El título de mi trabajo no es mío. Se trata de una cita de Michel Foucault. De ahí que lo escriba entre comillas. En efecto, el párrafo final del primer capítulo de Les mots et les choses, en que bajo la rúbrica “Les suivantes” estudia Foucault el cuadro Las Meninas de Velázquez, resume así este estudio:
Peut-être y a-t-il, dans ce tableau de Velasquez, comme la représentation de la représentation classique, et la définition de l’espace qu’elle ouvre. Elle entreprend en effet de s’y représenter en tous ses éléments, avec ses images, les regards auxquels elle s’offre, les visages qu’elle rend visibles, les gestes qui la font naître. Mais là, dans cette dispersion qu’elle recueille et étale tout ensemble, un vide essentiel est impérieusement indiqué de toutes parts : la disparition nécessaire de ce qui la fonde, – de celui à qui elle ressemble et de celui aux yeux de qui n’est que ressemblance. Ce sujet même – qui est le même – a été élidé. Et libre enfin de ce rapport qui l’enchaînait, la représentation peut se donner comme pure représentation (1966: 31).
En el capítulo III (“Représenter”) estudia Foucault El Quijote. Podríamos resumir su pensamiento en las siguientes palabras: El Quijote constuye la primera de las obras modernas dado que en él la verdad no está ya en la relación de las palabras a las cosas, sino en “cette mince et constante relation que les marques verbales tissent d’elles-mêmes à elles-mêmes”. Y es que, como señala Foucault:
Le texte de Cervantes se replie sur lui-même, s’enfonce dans sa propre épaisseur, et devient pour soi objet de son propre récit. La première partie des aventures joue dans la seconde le rôle qu’assumaient au début les romans de chevalerie (1966: 62).
El juego de ficción en la ficción, de representación de la representación, del proceso mismo de la propia producción novelesca o pictórica lleva a comparar Las Meninas y Don Quijote no sólo a Foucauld; también Riley (1962) y Hatsfeld (1952 y 1966) los comparan, si bien desde puntos de vista diferentes.
Si el estudio de Foucault sobre Las Meninas nos parece bastante razonable, su pensamiento sobre el Quijote me resulta problemático desde más de un punto de vista, muy en especial por la reducción del concepto de épistémè a una sucesión de períodos bien definidos, que no tiene en cuenta ni su relatividad espacial (o diatópica) ni su relatividad temporal (o diacrónica). Nos resulta por ello un concepto abstracto que elude, además de la problemática espacio-temporal señalada, toda conflictividad social (o diastrática), que encontramos en el marxismo, y muy en especial – como señalé hace algún tiempo ya, en Bajtín (Gómez-Moriana 1997-1998). De ahí que en los análisis que siguen intente abordar diferentes perspectivas en el Quijote que contradicen la visión simplificadora de Michel Foucault.
El Quijote se resiste a toda clasificación dentro de los géneros tradicionales por su peculiar modo de representar. Y es que bajo el pretexto de mera parodia de los libros de caballería, el Quijote constituye un auténtico Literaturroman. Esta dimensión de la novela cervantina no abarca sólo el nivel de la historia por cuanto se relatan las acciones de un loco que, en su patológica distorsión de la lectura, confunde ficción y realidad; abarca también el nivel narrativo. En efecto, la narración misma del relato consiste en un juego de discurso ficcionalmente histórico que enrola al autor, al lector y al texto. Se llega así a dar cuenta en la novela misma de su propia producción novelesca (como hicieran después Velázquez en el medio de la representación pictórica y, en el de la teatral, Lope de Vega, Tirso de Molina o Calderón). Y se da cuenta también de su recepción, pues la primera parte de la novela, el Quijote de 1605, al igual que la imitación aparecida en 1614 bajo la firma de Avellaneda, constituyen en el Quijote de 1615 otros tantos libros de lectura y materia de discusión por parte de los personajes novelescos, incluidos Don Quijote y Sancho, que se ven objetivamente tratados por Cervantes y denuncian la falta de objetividad con que los tratara Avellaneda. Estamos ante un juego semiótico. Si la interpretación (distorsionada) de las novelas de caballería determina el programa de acción de Don Quijote (y el narrativo de Cervantes), la lectura de la primera parte del Quijote permitirá a los duques y otros personajes de la segunda parte el cumplimiento (lúdico) del programa quijotesco, en especial de la promesa hecha a Sancho de encomendarle el gobierno de una ínsula. La literatura se convierte así en “letra profética” que se traduce en “realidad histórica” al encarnarse en los diversos personajes que integran la fábula, y que saben “interpretarla”, o en peripecias que tales personajes saben “reconocer” como el cumplimiento de lo anunciado y – por ello – esperado.Nada más lejos, por todo cuanto precede, de la reproducción mecánica de un modelo literario institucionalizado, con la adhesión al mismo (y a su sistema de valores) que tal reproducción implicaría. El Quijote excluye, en efecto, toda clasificación dentro de los géneros tradicionales por tratarse de un modo muy peculiar de representación. Tampoco se trata de una mera deformación paródica del epos caballeresco. “Parodia de las novelas de caballería” “novela de caballería, sin embargo, la última y quizás la mejor de ellas” – estos conceptos no podrán nunca agotar la complejidad del Quijote, dada la amplia gama de estímulos que en él convergen. Y la variedad de procedimientos desplegados por Cervantes para apropiarse esos estímulos y dialogar con ellos. Para comprender el Quijote en cuanto semiosis, en cuanto producción de sentido, habrá por ello que investigar el qué y el cómo de los elementos que han sido redistribuidos en su espacio textual, entendiendo éste como “espacio dialógico”, según la expresión bajtiniana puesta en circulación por Kristeva (1968, 1969). En tal espacio o “encrucijada” (por utilizar un término caro a Cervantes) tendremos que observar, no sólo los elementos o préstamos textuales explicitados claramente en su incorporación al texto cervantino, sino también las alusiones capaces de hacer presentes (sin necesidad de un desarrollo explícito) las historias, ideas, mitos u observaciones cotidianas que evocan en el lector.
Complemento de los “mundos” que distingue Harald Weinrich en su libro Tempus (el descrito o “besprochene Welt” y el narrado o “erzählte Welt”), este mundo citado o evocado lo define W. Schmid (1973: 27) como “el universo evocado por el discurso de los actores novelescos”. Refiriéndose al “Textaufbau” de la obra narrativa de Dostoievski, destaca Schmid el hecho de que cada actor novelesco representa una postura interpretativa, ideológica, que podrá confirmar, complementar o contradecir las otras posturas ideológicas que aparecen en la obra y que completan “die dargestellte Welt”, el mundo total representado en la ficción novelesca. Si por “actores novelescos” entendemos, además de los personajes, las diferentes instancias narrativas (especialmente el narrador o narradores que la performan siguiendo diferentes tipos de “estilo” – del monólogo interior a la narración en tercera persona, con la distancia creada por el estilo indirecto libre, pasando por el discurso del personaje autónomo, estilo directo, etc. – no tengo reparo en aceptar este cuadro “plurívoco” o polifónico que enfrenta en la novela las diferentes instancias enunciativas, destruyendo esa visión monológica que parece sostener Foucault al datar el cambio de una “épistémè” a otra, en las dos grandes discontinuidades a las que le lleva su encuesta arqueológica: “celle qui inaugure l’âge classique (vers le milieu du XVIIe siècle) et celle qui, au début du XIXe, marque le seuil de notre modernité” (1966: 13). Cervantes realiza este mismo tipo de “Textaufbau” que describe Schmid a propósito de Dostoievski, mediante la puesta en evidencia de una conciencia narrativa múltiple que hace que cada “actor” del Quijote sea expresión de una postura frente al género novelesco que le toca en ese momento realizar; y esto, haciéndose al mismo tiempo eco de las diferentes prácticas discursivas que pertenecen a sus respectivos espacios correlativos. La compleja realidad de su tiempo es así evocada por el Quijote en un cuadro contradictorio en que convergen los más diversos tipos de discurso, los legitimados en la ficción y los menos legitimados en la ficción por el carácter “ritual” de su uso en el contexto del que los toma Cervantes. Constituyen estos discursos en el Quijote lo que Edmond Cros (1975), a propósito del Buscón de Quevedo, ha llamado “discurso usurpado”. Su función en el Quijote no ha sido suficientemente estudiada. Sus anacronismos, contrastes grotescos, deformaciones del lenguaje (sobre todo, por parte de Sancho) y otros modos de distanciación, no sólo objetivan los lenguajes al tomar una distancia irónica frente a los mismos; los hace funcionar, además, en sentido contrario a sus “marcas” de origen. Al poner de manifiesto las leyes que subyacen en sus rituales discursivos, haciendo que estos lenguajes sean percibidos como máscaras discursivas, Cervantes los desritualiza y desarticula.
Podríamos decir que Cervantes opera en el Quijote una especie de “arqueología” de los sistemas de significación. Su conciencia narrativa iría así mucho más allá de un conocimiento retórico de los medios de persuasión, o de una estrategia textual, para incluir – junto a ese “savoir faire” de su competencia en cuanto escritor – un saber epistemológico. De lector que interpreta los signos según un determinado código, pasa así Cervantes no sólo a escritor en cuanto lector “performativo” (que “interpreta” poniendo en obra una nueva semiosis según ese mismo código), sino a testigo alertador, a conocedor activo del proceso semiótico, que denuncia y desenmascara. Dando un paso más aún, me atrevería a decir que, con la arqueología mencionada, Cervantes opera una auténtica subversión del discurso ritual. Hay que puntualizar un tanto el sentido de esta afirmación. Si el Lazarillo de Tormes, según creo haber demostrado en estudios anteriores (Gómez-Moriana 1983 [1976], 1985, 1988, 1993), subvierte el discurso autobiográfico confesional de su tiempo en cuanto discurso oficial de la sumisión del individuo a la institución inquisitorial, mediante la puesta en evidencia de sus leyes de funcionamiento, con lo que surge la novela picaresca como ficción autobiográfica confesional; el Quijote, al relativizar los condicionamientos que legitiman los diferentes tipos de discurso literario (así como otros discursos rituales de su tiempo, pertenecientes a zonas “correlativas” pero usurpados e integrados en la ficción), no sólo los objetiviza, tomando una distancia irónica de los mismos, sino que además los hace funcionar en sentido contrario a su “marca” de origen. En efecto, al poner de manifiesto las leyes que subyacen en todo ritual discursivo, haciéndolas percibir como máscara, las desritualiza, las profana, y con ello las desarticula, pues les hace perder su inocencia original y autodenunciarse como instrumento de una ideología represiva. En otras palabras, la conciencia narrativa cervantina no sólo se dirige contra el imperio de la retórica (Perelman 1977) en su dimensión estética. Es sobre todo la dimensión imputativa del discurso ritual la que será blanco de la crítica cervantina, entendiendo tal dimensión del lenguaje en el sentido que le atribuye Harald Weinrich de “langage dans le langage qui comprend le paradigme intégré de l’impératif et du performatif et qui s’étend à toutes les énonciations aptes à changer l’état moral, social ou politique d’une personne” (1979: 338‑352). Weinrich toma este término del lenguaje jurídico (donde designa la responsabilidad que el uso atribuye a ciertas acciones pertinentes desde un punto de vista legal) en su intento de integrar en un solo paradigma los paradigmas defectivos del imperativo (carente de primera persona del singular) y del “performativo”, que sólo funciona en primera persona y en presente (ni la frase “tú me bautizas” ni la frase “yo te bauticé” tienen por eso otro valor que el descriptivo). Pero en este paradigma integrado del imputativo incluye Weinrich, no sólo los performativos de Austin, sino también otros códigos, socialmente aceptados, que hacen de la palabra una acción que compromete. Weinrich nombra en este sentido el código del honor, el del derecho, el de la política, el de las ciencias, de la etiqueta, de la magia. El lenguaje imputativo cubre pues, así definido:
l’ensemble diachroniquement variable mais synchroniquement stable de toutes les actions verbales admises par le code de la langue ou par un de ces sous-codes, c’est-à-dire comportant toutes les expressions qui sont en même temps des actions et qui obligent la personne parlante au même titre que les actions qu’elle peut exécuter. (1979: 345).
Huelga insistir en el carácter contractual de tales códigos o en la necesidad de una situación precisa para asegurar la pertinencia de su uso, según nos enseña la teoría de los actos del lenguaje. Recordemos sin embargo brevemente las tres condiciones enumeradas por Austin (1962) para que un acto del lenguaje pueda ser eficaz: comunidad ideológica o de convicciones entre locutor y destinatario, aceptación por ambos del procedimiento, intención de los interlocutores de tomar parte en la acción lingüística. Pero por encima de todo ello habrá que insistir muy especialmente en la dimensión diacrónica señalada por Weinrich. Si los cambios de lugar condicionan en el Quijote la legitimación de los diversos modos del discurso poético, según señalara Martínez Bonati (1975), el momento histórico es decisivo en la tenue barrera que separa el rito del juego y el atributo de la máscara. También esta dimensión juega un papel decisivo en el Quijote. El Quijote está en efecto lleno de anacronismos ya sentidos como tales, según nos muestra la ruptura de la “reciprocidad de perspectivas” entre los diferentes actores de ciertos episodios. Estos anacronismos cubren el campo lingüístico como el guerrero (las armas de Don Quijote y su armadura, por ejemplo), el emblemático, el axiológico y el socioeconómico. Tales anacronismos no se han de confundir con la “distancia épica”. La epopeya construye en efecto su mundo en un pasado mítico que no tiene ningún punto de contacto con el mundo de la experiencia cotidiana común al juglar y a su auditorio. El héroe y su jerarquía de valores quedan así situados en un lugar y tiempo inaccesibles; cortado del presente por la distancia épica, que no rompe la mediación de la leyenda, tal héroe es por naturaleza inimitable. La novela de caballería participa de estas características de la epopeya. Veamos cómo ha caracterizado Bajtín su cronotopo en Esthétique et théorie du roman: “le monde des merveilles dans le temps de l’aventure”. En este mundo, dice Bajtín, el héroe de la novela de caballería se siente en casa (aunque no es su patria), ya que él es tan maravilloso como ese mundo:
merveilleuses sont son origine, les circonstances de sa naissance, de son enfance, de son adolescence ; merveilleuse est sa nature physique, et ainsi de suite. Il est la chair de la chair, l’armature de l’armature de ce monde de prodiges, son plus brillant représentant (1978: 300).
Pero nada de esto es el Quijote, que participa plenamente del concepto de novela que en la misma obra describe así Bajtín:
Représenter un événement au même niveau temporel et axiologique que soi-même et ses contemporains (et donc fondé sur une expérience et une fiction personnelles) implique de faire une révolution radicale, et passer du monde épique au monde romanesque. (1978: 450)
Y es que no sólo en la “composición de lugar”, esos caminos reales por donde ya no circulan caballeros andantes sino mercaderes, delata en el Quijote la “violencia de la estilización” de que habla Martínez Bonati (1975); es sobre todo la conciencia temporal la que denuncia continuamente el anacronismo del proyecto épico de su “héroe”. Aquí se produce un nuevo tipo de “contraste grotesco”, esta vez de dimensión temporal: el anacronismo. Todos los “actores novelescos” (y no sólo Don Quijote) contribuyen a esta polifonía cuyas voces diversas llevan la marca espacial (diatopía), temporal (diacronía) y social (diastratía) como signo indeleble de diferencia. Sólo Don Quijote percibe, en su locura, en su “homosémantisme” (Michel Foucault 1966: 63), parecidos entre los diferentes mundos. De aquí su confusión mental. Pero sería demasiado simplista hacer una distribución complementaria de tiempos, espacios y estamentos sociales, aplicando a cada actor novelesco una etiqueta definitoria. Un tal procedimiento – y la crítica no ha sabido siempre resistir la tentación de hacerlo – ignoraría la compleja realidad del mundo evocado por el Quijote y las contradicciones del mismo. El Quijote evoca una época de transición en que conviven elementos pertenecientes a mundos muy diferentes. Se da en él el caos propio de los momentos de ruptura epistemológica. Nada más impropio por ello que un intento de borrar las contradicciones a partir de un criterio unitario que definiera su “estructura”. En la tensión creada por Cervantes entre el género o géneros “representados” y el modo de la representación, la subversión discursiva, surgirá un espacio novelesco en presente en que sobreviven aún fuerzas de la tradición pasada. Si hubiera que estructurar esa masa compleja de estímulos que convergen en el Quijote quizás la sola posibilidad de hacerlo sin resolver en una falsa armonía esas contradicciones objetivas sería la incorporación sin compromiso alguno de tales contradicciones en un conjunto de opuestos al estilo de las “structures of feeling” que Terry Eagleton define como “A set of received ways of perceiving and responding to reality” (1976: 25).
Es la oposición dialéctica la que integra las diferentes imágenes y comunica “unidad” al texto. Un ejemplo: si la fantasía de Don Quijote, alimentada por los libros de caballería, crea imágenes de magia, el ama y la sobrina les opondrán, en su fe católica, los sacramentales de la Iglesia, a la hora de intentar destruir tales libros en el escrutinio de los mismos que se relata en el capítulo seis del Quijote de 1605. Con ello pasan al mismo plano los magos y demonios, los bálsamos y el agua bendita. Será el cura del pueblo quien en sonrisa ilustrada de “licenciado” (así lo llama el narrador en ese momento) desvele “la simplicidad del ama” y proponga remedios más eficaces que esos sacramentales que el Concilio de Trento acaba de colocar muy cerca de la eficacia de los sacramentos, pero ordenando al propio tiempo también otras medidas más eficaces en su lucha contra la Reforma luterana.
Como ejemplo del funcionamiento en el Quijote de la colisión de actores y de categorías espaciotemporales (presentes, unas, evocadas otras) así como de sus correspondientes prácticas discursivas (no siempre respetadas en su “norma”), veamos la “graciosa manera” (título del capítulo) en que degenerará el rito caballeresco de la investidura. Para ello me permito ante todo transcribir in extenso el texto de la ley que regulaba esta ceremonia en el código de Las Partidas de Alfonso X el Sabio, recogido por Martin de Riquer en nota a su edición del Quijote. En concreto, respecto a las condiciones de “irregularidad” del sujeto se dice en Las Partidas:
E non deve ser cavallero el que una vegada oviesse recebido cavalleria por escarnio. E esto podria ser en tres maneras la primera, quando el que fiziesse cavallero non oviesse poderio de lo fazer; la segunda, quando el que la recibiesse non fuesse ome para ello por alguna de las razones que diximos [se trata de la exclusión del loco y del pobre, que ha mencionado antes]; la tercera, quando alguno que oviesse derecho de ser cavallero la recibiesse a sabiendas por escarnio …. [Explicadas las razones de esta restricción, insiste aún ] E por ende, fue establescido antiguamente por derecho que el que quisiera escarnecer tan noble cosa como la cavalleria, que fincase escarnescido della, de modo que non la pudiese aver. (Ley XII del título XXI de la Segunda Partida)
Una lectura de los tres primeros capítulos del Quijote a la luz de este texto nos muestra dos cosas: la primera es que todo el programa narrativo de estos tres capítulos responde en negativo a lo prescrito por la ley, constituyendo así su cumplimiento al revés; la segunda, que se desprende de la primera, es que Don Quijote no sólo no recibe la orden de caballería de manos (y boca) del ventero, sino que, por el contrario, queda incapacitado (si es que no lo estaba ya por pobre y loco) para recibirla, dado que la recibe una vez “por escarnio”. Tenemos ante todo que el hidalgo manchego malgasta su menguada hacienda en la adquisición de libros de caballería, en cuya lectura – descuidando la caza y la administración de los pocos bienes que le quedan – se pasa “las noches de claro en claro” y los días “de turbio en turbio”, hasta perder el juicio. La lectura de los libros de caballería es pues al mismo tiempo mediadora del deseo de Don Quijote – ser caballero – y origen del estado económico y mental que lo incapacita para realizar tal deseo (capítulo primero). La prisa en poner en práctica su disparatado deseo le llevará después a salir de su casa sin otra legitimación que sus viejas armas y anacrónicos atuendos, razón por la que le asalta “un pensamiento terrible” (“y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero, y que conforme a ley de caballería, no podía ni debía tomar armas con ningún caballero”). Así, “pudiendo más su locura que otra razón alguna”, decide “hacerse armar caballero del primero que topase”, frase ambigua, pues “primero” puede designar aquí lo mismo “el primer caballero” que “el primer individuo” que topase. Llega a la primera venta, donde se produce el choque entre dos mundos, dos lenguajes, dos atuendos exteriores… y el anacronismo del atuendo y del lenguaje de Don Quijote será percibido como tal por las mozas de la venta, según es su reacción. A Don Quijote, por su parte, no le inquieta la risa que despierta en los que lo ven, ni le falta imaginación para suplir lo que dejaba de desear aquella venta para convertirla en el soñado castillo. Sólo una cosa le fatiga: “el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir la orden de caballería” (capítulo segundo). El tercer capítulo es la realización de dicha orden sobre un sujeto no apto, por un ministro sin “poderio de lo fazer”, usando como ceremonial el libro en que el ventero “asentaba la paja y cebada que daba a los harrieros”, “leyendo en su manual – como que decía alguna oración devota –“ y “murmurando entre dientes, como que rezaba” (tercer capítulo).
La ridiculización de este ceremonial antiguo no pasaría de ser mero juego de entretenimiento, si, en su realización o “puesta en escena”, no se evocase otro ceremonial que ocupara largamente a los teólogos de Trento: la administración de sacramentos y la definición de las condiciones de la misma (materia, forma verbal, ministro y sujeto), así como de sus efectos “ex opere operato”. No me refiero ya al paralelo entre las condiciones de entrada en la andante caballería y las establecidas por Trento para poder ser admitido en el sacerdocio y episcopado, paralelo que el texto cervantino subraya al designar la caballería andante con el nombre mismo que se da al sacramento correspondiente: orden (5 veces), negra orden (1 vez). Este paralelo responde sencillamente al origen común de ambos ritos iniciáticos y exclusivistas a un tiempo, lo que hace que se restrinja el número de sujetos eligibles y el de quienes tienen la potestad de consagrar nuevos sujetos, según un determinado ceremonial. Me refiero especialmente al énfasis con que el texto subraya el anacronismo del ceremonial y sus condiciones de realización, desritualizadas hasta lo grotesco por el ventero, mozas, harrieros y narrador. Procediendo como he procedido a la comparación entre el texto de Las Partidas y el capítulo tercero del Quijote, la insistencia en el anacronismo de la ceremonia por parte del texto cervantino no conlleva ningún significado especial. Si, teniendo en cuenta las frecuentes alusiones a cánones y normas dictadas por el Concilio de Trento que encontramos en el Quijote, aproximamos estos textos a la doctrina de sacramentis, el anacronismo resulta insultante. El tema era demasiado candente y serio en un momento en que España hace de la Reforma causa nacional y de Trento y sus decretos contrarreformistas el arma de protección de la unidad del Estado. Pero es más: el Quijote sigue siendo actual en nuestra modernidad, entre otras razones, porque quizás no estemos tan lejos como creemos a veces del segregacionismo que animan el código de Las Partidas y el Concilio de Trento. El que Austin ilustre su Speech Act Theory (1962) con ejemplos sacados de la administración del sacramento del bautismo muestra la actualidad del mundo aducido, como la muestran también las medidas de exclusión expuestas por Michel Foucault en su Ordre du discours (1971), especialmente “la prohibición”, “l’interdit”. Estas medidas con que toda sociedad restringe el uso de la palabra, especificando el sujeto apto para hacerlo, el objeto lícito y el “ritual de la circunstancia” que legitima un uso discursivo determinado, coinciden extrañamente con el ritual caballeresco, con el ritual de los sacramentos, con el ritual de los performativos de Austin. Pero, sobre todo, coinciden tales medidas con ese conjunto de códigos y subcódigos de la lengua que Harald Weinrich reúne bajo el concepto de “lenguaje imputativo”, por abarcar, junto a los performativos, el código del honor, el del derecho, de la política y de la ciencias, en el mismo plano que el código de la etiqueta o el de la magia; lenguajes que comprometen – bien es verdad – pero de accesibilidad controlada. Como dice Foucault:
Il s’agit de déterminer les conditions de leur mise en jeu, d’imposer aux individus qui les tiennent un certain nombre de règles et ainsi de ne pas permettre à tout le monde d’avoir accès à eux. Raréfaction, cette fois, des sujets parlants ; nul n’entrera dans l’ordre du discours s’il ne satisfait à certaines exigences ou s’il n’est, d’entrée du jeu, qualifié pour le faire. (1971: 38‑39).
La mezcla de planos discursivos en el Quijote se nos muestra ahora como indicio de una distancia irónica; la excesiva fidelidad en ocasiones a la norma, mezclada en el texto con la violación de la misma, aparece ahora como signo que desenmascara el discurso usurpado. La puesta en escena de una práctica ritual vigente mediante sujetos no legitimados, objetos metonímicamente camuflados y en circunstancia que raya en lo grotesco, no creo que pueda ser interpretada sino como calco subversivo de tal práctica. Su violento lenguaje performativo queda vacío de toda efectividad, por tratarse de una ficción; pero, quizás precisamente por ello, ha pasado a ser lenguaje que acusa a sus usuarios. Lejos de transcribir el deseo inconsciente que se traduce en sueños, transcribe – creo – el miedo subconsciente que se traduce en pesadillas.
Si el canónigo dicta lecciones de teoría literaria, Sancho Panza las dictará de teología, citando repetidas veces los cánones de Trento en usos y circunstancias tan poco pertinentes como los que hace del refranero; si el cura del pueblo se confía a sí mismo la “misión canónica” de inquisidor y nombra al ama “brazo secular” en el escrutinio de la biblioteca de Alonso Quijano, Don Quijote, por medio de las socarronerías de un ventero, se hace armar caballero y en cuanto tal se enfrentará a Juan Haldudo en un intento por liberar a su criado Andrés, y exigirá de los mercaderes toledanos que, en número de seis, “iban a comprar seda a Murcia”, un acto de fe (capítulo cuarto de la primera parte): “cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oir” – nos dice el narrador – “levantó Don Quijote la voz” para decirles “con ademán arrogante”:
—Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso. (I, 59).
Se produce aquí el choque entre dos mundos, el feudalismo decadente y la burguesía naciente, que muestran dos modos de conocimiento y dos modos de representación, como hemos visto siguiendo a Foucault: el corrspondiente a la épistémè clásica – aquí, la confesión de la fe – y el correspondiente a la épistémè moderna – aquí, el conocimiento experimental – , vistos aquí sin embargo como dos mundos simultáneos y en choque, en que toca a Don Quijote representar la intransigencia que caracteriza al primero de ellos. El texto continúa aún:
Pararonse los mercaderes al son destas razones y a ver la extraña figura del que las decía; y por la figura y por las razones luego echaron de ver la locura de su dueño; mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía, y uno dellos, que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo
— Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís; mostrádnosla que si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida.
— Si os la mostrara – replicó Don Quijote –, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Que, ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo (Ibid).
El desenlace de ambas aventuras quijotescas es bien conocido: los mercaderes se abren camino derribando de su caballo a Don Quijote, a quien abandonan apaledo y maltrecho; Juan Haldudo consigue que Don Quijote lo deje “ir libre” mediante promesas acompañadas de juramentos. Del incumplimiento de tales promesas y juramentos será advertido más tarde Don Quijote por el propio Andrés, a quien encuentra de nuevo en el capítulo 31 de esta misma primera parte. El lector, por el contrario, será advertido de inmediato gracias al diálogo entre amo y criado que sigue a la eufórica partida de Don Quijote. Este diálogo permite al lector detectar sin ambigüedad alguna la terrible ironía del comentario del narrador que precede (en estilo indirecto libre) a la euforia quijotesca: “Y de esta manera deshizo el agravio el valeroso Don Quijote”. Al mismo tiempo, desmiente la ilusión declarada “a media voz” por Don Quijote:
Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad y talante a un tan valiente y nombrado caballero como lo es y será Don Quijote de la Mancha, el cual, como todo el mundo sabe, ayer rescibió la orden de caballería, y hoy ha desfecho el mayor entuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante (I, 58).
Ahora bien, en el Quijote no sólo encontramos (en cuadro contradictorio) discursos pertenecientes a los dos sistemas conflictivos que conviven en la sociedad marco de las aventuras quijotescas; por muy poco pacífica que sea tal convivencia, encontramos igualmente constantes contaminaciones interdiscursivas. Don Quijote pasa, por ejemplo, del desafío al labrador y tras toda una serie de amenazas caballerescas a unas razones de índole económica. En sentido inverso, uno de los mercaderes, imitando en tono burlesco el lenguaje de Don Quijote, suelta todo un parlamento caballeresco (precisamente en defensa del conocimiento empírico):
Señor caballero […], suplico a vuestra merced, en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos, que, porque no encarguemos nuestras concienzas confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esta señora, aunque sea tamaño de un grano de trigo; que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado (I, 60).
Juan Haldudo se burla igualmente del tono caballeresco y su lenguaje al imitarlo en el momento de tomar venganza en el propio Andrés de la humillación a que lo sometiera momentos antes Don Quijote. En cuanto Don Quijote, confiando en las promesas y juramentos del labrador, los deja solos frente a frente, Juan Haldudo ata de nuevo a Andrés y exclama mientras lo azota: “Llamad, señor Andrés, ahora al desfacedor de agravios; veréis cómo no desface aqueste” (I, 57).
Las contaminaciones de los lenguajes, que muestran que un sociolecto no puede ser estudiado independientemente del complejo universo discursivo en que funciona, no constituyen una propiedad característica del llamado artificio literario. Las podemos detectar igualmente en la conversación cotidiana – que Jürgen Link (1983) prefiere llamar “elementare Literatur” –, como también en las prácticas discursivas propias de los campos del saber más especializados. Tales contaminaciones constituyen un auténtico desafío para quien intente estudiar el intrincado tejido de los discursos de una sociedad dada, muy especialmente cuando se trata de estudiar sus crisis epistemológicas. Un tal estudio constituye sin embargo el mejor medio para analizar las crisis y diagnosticarlas a través de una “lectura sintomática”. De ahí la importancia del análisis de tales contaminaciones, tanto de las inconscientes (en momentos de lapsus del sujeto que se expresa mediante la palabra) que de las muy conscientes usurpaciones discursivas. Es este último tipo el que define los ejemplos aducidos de Juan Haldudo y del mercader, y también – como vamos a ver brevemente – las promesas y juramentos de que usa Don Juan en el Burlador de Tirso de Molina para seducir a sus víctimas.
Como creo haber demostrado en un trabajo anterior (Gómez-Moriana 1988), las promesas y juramentos de Don Juan a sus víctimas tienen un elemento en común con las promesas y juramentos del labrador Juan Haldudo en presencia de Don Quijote: la falta de “comunidad ideológica”, de convenciones, requerida para que los actos performativos del lenguaje realicen lo que enuncian. Es precisamente esa falta de “reciprocidad de perspectivas” lo que permite sus burlas tanto a Juan Haldudo como a Don Juan. Ambos textos ponen de manifiesto, a través del lenguaje que las realiza, la crisis en que se encuentra la sociedad marco de tales burlas, sociedad en que conviven dos sistemas diametralmente opuestos de representación e interpretación del mundo. No se trata solamente de las armas, de la indumentaria y del lenguaje arcaizante del hidalgo manchego, que contrastan en el Quijote con las expectativas que en su extrañeza muestran mozas, ventero y arrieros. Se trata de concepciones del mundo enfrentadas hasta el punto de imposibilitar todo diálogo auténtico entre los personajes. Lo cual no excluye la eficacia de la palabra, tanto en Juan Haldudo como en Don Juan. Es precisamente esta eficacia de la seducción por la palabra lo que pone de manifiesto (en cuanto resultado-síntoma) la crisis de la dualidad señalada más arriba, dualidad en que hay que situar y explicar los continuos diálogos conflictivos por diglosia, tanto en el Quijote como en el Burlador: los interlocutores no comparten el mismo horizonte epistemológico y axiológico. De ahí que no haya convención y que sus lenguajes funcionen a doble código. Solo el lector o espectador, en cuanto vector situado en el vértice de ambos códigos, resuelve la homonimia que da lugar al equívoco. Lo que posibilita esta comprensión es la competencia comunicativa que falta en los personajes objetos de engaño pero se supone en el público o lector como condición necesaria al reconocimiento progresivo (anagnórisis) de la dualidad sobre la que trabajan ambos textos. Es aquí donde radica su efecto estético.
Evidentemente, tanto Juan Haldudo como Don Juan conocen la duplicidad de significados en los signos utilizados en sus juramentos y promesas. Y es este saber lo que les confiere un poder casi demoníaco: el poder hacer creer en la palabra, poder retórico que los conviertes en hombres modernos. Por el contrario, sus víctimas, lo mismo nobles que villanas, como el propio Don Quijote frente a Juan Haldudo, muestran que viven aún en la etapa epistémica anterior (“clásica”, según Foucault) todavía hoy no superada: la de la buena fe.