Introducción
La Colección de carteles de cine mexicano y cubano Efraín Barradas reúne gran parte del archivo personal del Dr. Ramón A. Figueroa, exdiscípulo del crítico puertorriqueño, Dr. Efraín Barradas a quien dedica la colección en reconocimiento a la amistad y a la generosidad intelectual. Con el apoyo de su mentor, el Dr. Figueroa, en 20081, dona sus archivos a la Colección de la Cultura Popular de las Bibliotecas Smathers de la Universidad de Florida en Gainesville. Así, se origina la colección de carteles de cine mexicano y cubano más amplia en una institución pública de Estados Unidos. El profesor Barradas destaca, en un escrito de endoso al recibimiento de los materiales en la biblioteca universitaria, el valor de esta colección por relevantes razones históricas y culturales. En primer lugar, identifica a Cuba y México como los dos centros más importantes de la industria cinematográfica de América Latina a principios del siglo XX. En segundo lugar, precisa la valiosa trayectoria de los carteles cubanos en las artes gráficas, especialmente, a partir del periodo de los años sesenta. Por último, Barradas nos recuerda la pérdida de carteles originales del cine mexicano, debido al fuego que destruyó los archivos nacionales de México en 19802. En ese sentido, la curaduría, la preservación y la digitalización de más de 400 carteles y otros materiales visuales, que enmarcan el periodo histórico de 1939 a 2007, convierten el archivo personal del Dr. Figueroa en un valioso espacio para explorar la memoria cultural del Caribe y América Latina.
La sensibilidad archivística del profesor Figueroa, ante artefactos de la cultura popular, despertó en su país natal, La República Dominicana, cuando telenovelas, comics, música y películas de México, circulan como productos de consumo cultural en su vida cotidiana. Eventualmente, la oportunidad de vivir en México, unos años, convirtió en pasión lo que empezó como pasatiempo. A partir de 1989 Figueroa comenzó a coleccionar vasijas y máscaras mexicanas, pero en 1994, se dedicó a la adquisición de carteles a través de compras personales, contactos con coleccionistas privados o, mediante subastas en plataformas digitales. Poco a poco la colección inicial de carteles mexicanos aumentó con los carteles cubanos, lo que brindó un elocuente contraste a su archivo. Figueroa lo percibió así: “It is very interesting that as different as the Mexican and Cuban posters are visually, their images are indicative of similar socio-political forces”3. En efecto, si tomamos en cuenta la dimensión política que abarca esa época del cine, como el medio audiovisual que propició el tránsito visual de identidades culturales, más allá de los estados nacionales; entonces, la Colección de carteles del cine mexicano y cubano Efraín Barradas también se presta para revelar cómo ciertas imágenes tensaron y resintieron idiosincrasias raciales y étnicas, en medio del auge transnacional de la industria del entretenimiento en el Caribe y América Latina.
En su clásico libro The Black Atlantic: Modernity and Double Consciousness (1993), Paul Gilroy conceptualiza un Atlántico negro, como ese espacio transcultural y transnacional en el cual miembros de diferentes comunidades africanas y afrodescendientes pueden responder a un pasado común a lo largo y lo ancho de costas y fronteras. Entre las estrategias para activar esos encuentros afrodiaspóricos, Gilroy sugiere llevar a la práctica un “critique rescue” (1993, p. 57) que traslade al presente memorias del pasado, y juntas, sean capaces de convocar una visión más colectiva de la subalternidad racial trasatlántica. Ese estratégico giro crítico dispone la búsqueda de materiales y producciones culturales que narren lo vivido y lo experimentado históricamente por las comunidades africanas y afrodescendientes, sobre todo, aquellas historias que, por lo general, no aparecen en libros académicos. Se trata de una tarea crítica en la que materiales que podrían ser considerados ilegítimos o de escaso valor cultural, pasan a conformar un archivo muy singular y excepcional, uno que reproduce saberes alternativos o contra-memorias de los flujos de la cultura negra en la compleja dinámica de producción y recepción de su caudal simbólico. Con esa premisa en mente, me acerco a la Colección de carteles del cine mexicano y cubano Efraín Barradas, para hilvanar narrativas raciales que emergen de carteles, películas, fotos, textos y revistas de la época de oro del cine mexicano y cubano, al transitar por la fina línea que divide al hecho de la ficción.
En la ruta afrodiaspórica
Durante mi primera visita a la Colección de carteles del cine mexicano y cubano Efraín Barradas, de entrada, retuvo mi atención el cartel de 1953 La Mulatresse (figura 1).
Era el único que evidenciaba, tanto en el título como en los elementos visuales, la identidad afrodescendiente. El cartel me ofreció coordenadas para trazar la genealogía de Mulata (1954), una producción cinematográfica conjunta entre México y Cuba, bajo la dirección de Gilberto Martínez Solares, y la financiación de la productora internacional Mier y Brooks para su realización. Protagonizaron la historia, la actriz cubana, Ninón Sevilla, como Caridad, y el actor mexicano, Pedro Arméndariz, como Martín. Un halo de desilusión opacó mi hallazgo, cuando pronto descubrí que tanto el cartel como la película todavía circulan internacionalmente y, con mucha popularidad, no ya por las salas de cines nacionales, sino por las redes de informática mundial: el internet. Ante ese instante de desaliento, cuestionar el alcance internacional del cartel, en el pasado y el presente, parecía la estrategia más razonable para conseguir algo significativo detrás de su historia. Era imposible anticipar el encadenamiento de hechos y sucesos necesarios para comprender, a través del cartel, una extraordinaria historia de un cambio de paradigma estético y cultural dentro de la tradición de los afiches cinematográficos, el cine de rumberas y las representaciones raciales de los imaginarios nacionales africanos, afrocaribeños y afrolatinoamericanos.
La circulación internacional de los afiches mexicanos y de sus películas, responde, en gran medida, a la urgencia de ampliar la distribución hacia nuevos mercados debido a la competencia que representa el emergente cine de Hollywood a principios de siglo XX. Esa estrategia comercial coincide con los años de la Segunda Guerra Mundial y, también, con la desaceleración inevitable de la industria norteamericana debido al conflicto bélico. Por eso, en los años cuarenta y cincuenta, la impresión de carteles mexicanos aumenta considerablemente para poder cubrir puntos de exhibición en toda América Latina, en España y en Estados Unidos. De hecho, “[e]ntre 1936 y 1956 se tiran en México alrededor de tres millones de afiches para publicar 1,522 películas” (Bartra, 2010, p.99). De esa inmensa cantidad, “[a]penas algunos de los primeros carteles se han conservado: considerados obras efímeras y carentes de prestigio cultural, los nombres y méritos de sus autores aún esperan el reconocimiento que su tiempo les escatimó”; a pesar de las omisiones, “[e]n el medio de las artes plásticas se conoce a Josep Renau por su trabajo como muralista y sobre todo como fotomontador…pero falta revalorar debidamente sus afiches de cine” (Bartra, 2010, p. 99).
Con esa prerrogativa en mente, Maricruz Castro Ricalde destaca las aportaciones a la gráfica de los hermanos y artistas valencianos Joseph y Juanino Renau, durante su exilio en México, y se las adjudica a la reconfiguración de imágenes y la incorporación a sus diseños de personajes, formas y situaciones poco comunes en la cinematografía mexicana anterior. En sus palabras:
[…] si la historia de los afiches puede ser leída como la del vínculo entre el cine y la sociedad…, la obra gráfica de los Renau en el cine mexicano muestra el enriquecimiento cultural que trajo consigo el exilio español. Ellos…contribuyeron a la consagración de la imagen de Ninón Sevilla. Al mismo tiempo, diversificaron las imágenes sobre el Caribe, al suprimir elementos que habían sido largamente reiterados y añadir otros, relacionados con la negritud, al cine mexicano de la edad de oro. (2017, p. 646)
En la evolución de las tradiciones estéticas, ambas figuras perfilan la racionalidad moderna del arte, anclada en los lenguajes vanguardistas europeos y, desde la cual, las culturas africanas y afrocaribeñas representan la zona fronteriza entre lo real y lo imaginario como una dimensión alterna en la creación artística, en particular, entre las corrientes del surrealismo y el realismo a principios de siglo XX.
Sobre el afiche Mulata de 1953, identificado como original de Josep Renau en el Archivo de Cine Agrasánchez, Castro Ricalde describe las innovaciones del artista, desde la conceptualización hasta la técnica, de la siguiente manera:
[…] Se atenúan los clichés del paisaje tropical al distanciar la trama de la fiesta y las celebraciones propias de la playa o el cabaret; en cambio, se exaltan los gestos y las poses de azoro y aflicción de Ninón…Tales procedimientos son intensificados en Mulata. El realismo de la fotografía en blanco y negro que despliega a un grupo de personas de raza negra es relegado a un tercer plano. Sin embargo, para que los espectadores no pierdan de vista este segmento del cartel, crea un fondo con una pasta de color verde… (2017, p. 643)
De igual forma, en la versión del cartel de la Colección de cine mexicano y cubano Efraín Barradas resalta la composición gráfica porque entre una combinación de dibujo y fotografía, contra un fondo verde, el plano visual se divide hacia la izquierda en dibujos a color de los protagonistas de la película; y, a la derecha, el recuadro de una foto en blanco y negro donde aparecen algunos rostros de gente negra (figura 2).
En realidad, el recuadro fotográfico a la derecha muestra una escena de la película. En ella, la protagonista participa, junto a su madre, en un ritual religioso de la tradición afrocubana recreado en fotografía blanco y negro. Un efecto de color que mantiene afinidad con la propuesta realista de Renau.
Aunque prevalece la misma información en las traducciones de los afiches, vale la pena especular sobre los ajustes visuales y lingüísticos que experimenta el cartel para promocionar la película entre audiencias de diferentes naciones del mundo. Cuando se analizan las alteraciones que sufre el afiche Mulata en el contexto internacional, no solo se percibe cómo se suprimen las innovaciones estéticas de Josep Renau, sino también cómo se modulan visualmente los significados de las representaciones raciales del cine cubano y mexicano a otros contextos geográficos. En el caso de Mulata, tanto el cartel como la película comparten la ambición de una estética realista que se traduce, específicamente a través de las expresiones artísticas de la tradición religiosa afrocubana. Una visión de la cultura que, como en otras películas de esa época, “circuló en circuitos trasatlánticos que unen a México con Cuba, pero también con Estados Unidos y Francia” (Juárez Huet, 2018, p. 86).
En varias versiones francesas del cartel, además del cambio de color del fondo verde a amarillo, se añade en la parte inferior izquierda del cartel, una frase: “Interdit aux moins de 16 ans” (“Prohibido a menores de 16 años”) y una advertencia en letras pequeñas dentro de un círculo rojo en lado opuesto, que en su traducción al español lee como sigue:
Por primera vez, se presentan en una película escenas de un “bembé” auténtico. Su terrible audacia no tiene nada de inmoral. Los que ejecutan sus ritos están haciendo una ofrenda de orden religioso, y ajenos al mundo, ofrecen todo lo que tienen, el alma y el cuerpo al llamado mágico de las antiguas divinidades africanas, cualquier sugestión de impureza, en consecuencia, estará en nuestros ojos demasiado civilizados, jamás en la embriaguez purísima de sufrenesí.
Es la misma advertencia que aparece al comienzo de la película y, que no logra diferenciar entre quién es civilizado - ¿Martín, la audiencia, los blancos? - o incivilizado - ¿Caridad, los otros personajes negros o mulatos? - (Podalsky, 1994, p. 66). En realidad, se percibe claramente cómo las representaciones del mundo de la espiritualidad afrocubana despiertan contingencias culturales, en el contexto visual de la época, al invocar transigencia ante lo nunca antes visto.
Otro cambio interesante se percibe en una versión alemana del cartel: Ninón luce un vestido rojo que no revela sus pezones erectos (como el que lleva en Mulatresse), ni los costados rasgados a ambos lados de sus muslos, como ocurre en las versiones del cartel cuando lleva el vestido amarillo de estilo primitivo (figura 3).
Figura 3: cartel de Mulata (1953)4
Fuente: Filmaffinity, https://www.filmaffinity.com/es/film773213.html
Mientras que en otra versión alemana se le añaden en colores llamativos los adjetivos: “exotisch”, “faszinierend” y “dramatizan” (“exótico”, “fascinante” y “dramático”) (figura 4).
Figura 4: cartel de Mulata (1953)
Fuente: Ebay, https://www.ebay.es/itm/162844460400
Y en algunas descripciones del cartel se clasifica la película como un “Mexican race prostitution melodrama”. Hasta aquí, los circuitos trasatlánticos, por los que han circulado los afiches, y el inventario visual y lingüístico que se desprende de ellos, multiplican los significados de las imágenes raciales y, al mismo tiempo, revelan prácticas del consumo cultural de una época.
A la historia del cartel se suman las formas de pensar y las costumbres de audiencias inscritas en diferentes procesos racializantes a ambos lados del Atlántico. La clasificación del cartel como “melodrama de prostitución de la raza mexicana” sugiere la visión hostil y suspicaz de la otredad racial desde la perspectiva europea y criolla, al mismo tiempo que designa la otredad sexual a partir del intercambio con un producto cultural. Emergen del lenguaje visual “identidades excluyentes” (París Pombo, 1999) para describir cómo:
[…] la diversidad cultural obliga a aplicar estrategias discursivas complejas; la eventual negación de la relación con el otro – que adquiere formas sociales como el racismo, el sexismo, la xenofobia o el clasismo- responde a intentos de recrear un sentimiento comunitario; a mecanismos de integración social que eviten las situaciones de desagregación y desamparo propias de las grandes transformaciones de la cultura, de la desestructuración de los viejos espacios institucionales y la pérdida de creencias y valores. (París Pombo, 1999, p. 59)
De ese modo, los signos raciales y sexuales, emitidos por los carteles, y la recepción del público al que van dirigidos, reproducen el rechazo a los valores y los comportamientos de comunidades marginadas y excluidas en los países caribeños y latinoamericanos. Es la retórica del discurso racial que se esconde detrás de imaginarios nacionales que validan el mestizaje, la hibridación y la transculturación como formas para hegemonizar las diferencias raciales y étnicas en la sociedad.
Así, irrumpen, desde el archivo de la cultura popular, las repercusiones y las resonancias de un discurso racial asediado por el consumo del cuerpo negro desde la esclavitud hasta el imaginario de lo afrocaribeño en el cine. A medida que se intensifica la presencia de los cuerpos negros en la afrenta realista del arte, mayor ambigüedad genera el intercambio de significados de los bienes simbólicos del Caribe y América Latina. Esas trayectorias efímeras de los afiches de Mulata advierten los patrones antidiscursivos y extralingüísticos, sobre los cuales Gilroy elabora la fractura comunicativa entre amos y esclavos, como esas ramificaciones del poder sobre las que se formulan actos comunicativos y expresiones artísticas de una colectividad racial subalterna (1993, p. 57). Una ventajosa articulación contra-hegemónica que siempre deja atrás trazos lingüísticos de una “memoria de la semántica racial”, como me gusta llamar a esa relación con el lenguaje, que acompaña a las subjetividades racializadas en sus desplazamientos territoriales y temporales debido a la necesaria movilidad, social y geográfica - voluntaria o involuntaria - de los miembros de la diáspora africana.
Desde la disidencia del recuerdo, Jean Muteba Rahier reflexiona en su etnografía personal sobre esta realidad afrodiaspórica de la siguiente manera:
[…] after rereading [my] self-ethnography from a distance, it appears that this narrative is about marginalization in arenas where identity is racially and culturally essentialized (Belgium), in arenas where hybridity and blackness are constructed in ways that exclude myself by either locking me up in notions of Belgianness or by idealizing Africanness (Ecuador), and in arenas where a particular understanding of blackness cannot accommodate notions of difference (the United States). Although blackness is a fundamental component of my identity, I am marked for exclusion in all the arenas that I participate in, in Africa and in the African diaspora. I have no claim of “belonging” anywhere really, but to this abstraction that is the transnational or postnational black world. (2003, p. 111)
La memoria personal de Rahier articula múltiples instancias donde las identidades nacionales, por las que le toca o decide transitar, se resisten a reconocer las connotaciones raciales de su ser. La realidad, apalabrada por Rahier, retrata esa “desdicha genealógica”, reformulada por Victorien Lavou Zoungho a partir de las ideas de Michel de Certeau y Achille Mbembe, para explicar el infortunio histórico que acompaña a africanos originarios cuando tratan de cruzar fronteras geográficas hacia Europa o América. En el reconocimiento de las otredades que le constituyen, Muteba Rahier personifica una conciencia racial que proyecta la diversidad cultural que caracteriza a las naciones africanas y a sus habitantes después de las independencias (2002, p. 78)
Más adelante en su ensayo, Lavou Zoungho establece el paralelo de la “desdicha genealógica” con la realidad de América Latina cuando se pregunta: “¿Acaso ciertos discursos instituidos y autorizados no asignaban, hasta una fecha reciente, el “infortunio histórico” de África y América Latina, por ejemplo, a su extrema heterogeneidad?” (2002, p. 79). En la respuesta a esta interrogante se halla un desconocimiento profundo de las complejas realidades lingüísticas, étnicas y culturales de ambos continentes y, por consiguiente, una simplificación de la experiencia común de la colonización y la esclavitud en multiplicidad de espacios trasatlánticos. En esas continuidades y discontinuidades históricas de las vivencias coloniales se acomodan los estereotipos de las diferencias raciales y étnicas detrás de las ansiedades del poder y el control, europeo y criollo. Así pues, las imágenes de las subjetividades raciales y étnicas se saturan de significados que provienen de una mezcla de mitos y distorsiones de la realidad. La trayectoria del cartel Mulata evidencia la herencia visual del mito de la mujer mulata que se desplaza como un ícono nacional afrocubano, completamente enajenado y supeditado a los estereotipos de la raza y la sexualidad de la herencia colonial. Aun así, alrededor de esos estereotipos y esas representaciones fantasiosas, la trama de la película logra restablecer un cruce de memorias transnacionales y transculturales entre comunidades afrodiaspóricas. El enfrentamiento simbólico de esas imágenes, como intento demostrar más adelante, plantea otra dimensión de los bienes simbólicos y sus productores culturales en el restringido espacio, sagrado o profano, del arte negro.
Encuentros afrodiaspóricos
Hace un tiempo, Doris Sommer, en su texto, Foundational Fictions: the National Romances of America Latina (1991), demostró cómo las novelas de romances imposibles y la consolidación de los proyectos nacionales en América Latina coinciden con los sentimientos patrióticos y las pasiones de sus personajes. Desde ese punto vista, cuando la imposibilidad del amor se debe a las relaciones interraciales, los personajes retienen y exceden convenciones de la literatura, ya que en la identificación y la recepción del imaginario simbólico que representan sus identidades, proyectan ansiedades reprimidas de lo sexual y lo racial en el contexto histórico y social de las naciones. Ese preámbulo alegórico de las identidades nacionales aproxima la trama del amor imposible de Caridad, la mulata cubana, y, Martín, el mestizo mexicano, entre los puertos de La Habana y Veracruz, al restablecimiento de ficciones fundacionales en la coyuntura histórica en la que la música y la danza provenientes de África se mezclan en las configuraciones de los imaginarios nacionales caribeños y latinoamericanos en los siglos XIX y XX. Así también se configura el personaje de la mulata como palimpsesto del mal, el pecado, el peligro y las transgresiones sexuales, mientras Martín observa y da voz a las preocupaciones relacionadas con el lugar de la masculinidad machista en la sociedad moderna.
Sin embargo, en el interior de las desventuras de Caridad operan “vestigios – no coleccionables, no recuperables, no ‘futurizables’- donde afloran las vejaciones, el exterminio, la destrucción y todos los efectos aún tangibles de la esclavitud” (López-Labourdette, 2018, p. 475). La búsqueda de esos recuerdos identifica la inscripción histórica de la raza en la formación y articulación de políticas culturales que podrían circular a través de lo impreso y sus prácticas de lecturas. Es lo que llama la atención del origen de la trama de la película Mulata, ya que remite a la adaptación de la novela Mulatilla (1943), del autor y actor afrouruguayo, Roberto Olivencia Márquez. En una reseña de 1944, Gastón Figueira comenta sobre la publicación de Olivencia Márquez:
A novel which its author qualifies as “estampa negra”. Its opening chapter, which is labeled Estampa montevidena [sic], evoques with great wealth of data the Uruguayan capital as it was in the year 1856. We must remind the reader that at that period Montevideo, and for that matter all of Uruguay, had a very large population of Negroes and mulattoes. Hence an evocation of that far-off period would deal of necessity very largely with the darker-skinned element. One of the most interesting chapters is entitled Noche de candombe (a violent Negro dance) …There is drama and rich humor in Mulatilla, and the author paints with vivid colors, a little over-crudely perhaps, and impressionistically. He has caught some vivid pictures, and some vivid phraseology, from Negro life in Uruguay in the last century. (p. 178)
El comentario de Figueira conecta la tradición del realismo literario a la recreación de vivencias y manifestaciones artísticas de la población negra y mulata en la sociedad uruguaya del siglo XIX. En específico, se refiere a los años entre 1850-1860, cuando el candombe era patrimonio exclusivo de africanos y sus descendientes, y afirmaban con canto y baile “su presencia colectiva y su africanidad sin que la sociedad motevideana pudiera negarlos” después de la abolición de la esclavitud en 1842 (Reid Andrews, 2006, p. 88).
Desde la intertextualidad de los ritmos nacionales, tanto la tradición afrouruguaya del candombe como la afrocubana del bembé comparten fragmentaciones raciales y sociales que, a su vez, problematizan dinámicas históricas y culturales en la esfera pública de ambas sociedades. En realidad, este paralelo confirma, parafraseando a Gilroy, que a los esclavos se les ofrece la música y el baile como sustituto de libertades políticas inalcanzables en la sociedad esclavista. Por eso, según él, las manifestaciones culturales desarrolladas durante la esclavitud preservan necesidades y deseos, que van mas allá de las ambiciones materiales de la sociedad donde surgen. En ese sentido, las expresiones artísticas de las personas esclavizadas y sus descendientes afianzan la continuidad del arte y la vida en una estética que involucra el proceso de luchas hacia la emancipación, la ciudadanía y la libertad (1993, p. 56‑57).
En Mulata, se podría admitir que los momentos de dominación y liberación se dirimen en las escenas de canto y baile de Caridad mediante los gestos, las articulaciones corporales y los movimientos inscritos en el performance de la identidad mulata (Blanco Borelli, 2008). Paradójicamente, el cuerpo “indisciplinado” de la mulata enmarca una valoración de lo “negro”, a pesar de estar cifrada a la imitación transracial de una actriz blanca pintada en la piel, como en los espectáculos de racismo caricaturizado del minstrel o blackface o del teatro bufo cubano en el siglo anterior. Aunque preceden a la película importantes estudios sobre las religiones afrocubanas desde la perspectiva antropológica, como los de Fernando Ortiz, Lydia Cabrera o las innovaciones literarias de Alejo Carpentier, en este momento cultural, la africanización, que evoca terruños perdidos en África y tambores, responde exclusivamente a los intereses comerciales de las producciones cinematográficas conjuntas entre Cuba y México. Por eso se vuelve ambigua y difusa la búsqueda de legitimidad “racial” en estas producciones y su recepción, ya que el consumo cultural depende de los estereotipos de las identidades nacionales. En medio de cantos y bailes se “incorporan escenas con rituales, deidades y cantos al mundo afrocubano que se quieren mostrar al público como más ‘apegadas’ y ‘más auténticas’ respecto de los ritos de los descendientes de africanos en Cuba” (Juárez Huet, 2018, p. 95). Al igual que en otras películas de la época, “lo negro’ se asocia con una (sic) África mediada por el Caribe, en este caso Cuba, y que al mismo tiempo queda excluido de la ‘mexicanidad” (Juárez Huet, 2018, p. 85).
Una visión de esa Cuba “negra” inicia la película en el mundo de las lavanderas en el río. Allí, negras y mulatas cantan “alegremente” mientras lavan la ropa, y Caridad ayuda a su madre mientras aprende a cantar con ella. Tras la muerte de su progenitora, la recuperación con el vínculo materno se traduce en el baile alucinante en el bembé junto a los tambores ancestrales. Es el ritual religioso que enmarca visualmente el presagio del amor imposible debido a la diferenciación racial y moral de la mulata en la jerarquía social. Aunque Martín exhorta a Caridad a unirse al grupo de danzantes en el bembé, detrás de su gesto se esconde la fascinación y el temor de los blancos hacia la cultura negra. Un oportuno momento de trance impide el desnudo de los senos de Caridad, como ocurre con las mujeres negras que participan en el frenesí del baile. Así se despide de la ritualidad “primitiva” de sus orígenes antes del inesperado destino en la ciudad. Poco tiempo después de su llegada a La Habana, junto a Martín, él regresa a México sin ella. Mulata le sirve a Martín de garantía para cubrir una deuda con el dueño de un cabaret. En el intercambio, Martín recupera el dinero que necesita para liberar su barco del puerto, mientras abandona a Mulata en el bar donde se convierte en rumbera. Eventualmente, Martín regresa a La Habana, pero ya ella muestra síntomas de una enfermedad terminal. Antes de su muerte, él le lleva a conocer su patria mexicana en el barco. Allí ella baila la música de su tierra como armonioso pacto de ritmos nacionales entre México y Cuba.
No obstante, la escena final de la película se disuelve en la travesía del barco que lleva simbólicamente a Caridad a la única libertad a la que puede aspirar: libertad espiritual. Como última voluntad, Martín transporta su cuerpo en el barco hasta el pueblo donde quedó el único amor (el mulato Mateo) y el recuerdo de su madre. Aunque el viaje simbólico a África no identifica el regreso a ningún país africano específico, al menos, despoja la patología de la mulata de la incertidumbre de su raza. En esa liberación espiritual, la metáfora del barco se enlaza inevitable con las memorias culturales del Caribe hispánico, anglófono y francófono, y sus poetas, como un arquetipo literario de gran poder entre miembros de la comunidad poética antillana.
La doctora Mercedes López Baralt ha dedicado hermosas páginas al tropo del barco en sus análisis del texto Tuntún de pasa y grifería (1937) del poeta puertorriqueño Luis Palés Matos. En la obra palesiana, según Baralt, “se trata de un símbolo dual, el de la polarización entre el barco como vuelo (viaje, libertad, fantasía, poesía) y la tierra como cerco que deviene pantano o melaza, ron que paraliza, arenal que asfixia” (2014, p. 143). En esa misma dualidad se reencuentran las poéticas de Aimé Césaire y Luis Palés Matos, ya que como explica López Baralt, comparten “un símbolo plurivalente inserto en el campo semántico de la liberación y ligado históricamente a la diáspora africana en las Antillas: el barco” (2014, p. 142). La comparación entre los poetas identifica las visiones del barco utópico de la liberación de Palés frente al barco negrero de Césaire. En la poética de Césaire sobresale el orgullo por la africanía en afinidad con los movimientos de resistencia anticolonial, y la expresa con gran pasión dentro de las corrientes literarias del contexto francófono con su texto Cahier d’un retour au pays natal (1939). René Ménil describe ese panorama intelectual y el literario del pensamiento negro en la década del 30 así:
Cette prise de conscience de la situation coloniale antillaise aura une très grande influence sur le plan littéraire : elle annonce l’apparition dans le cadre de l’empire français de ce que l’on appelle la poésie noire. (Léon Damas, Césaire, Desportes, etc. pour la Martinique, Tirolien, Paul Niger pour la Guadeloupe. En Afrique et à Madagascar, Senghor, David Diop, Birago Diop, Rabémananjara, Ranaivo, Rabearivelo, etc. donneront des œuvres développant les mêmes thèmes et parfois dans un style analogue). (1999, p. 65)
Para Paul Gilroy, en el reencuentro aleatorio de este tipo de intertextualidades culturales se afirman y, desde el mismo barco negrero, se reconstruyen y actualizan visiones del sujeto racializado producto de la esclavitud en el tránsito trasatlántico.
En la película, las interpretaciones simbólicas del barco en que transita Mulata se aproximan, de alguna manera, a la dualidad barco/tierra de la poesía palesiana porque le permite escapar de las desgracias terrenales. En la trama cinematográfica, el tropo literario del barco no alimenta abiertamente esperanzas de cambio social ni para Mulata ni su gente. Pero eso, sí, la intertextualidad literaria permite desestabilizar la visión objeto-mercancía del estereotipo de la mulata al vislumbrar el lado espiritual de una memoria cultural afrocaribeña. El viaje simbólico al pasado africano inscribe la narrativa audiovisual en una “poética de la esclavitud” (Rivera Casellas, 2016, p. 76) determinada por la función del lenguaje en la articulación de percepciones raciales y de género en diversos contextos lingüísticos y culturales.
Conclusiones
La historia del cartel de la película Mulata, como he intentado demostrar en este ensayo, no se limita a su genealogía, sino a los gustos olvidados y las costumbres desaparecidas que narra desde el inventario de imágenes preservado en la Colección de carteles del cine mexicano y cubano Efraín Barradas. En la búsqueda de momentos perdidos en el pasado, el archivo, como espacio colectivo de encuentros, ha reunido subjetividades reales y ficticias en otro relato de la cultura negra dentro de diferentes contextos históricos y geográficos. Sin duda, la historia del cartel problematiza, no solo las ambiciones vanguardistas de artistas debido a la incorporación de las visualidades negras, pero en la interpretación de la película, esa misma presencia afrodescendiente, despierta del pasado recuerdos poco admirables de los procesos de homogeneización nacional en el interior de las sociedades africanas, caribeñas y latinoamericanas.
Tampoco se puede olvidar que la estrategia comercial de la africanización en las coproducciones cinematográficas entre Cuba y México ha preservado la visión de representaciones étnicas y raciales: México como el país de charros y mariachis mestizos; y el Caribe negro, como Cuba. Sin embargo, los estereotipos de rumberas y prostitutas han servido de contrapeso para negociar tensiones culturales y sociales, en especial sobre las problemáticas de la moral y la decencia de las mujeres en la sociedad mexicana a mediados del siglo XX. Sobre los estereotipos sexuales que prevalecen en las películas del cine de oro, Ana M. López comenta:
In literature…in cinema, the prostitute and the nightlife of which she is an emblem became an anti-utopian paradigm for modern life. The exaltation of female desire and sin and of the nightlife of clubs and cabarets clearly symbolized Mexico’s new (post-Second World War) cosmopolitanism and first waves of developmentalism. The cabaretera films were the first decisive cinematic break with Profirian morality. Idealized, independent, and extravagantly sexual, the exotic rumbera was a social fantasy, but one through which other subjectivities could be envisioned, other psychosexual and social identities forged. (2000, p. 517)
No obstante, para las actrices cubanas, este tipo de interpretaciones cargadas de sensualidad y erotismo no estuvo exento de dificultades en el plano personal. Señala Castro Ricalde que después de relocalizarse en México y consolidar sus carreras en el cine de rumberas, actrices como “María Antonieta Pons, Ninón Sevilla, Amalia Aguilar y Rosa Carmina, en la vida real, intentaron proyectar una manera de ser diametralmente opuesta a lo personificado en la pantalla grande” para así, serias, recatadas y “decentes”, evitar contratiempos o problemas con el Estado o las instituciones eclesiásticas (2020, p. 70-71). Este distanciamiento personal de las actrices de sus interpretaciones artísticas devuelve el tema de las visualidades raciales y sexuales al plano artístico performativo dentro de las producciones conjuntas entre Cuba y México. Son memorias y recuerdos que pertenecen a idiosincrasias raciales y étnicas derivadas de estereotipos y visiones simples de complejas realidades geográficas, lingüísticas y étnicas a ambos lados del Atlántico. Pero que adquieren mayor interés y valor, cuando vamos al encuentro de los intersticios y desplazamientos que las subjetividades africanas y afrodescendientes, ficticias y reales, con sus flujos migratorios y movimientos humanos, van inscribiendo en la historia cultural del Atlántico Negro.