y, de ser posible, interrumpido. Los ciudadanos que presentaron pruebas antes de la Comisión de Investigación de Hamilton en los disturbios de Canboulay de 1881 se quejaban amargamente, según constata Rohlehr, no solo del disturbio muy crecido, el desorden, la obscenidad y la indecencia de la actuación enmascarada, sino también de las canciones del carnaval. Tal “obscenidad” señalada en las mascaradas y los bailes, y reconocida por el establishment trinitense en las canciones recibió insistentes acometidas de la censura, que Rohlehr reconoce en términos de avanzada y repliegue en diferentes contextos del carnaval, pero que según el sociólogo termina siendo ineficiente tanto por el obrar de la improvisación que sostiene el “chantwell” en contrapunto con el coro, como por la irrupción de lo que con Bajtín Rohlehr llama efectos emancipadores de la “risa festiva”.
De tal modo. el sociólogo guyanés justifica la emergencia histórica y enfatiza la imaginación verbal satírica de la canción calipso de origen africano, popular y colectivo. Partiendo de conceptualizaciones establecidas por el semiólogo Mijail Bajtín a propósito del carnaval europeo y los fenómenos de transgresión social que la literatura de Rabelais manifiesta en relación con la práctica callejera, se detiene a considerar similitudes y profundas diferencias. Su propósito, según señala en el estudio, es considerar las nociones que son instrumentales para el Caribe para poder establecer algunas disimilitudes que permitan profundizar en el fenómeno. En tal sentido, Rohlehr acuerda con la idea de “risa festiva” de Bajtín por la cual esa manifestación se corresponde con la experiencia de todo un pueblo en el medioevo, puesto que, según señala, bajo ningún aspecto le interesa considerar la reacción de un individuo a un hecho cómico aislado. Destaca que le interesa evaluar el poder de la “risa corrosiva” trabajada por Bajtín, que para el caso del carnaval caribeño requiere ser inscripta en una parcialidad radical y transmutativa respecto de la totalidad social marcada por Bajtín puesto que, según dice:
In multiethnic societies such as Trinidad and Tobago where major ethnic groups are locked into grim and wasteful contestations for political and economic power and social visiblity it is a mistake to think of Carnival laughter or any kind of laughter as “the laughter of all the people”. Laughter in such societies is more often than not a weapon to reduce or cut down the “enemy”: the stereotypical ethnic Other. Between 1956 and 1966 the large issue was the denial of airplay to calypsos during the Lenten season. Sparrow was consistently condemned for having “changed” the calypso. It was he, they said with a bitterrness that has lasted to this day who had unmasked its erotic drive. It was he, too, who had transformed its melodic structure, the pace of delivery, the style of performance. He had broken with sacred conventions of structure. He had blended the songs with love ballads and folk songs. He had sung songs composed by ghost writers when everyone knew that true calypsonians sang their own compositions. (p. 4)7
Es en virtud de tales luchas por la visibilidad de los grupos étnicos –en particular de afrodescendientes y coolíes8- que Rohlehr le concede a la risa colectiva, celebratoria, corrosiva, satírica, transgresora del carnaval la fuerza del corte: la perspectiva étnica y el golpe de efecto a contrapelo del poder, que en términos generales el sociólogo insiste en calificar de burocrático, esto es, corporizado en la multitud de normas que buscan domesticar y acallar la energía transgresora del campo popular. Por ende, al sociólogo guyanés le importa analizar en concreto los efectos de una práctica que enuncia su existencia y funcionalidad revulsiva y social siempre más allá del “control social” al que estaba destinado originalmente. Para tal fin considerará los juegos corales en el contexto de las performances de las canciones mientras destaca que existe un uso letrado comprometido que algunos compositores hicieron de los conflictos étnico-sociales y la fiesta en el carnaval, y también vínculos meramente mercantiles entre los autores de letras, la masa y su necesidad de invocar una presencia cuyo destino inexorablemente es la transformación de pautas elitistas y/o excluyentes de convivencia.
Contra aquel telón de fondo, Rohlehr diferencia el rol del cantante respecto de la masa y también el del autor satírico, como una voz que se separa y “eleva” por encima de la del colectivo social, operación a la cual identifica por momentos con la sostenida por algunos letristas de canciones y otras veces por algunos personajes de Walcott (Rohlehr, 1998, p. 855). Es posible reconocer aquel movimiento en un par de páginas en las que el guyanés vuelve con lupa prolija e ingeniosa para leer la dimensión de algunas figuras walcottianas signadas por el registro del “exilio”, tales como Shabine, Robinson Crusoe, y muy en particular el “Poderoso Aguafiestas” que irrumpe en un significativo poema del libro El viajero afortunado (Walcott, 2003, p. 102-115), puesto que la figura del calipsonero trabajada por Walcott es ciertamente emblemática tanto de la marginalidad social como de la fuerza satírica que el personaje, según el poema, fue capaz de desplegar. Mighty Spoiler era el seudónimo de Theophilus Philip (1926-1960), uno de los más populares calipsoneros trinitenses de la década del cuarenta, quien se adelantaría en su repercusión a la que cobró desde mediados de los cincuenta hasta los setenta, el también famoso “Poderoso Gorrión” o Mighty Sparrow. Es necesario señalar que el “aguafiestas” es una figura decididamente antiheroica fácilmente asimilable a la idea del “hombre-heráldico” con que la poética walcottiana inscribió la necesidad de abordar la representación de ciertos tipos populares (Walcott, 2017, p. 223) como ocurre con la figura del calipsonero usada en “Spoiler´s Return”9. En este texto, el escritor santalucense despliega un extenso relato paródico a propósito de la sociedad colonial trinitense y en particular del escritor colonialista Vidia Naipaul, a quien denomina “Nightfall”, o “Caída de la noche”, para dotarlo sarcásticamente con atributos sombríos e infernales a expensas del juego homofónico (Walcott, 2003 p. 105). Spoiler, el famoso calipsonero, vuelve de la muerte para relatar las profundas penurias de su vida, sus recuerdos y las fantasías de venganza “picantes” a contrapelo del racismo y la hipocresía social alrededor de la escena central que en el poema construye el carnaval de Trinidad.
Entre las trayectorias de Spoiler y Sparrow se destaca la relevancia de bandas populares y calipsoneros que acentúan su lugar con la “elocuencia” de sus nombres tales como M´Zumbo Lazare, Courtenay Hannay, Patrick Jones, Atila el Huno, Blakie, Valentino, Stalin Negro, Pantalones Cortos y Relator, entre otros. Rohlehr recorre el contrapunto entre Ordenanzas municipales de música, Ordenanzas de Publicaciones Sediciosas y Ordenanzas del Teatro en Puerto España, que buscaban censurar las manifestaciones emancipatorias. En su estudio, el crítico guyanés construye un inventario de los temas de las canciones y las contextualiza en virtud de la lucha sostenida a contrapelo de las prohibiciones, de tal manera que el lector no solo es informado sobre un proceso histórico que desde 1860 hasta fines del siglo XX expone a la creatividad de la “risa festiva” del carnaval y a los calipsoneros como un recurso históricamente situable pero inagotable, sino también con la reproducción de textos en los que se condensan experiencias la mayoría de veces vinculadas con la intolerancia racial de los poderosos que los letristas y cantantes invierten a la luz de un fenómeno que genera efectos que van mucho más allá de la mera catarsis. Hay momentos de irrupción de la libertad reconocibles en las letras de las canciones y en variados juegos ejecutados en algunas actuaciones que ilustran los rasgos materiales del carnaval trinitense, uno de los carnavales que, con el de Venecia, el de Nueva Orleáns y el de Rio de Janeiro, cuenta con rasgos de espectacularidad muy difíciles de alcanzar. En ese marco no dudaríamos en calificar de memorables las páginas que Rohlehr le dedica al comentario de varias de las canciones de Sparrow en virtud de los juegos de mediación establecidos con Eric Williams (Primer Ministro de Trinidad en el período 1962-1981 y destacado historiador) a propósito de tensiones marcadas tanto por la empatía como por el rechazo y la crítica. Rohlehr alcanza a delinear el rol del calipsonero como un fuerte mediador, un mediador históricamente necesario, se diría, entre el poder y la voluntad popular. Para tal fin trabaja los filos por los que se despliega la interpretación de las experiencias que padecen y/o disfrutan los sectores populares así como las virtudes y los errores de los líderes políticos.
Son memorables también algunas de las páginas que le dedica a la burla del tabú sexual y la censura del coito entre negro y blanca que transmiten con gran eficacia los calipsos de Sparrow. En un parágrafo de encendido reconocimiento hacia el calipsonero, Rohlehr escribe:
Sparrow was in every way the incarnation of the festive spirit of Carnival. There were the grotesque excesses in sexuality, the assertion of a sort of phallic kingship that was reflected in every movement of his performance. There was the constant head-on confrontation with official values of decency and respectability. There were even the violent physical encounters between Sparrow and a succession of antagonists, some of which led to court cases and there were, framing and underlying all these, rhythm, life-pulse, celebration, excess self-assertiveness, the boastin’ rhetoric of the traditional warrior-hero.
Obviously this spirit would be confronted by the spirit of censorship, the old spirit of plantation, church, law court that always ruled: or that had always made the rules, defined the values by which the Jamettes must be force to live, even though the lawmakers had themselves the poorest possible track record for living what they preached.10
Conclusión
Como ha sido revisado, las lecturas de Walcott y Rohlehr del carnaval trinitense, argumentan acerca de la superación de la asimilación a los patrones culturales occidentales en un área geopolítica fuertemente marcada por la fragmentación colonial. Walcott analiza el fenómeno cultural altamente significativo en el Gran Caribe y en Puerto España, en particular, localización ciertamente recurrente en su obra, donde desarrolló gran parte de su labor al frente del “TTW” (Trinidad Theatre Workshop) entre 1959 y 1976. En su mirada sobre un ritual popular de largo alcance no solo modifica su percepción negativa de los comienzos, sino que al hacerlo, demuestra además su pertenencia a una generación de escritores que se autoseñalaba como esencialmente integradora. De allí que la imagen de la bastardía, tan insistente en su escritura ensayística sobre las culturas del Caribe, se transforme en una suerte de ícono-emblema de un lugar ciertamente instersticial que implicó dar la batalla de ideas para resguardar el derecho a una inmersión singular en el pasado, así como también la construcción de un proyecto que haría de la fusión de la lengua inglesa del victimario con los dialectos y las prácticas culturales de las víctimas una suerte de umbral a contrapelo de la fijeza imperial de la lengua y los valores petrificados de la hegemonía cultural global. El carnaval es contra aquel telón de fondo un magnífico pretexto para afirmar la capacidad de respuesta de las culturas locales. Y son precisamente los temas que entran en contrapunto con el rol de la imitación, tales como la invención y la improvisación los que le permiten a Walcott abrir el juego de un gran desplazamiento. Hacer con el descentramiento del mar Caribe y la ausencia de originalidad unos de los más valiosos pilares del trabajo de hibridación constitutivo de las literaturas y las culturas caribeñas en los procesos de nacionalismo cultural. En ese marco, tal como ya fue expuesto, los disfraces, el steel-pan y el calipso, son formas del mestizaje, de la mezcla que no neutraliza los conflictos que la preceden. Por el contrario exponen la irrupción de esos conflictos y los ponen en cuestión, tales como la jerarquización racial y las prohibiciones impuestas en Trinidad sobre el uso del tambor. Walcott vuelve como numerosos teóricos y pensadores del Caribe sobre la matriz cultural que en el área configura el pasaje de la asimilación a la “indigenización”.
Rohlehr, por su parte, se detiene en una multitud de cuestiones que concentra la canción calipso en el contexto del carnaval trinitense. Repasa su historia, contextualiza períodos de exclusión de las grandes mayorías como efecto del racismo y celebra la existencia de una serie de calipsoneros que sin enfrentarse abiertamente con el poder, no obstante lo cuestionaron profundamente. El crítico guyanés demuestra que el calipsonero es un genuino mediador y portavoz de los sectores populares. Produce un inventario de los prejuicios y las sanciones que históricamente buscaron silenciar sus intervenciones, al tiempo que revela el cuidado de aquello que resulta un medio de transformación irreductible como la risa festiva. En su análisis del repaso de los rituales esclavos en la plantación hasta el desfile por las calles de Puerto España producido desde la irrupción del Carnaval Jamette, se exponen las actividades que articulan un genuino, variado y prolongado ejercicio de resistencia.
Por lo tanto, el trabajo demuestra que la canción calipso y los roles jugados por quienes la cantan y bailan, fueron capaces de actualizar fuertes retenciones y elementos constitutivos de los rituales de la cultura africana. Al hacerlo produjeron una serie de efectos que transformaron a la tradición en un laboratorio sumamente dinámico en su multiplicidad, esto es: menos como un legado ya dado, que como suelo cultural pluriversal que, al moverse, erotiza, transversaliza, transgrede y corroe las marcas de una sociedad fuertemente jerarquizada.